18.4.19

Jueves Santo


Tenemos contra quién enfrentarnos. A poco que lo piensa uno, en cuanto repara en lo que le circunda, da con el objeto de su ira. También a quien amar. El argumento es el mismo. La vocación es la misma. Se odia o se ama sin razones o con ellas, no se discurren motivos, no los habría. Se prefiere amar, se dan más ventajas, se reconoce uno más en el amor que en su contrario. El bien festeja con más vuelo su travesía, pero el mal ejerce su fascinación primaria, animal y oscura. Medra con arrojo y denuedo, ocupa una considerable franja de atenciones, compromete al bien y, en ocasiones, lo abate, aplica su incontinencia, crea su ciega legión de acólitos. El mal carece de ideologías, no recurre a ellas, le traban en su avance, fomentan el diálogo, abren un discurso que le incomodan y enturbian. Prefiere ir a ciegas, firmar su apostasía loca, cubrir su desempeño con fiereza y anonimato. El bien se afana en granjearse adhesiones puras, en cambio. La liza es antigua. El palmarés no tiene un dueño reconocible. El poeta acude a la sangre para dejar registro de esa dualidad. La sangre con su vértigo y con su fiebre, con su comisión de vicios y con su conciencia. La religión es la literatura de esa sangre, su izado místico, el vertido del grumo primario. Probablemente sea ella la que confine al mal en su locura. En ocasiones, cuando no puede, si se nubla su oficio o el mal no se deja convencer, se le atribuyen todas las desgracias. Es a Dios al que se culpa, es Él quien escribe los renglones torcidos, sin corrector que enmiende el roto, sin libro de estilo ni catón que mutile el texto extraviado, la parte enferma. Hoy al salir a la calle, camino de ver a mi padre, aprecié una ciudad solitaria. No había nadie, nadie caminaba, salvo cuatro disidentes. Era un silencio conmovedor, del que tardé en salir, a pesar de que poco después abrió la rutina su cuaderno de ruidos y todo volvió al trajín de siempre y las aceras, en el regreso, se animaban con la bulla habitual, pero en el inicio del día, cuando rompió la luz y salí a pasear, antes de encaminarme a la residencia en donde tengo al padre, mi pueblo tenía ese aire de ensoñación o de metáfora. Hasta la amenaza de lluvia, que no ha roto aún, me condujo a la literatura. El bien es un instrumento de los sacerdotes. También el mal. Van de uno a otro según las circunstancias y la conveniencia de la homilía. Los poetas, incluso cuando se acogen a él y lo escudriñan y salvan, son mensajeros de la oscuridad. 

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