21.5.17

Todos los cuentos de miedo

Hace tres años o tres cursos (los maestros a veces confundimos esas dos medidas del tiempo), escribí este cuento para los alumnos de sexto de primaria del colegio en donde trabajo. La idea era contarlo en los festejos que organizamos en la Semana del Libro. No lo hice porque al final convino mejor que bajase a otro ciclo, en donde no me pareció oportuna la historia, ni la forma de contarla.

Los maestros somos cuentacuentos. Tenemos historias en la cabeza y pugnan por salir. En ocasiones salen sin que las autoricemos, se nos atropellan, las dejamos ir y nos sorprende que nos sigan causando el mismo asombro que cuando las escuchamos la primera vez. Lo mejor de este oficio nuestro es la inocencia de la audiencia que lo hace posible. Quien haya contado un cuento en una clase, sabe de qué hablo. Hay pocas experiencias más satisfactorias. Cuando las acometo yo, suelo improvisarlas. Dejo que ellos intervengan. Les pido que empiecen, yo sigo, ellos avanzan y terminamos todos juntos. El camino es compartido, aunque yo sea quien frene, atenúe o acelere los pasos. El final no siempre es lo más importante. Importa el trayecto, los gestos, la impresión de una frase o el tono de voz con que se dice, pero cuando hay un buen cierre, la satisfacción aumenta. Lo mejor no es que pasen un buen rato: es que el cuento dure, se impregne en sus cabecitas, les haga volver a él y sientan que les pertenecen. Algunas veces, no siempre, ustedes ya me entienden, se consigue que amen los libros. No tendrán mejor lugar en donde encontrar nuevas historias.

Todos los cuentos de miedo es un cuento sencillo, pensando para ser contado, no tanto para que se lea y se repose. Habrá ocasión en que lo cuente.




TODOS LOS CUENTOS DE MIEDO




Gracias por venir, distinguido público.

Gracias por escuchar las humildes palabras de este cuentacuentos. El que tengo hoy preparado es terrorífico. Por eso está todo oscuro. Por eso parece que estamos en la biblioteca de una casa encantada. Así que no pensad que estamos en un colegio, ni que afuera hace sol y que los pájaros cantan en los árboles y los perros ladran en los parques. Esto es una casa encantada. Detrás de esa puerta las maderas crujen si las pisáis. Los fantasmas aguardan a que se haga de noche para vagar por los pasillos. Las sombras están vivas y se retuercen en las cortinas y forman figuras tenebrosas. El mismísimo fuego de la chimenea es una bestia sedienta de sangre que está encerrada en las llamas e implora amargamente que alguien le libere. Así que cerrad los ojos, mis queridos amigos. Cerradlos bien. No dejéis que la luz os distraiga. Debéis concentraros en mis palabras. Os aseguro que la historia que estáis a punto de escuchar tendrá fantasmas, brujas, vampiros y quizá algún niño perdido en el bosque, llorando desconsoladamente, buscando a su mamá.

Empezamos:

Para contar bien mi historia debo decir mi nombre, pero es mejor que no lo sepáis. Sabed que fui enviado a casa de mis tíos y que mis padres eran pobres y no podían enviarme a la escuela. Sabed que mis tíos eran buenos de corazón y que no tenían hijos. Sabed que me amaban y que me cuidaban como si fuese el hijo que no tuvieron. No había nada que yo quisiese que ellos no me diesen. Me cuidaban como se cuida a un hijo de verdad. Juro que es verdad. Juro que fueron unos buenos padres para mí. Solo me prohibieron bajar al sótano.

-No se te ocurra bajar al sótano. Puedes hacer lo que quieras y te querremos siempre y serás nuestro hijo, pero el sótano está prohibido. Te lo diremos una sola vez y no volveremos a repetírtelo nunca. ¿Has oído lo que te hemos dicho?- dijo mi tío con voz ronca, levantando el dedo, encogiendo muchísimo los ojos.

Yo moví la cabeza arriba y abajo y abrí los ojos como nunca lo había hecho. Esas palabras me invitaron a sentir miedo. Por primera vez en mi vida, pensé en el infierno y en las almas malditas y en todas esas cosas que sólo había leído en los cuentos. El dedo de mi tío subía y bajaba, sus ojos se encogían, su voz retumbaba en mi cabeza y yo sentía el miedo. Y os aseguro que no era un miedo fácil de apartar. Duró unos días, lo recordé por la noche, pensé en el miedo al salir a jugar con amigos y lavándome los dientes. Fue un miedo duradero y frío. 

Las primeras noches soñé con el sótano. Imaginaba que me despertaba en mitad de la noche, me ponía mis zapatillas de paño, mi batín y cogía una vela. Recorría los pasillos de la segunda planta, que es donde estaban las habitaciones, bajaba con muchísimo cuidado a la primera, que es donde estaban los salones y la cocina y buscaba la entrada al sótano. Lo hacía con empeño. Era mucho el miedo que sentía, pero también mucho el interés en saber qué había allí. El final del sueño siempre era el mismo: mi tío me descubría yendo de acá para allá y me mandaba a mi habitación, enfadado, muy enfadado. El sueño se repetía una y otra vez sin que variase nada. Me despertaba en mitad de la noche. Me ponía las zapatillas y el batín. Encendía la vela. Bajaba las escaleras y recorría la planta baja, buscando el sótano.

