Tríptico del carro de heno, El Bosco
(1512-1515)
Hay una evidencia del genio: la de conmover. Todas las demás son accesorias, se puede prescindir de ellas e incluso algunas, por reiteradas, por el poco matiz que exponen, hasta se podrían censurar, dar por irrelevantes, no permitir que prosperen, ni den ejemplo. El genio conmueve a quien atiende a su discurso. Hay un punto dramático en la conmoción. Acude con ella un principio de sobrecogimiento, que a veces muda a llanto. No pasa nada por llorar cuando vemos una catedral gótica o un cuadro de El Bosco. Los genios a los que admiro de manera continua e insobornable tienen también la facultad de asombrar a cada parada que hacemos ante su presencia. Nos parece nueva la historia o la canción que hemos leído o escuchado cien veces. Es otro carro del heno el que pintó El Bosco en cada ocasión en que lo vemos. Se les tiene al autor una gratitud novicia cada una de esas milagrosas veces. Es esa fascinación la que nos disuade de la idea de que no pueden decirnos ya nada nuevo. Toda la obstinada liturgia con la que festejemos sus prodigios es precursora de prodigios nuevos, aunque sepamos de memoria el hilo de sus tramas, la arquitectura interior de sus maravillosas obras. El arte que despliegan nos concilia con el mundo y, sobre todo, con nosotros mismos. Uno administra sin mesura el dulce veneno de sus ideas, la lujuriosa plasmación de los trazos, se entrega enteramente, no deja una brizna de su cuerpo en la intemperie, se declara feligrés de esa homilía sanadora, hermosa e inteligente. Tienen los genios el numen, la comisión de la belleza, el negociado de la luz, siempre tan asediada por las sombras. Es el combate antiguo, no ha cesado, prosigue su liza ancestral, la de la belleza y su reverso, la del bien contra el mal, si es que deseamos colar el lado moral del arte, su indiscutible posicionamiento estético y ético. Son ellos los que interceden, quienes arriman su soplo vivífico, el ardor bendito de su sangre. Cuando percibes que flaquea tu ánimo, acudes a que te conforten. Cuando estás en sus manos, te sientes en armonía con el cielo, en paz con tu corazón, secretamente ungido por los dones de la lujuria más invasiva, repentinamente investido por los dones de la gracia. El arte es una religión privada. Concede el milagro que se le solicita, no requiere el concurso de ninguna divinidad, al menos ninguna a la que podamos nombrar y de la que tengamos la duda de si nos salvará o nos condenará. El arte carece de condena. Todo él es premio. Al genio se le atribuye la rendición de esa sustancia luminosa, es a ellos a los que les encomendamos la producción de los milagros. No sabemos qué secreta revelación los faculta para que su cabeza piense El Quijote y luego lo escriba minuciosamente, con la morosidad del que construye un universo, o que imagine El tríptico del carro de heno y después lo pinte sobre el lienzo blanco. No hay nadie que no tenga un genio en su interior. Todos lo somos de una manera precaria o esplendorosa. Algunos no se fuerzan a sacarlo, no le invitan a que colabore, ni siquiera sospechan que ande por ahí adentro. Coincido con Lorca en esa idea suya de que la inspiración acude cuando se está trabajando, pero hay ocasiones en que prorrumpe a su antojadizo capricho, se envalentona y sale de allá donde esté y hace que el mundo sea mejor y la belleza (o la inteligencia o las dos juntamente) no flaquee y lo engalane. Difiero de mi amigo K., que suele desconfiar del genio y todo lo atribuye al esfuerzo. Hay veces en que no se le puede llegar la contraria. Incluso no es deseable hacerlo. Alivia saber que el trabajo produzca genios. Que la voluntad y el empeño cree arte.
1 comentario:
me encantó, el arte hace todo eso y más... saludos...
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