K. dice que embriagado se vive mejor. Como es muy de palabras correctas y no le cuadra acudir a un vulgarismo o a un término burdo o de apresto fonético soez, K. dice embriagado, pero yo le comprendo y en mi cabeza compongo una imagen correcta, la que se desprende de su frase pequeña y amigable. Hay frases de poco desarrollo que dan para conversaciones enormes. Otras, en cambio, largas, encabritadas, no merecen atención alguna. He sentido en carnes propias el vértigo de la embriaguez (sin aturdirme, creo) ese irse de lo real y perderse en lo ambiguo. En la ambigüedad se vive también mejor. Gusta no saber con certeza, no tener a mano la propiedad de nada y andar siempre de prestado, tocando la superficie de las cosas, ahondando a veces, pero sin sentirse el dueño de nada. Lo decía Mycroft, hace ya: uno vive en lo frágil, sin aprehender nada, sin que nada se considere conocido, ni propio incluso. Lo malo de este mundo es la propiedad que creemos tener de las cosas que nos rodean. Si no fuésemos dueños de nada, la vida sería más bonancible. Podríamos salir a la calle y saber que todo es nuestro y nada lo es en el fondo. No sé si alguien con más conocimientos políticos que yo dirá que estoy centrándome en tal o cual corriente o en tal o cual sistema, pero no es la política el sitio que quiero visitar: prefiero la poesía, el país de las palabras y de la forma en que las palabras nos cuentan cómo es el mundo y qué podemos hacer para administrarlo o para aprovecharlo de un modo mejor. Por eso lo de no ser dueños de nada al modo en que John Lennon lo dejaba hermosamente escrito en su Imagine. No possessions too. Sin posesiones, sin llaves, sin hipotecas. El mundo está demasiado escriturado. Lo mío, en cambio, lo más acendradamente mío, no es incumbencia de nadie, pero no me refiero a una posesión material, sino a mis ideas, a la manera en que las cuido dentro de mi cabeza. Mi cabeza es mía, por otra parte. Más mía que lo que los demás creen que es más mío, por ejemplo. Todos tenemos la idea de que hay cosas que le pertenecen a los que no rodean y a las que no podemos acercarnos sin su permiso y su supervisión, pero la libertad está en las palabras, en los gestos, en los libros que hemos leído y en los abrazos o en los besos que hemos dado a lo largo de nuestra vida. Voy a desvariar un poco: somos los libros que hemos leído y los abrazos y los besos que hemos dado. Somos la palabra y la carne juntamente.
K., embriagado, es más cercano. Es curioso que haga falta entrar en esa etilidad fortuita para que podamos conocer a alguien. Ebrio, desenmascarado, decían los griegos, que fueron los que vistieron la cara y la dejaron decir las cosas, sin el peso de la mirada del que escucha. El otro, el prudente, el sobrio, es una versión popular, pensada, programada para no hacer daño a nadie con lo que hace o con lo que dice, el animal público. El ebrio, bien al contrario, es el alma torturada que de pronto advierte que le han abierto las puertas y que puede explayarse, irse, andar por ahí, brincar, retozar, decir lo que no podría o no querría en otras circunstancias, y volver más tarde, feliz, satisfecho de haberse probado en libertad, sin pensar mucho en el qué dirán ése que tanto nos han dicho cuán importante es. Admiro a quienes no se intoxican nunca, los que no beben, ni fuman, ni introducen en sus benditos cuerpos sustancias que los expongan al riesgo y a la incertidumbre. Amo la incertidumbre, la amo a diario, pero hay días en que uno debe cumplir, regirse por unas normas, acudir al lugar en donde lo esperan, hacer lo que esperan que hagamos y volver a casa, ufano de la rectitud con la que hemos procedido, completamente resuelto a repetirlo al día siguiente. K. bebe sin preocuparse de ser visto: incluso le agrada que se le conozca esa faceta suya, la de esclavo de sus pocos vicios, la del que se esmera en no desoírse, en no llevarle la contraria al cuerpo, que es quien le pide las toxinas habituales. Más vale borracho publico que alcohólico anónimo, decía Antonio Linares, mi viejo amigo. Qué hermosas ellas, las toxinas, qué paraíso el que procuran. Tengo que volver a leer a Baudelaire, tengo que volver a leer a Bukowski, tengo que volver a leer a Escohotado. Tres personas muy de fiar que me enseñaron a pensar en los beneficios de ciertos venenos. El resto del mundo me ha pedido que sea prudente: que administre, que sepa gobernar y no se envicie mi alma. Por si se enturbia más de la cuenta y no sea posible domesticarla después.
K., enviciado, es más cercano también. Le he visto en las barras de los bares, un poco desquiciado, hablando hasta por los codos, ya entienden, alambicando sintagmas, lubricando verbos, por si alumbran prodigios. No siempre sucede eso de que se produzcan milagros. No los hay o los hay escasamente. Yo soy muy de Baudelaire, ya lo he dicho. Las flores del mal son más hermosas que todos los jardines del bien. Eso lo tiene claro cualquiera que haya olido la flor maldita, y haya apreciado el olor blasfemo que emana. Luego siempre hay tiempo de volver a la normalidad y de vestirse de limpio para que los vecinos lo vean a uno salir de casa y exhibir las galas mejores, pero hay que saber estar cerca del riesgo, abismarse en el riesgo, tumbarse a su vera y esperar a ver qué pasa. No pasan muchas cosas la mayoría de las ocasiones, pero en las que sí hay algo, en ésas aprecia uno el orden de las cosas, el sentido del cosmos, la hondura del amor y la belleza del alma. De momento, mi cólico nefrítico me coharta, me pone una brida y no permite que el caballo se pierda en la tormenta. Es cosa de saber volver y no echar mucho de menos la errancia y el desquicio.
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