El sueño, poco a poco, fue cambiando. En uno de esos sueños, encontraba la puerta que accedía al sótano y bajaba.

En ese momento me despertaba. 

Creo que soñé la misma historia días enteros o noches enteras, no sé ahora si también se puede soñar sin que se entornen los ojos y todo se haga repentinamente oscuro.

Disfrutaba tanto con esos sueños que les pedía a mis tíos ir antes a la cama y cerraba los ojos y pedía que el sueño llegase. Ven sueño, ven, decía en voz alta. Ven y enséñame los secretos que no conozco, pero el muy terco se negaba, me dejaba siempre en el último tramo de la escalera, con mis zapatillas de paño y mi batín, con mi vela y con mis ojos grandes como platos. Los ojos de un niño que está a punto de descubrir el más grande de los misterios o vivir la más terrorífica de las aventuras.

Mi suerte cambió cuando el sueño fue generoso conmigo y me enseñó lo que había detrás del último tramo de la escalera. Era la oscuridad absoluta. Era la oscuridad absoluta y el silencio absoluto. Era un sueño, pero hacía frío y escuchaba pequeños ruidos y notaba cómo se encabritaba mi corazón en mi pecho. Moví la vela, la hice avanzar hasta donde llegaron mis brazos y agucé la vista. La oscuridad era mi enemiga. No había nada. O todo estaba allí, invisible a mis ojos. Tampoco se escuchaba nada. Los ruidos de arriba (la planta noble de la casa, donde bullía la vida) se amortiguaban, perdían peso, se desvanecían con una rapidez asombrosa. A cada peldaño que bajaba, más se desmoronaban. Hasta que no se oyó nada.

Me desperté con el mayor entusiasmo que un niño puede tener. Esa noche aplazaría el sueño, haría como que dormía y  esperaría a que mis tíos lo hiciesen y bajaría con mi vela al sótano. No temí que nada malo me pasase. No me dejé intimidar por las sombras, ni por el negro perfecto de allá abajo, ni por el silencio.

Bajé, bajé, bajé hasta que mis pies dejaron el último escalón. Mi cabeza comenzó a dar vueltas. Mi pecho temblaba. Mi pulso se aceleraba. Tenía ganas de gritar, pero algo me susurraba que callara y avanzara, que abandonara el miedo y cruzara el umbral. Ahí acabó todo. Cuando desperté, estaba en la cama. Mi tía me miraba con ternura, mi tío me tocaba la mano.

Dijeron que había tenido un mal sueño, el peor de los sueños. Que llevaba un par de días con una fiebre muy alta y que desvariaba. Que hablaba de un sótano oscuro y silencioso.

- Pero es verdad - les dije -Es verdad, es verdad -

- Estás enfermo, no hablas con razón, no hay sótano en esta casa, nunca lo hubo, cuando estés mejor daremos un paseo y te darás cuenta por ti mismo - dijo mi tía cogiendo mi mano y apretándola con ternura.

- Pero, tío, usted me dijo que no me atreviese a bajar al sótano, usted me amenazó... - interrumpí con sobresalto, contrariado, convencido de que me estaban engañando.

Tardé un par de meses en volver a pensar en el sótano oscuro. No sé cómo van y cómo vienen las ideas en la cabeza. Crees que una vez que las has abandonado y piensas que están lejos, regresan, con más fuerza que antes. Sólo sé que me desperté en mitad de la noche, que bajé al sótano con mi vela y que descendí hasta el último escalón. Palpé la pared y volví a palparla de nuevo. Mi mano la recorrió hasta que se topó con un interruptor. Lo accioné.

Y la oscuridad dio paso a la luz. Era la biblioteca más grande que yo hubiera visto. Había miles de libros. Las estanterías se extendían hasta donde llegaban mis ojos. Libros de vampiros y de brujas, libros de hechizos y de encantamientos, libros de monstruos y de dioses tenebrosos. Había libros de magos, de brujos, de hadas y de fantasmas. Me tiré toda la noche abriendo sus páginas, mirando las portadas, frotándome los ojos para convencerme de aquello no era una fantasía. Ante mis ojos desfilaban los fantasmas de los cuentos de terror, con sus cadenas y sus voces solitarias, los hombres-lobo y el monstruo de Frankenstein, la ballena blanca de Moby Dick y la vuelta al mundo en ochenta días. Había historias de detectives y de ladrones, de piratas en busca de tesoros fabulosos en las islas del Caribe, de reyes y de reinas que organizaban guerras en las que ellos nunca participaban, de viajes al centro de la tierra y de náufragos que beben el agua de un coco en una isla perdida en los mares del sur. Allí estaban todos los miedos. No faltaba ninguno. Todos los miedos esperando a que yo los abriese y los mirase fijamente a la cara. 

Todo estaba allí, todo a mi disposición.

De pronto comprendí que había sido engañado. Me habían prohibido bajar al sótano para que yo desease con toda la fuerza del mundo bajar al sótano y descubriera por mí cuenta el más grande de los tesoros que se puede tener. Un libro en las manos, un libro escrito para que yo lo lea. Porque todos esos libros habían sido escritos para mí. Yo era el lector que los libros estaban esperando. Y los fui leyendo poco a poco, día a día, mes a mes, año a año. Calculé que tendría libros para ocupar dos vidas que yo viviese. Pensé que no me abandonarían nunca y que el miedo estaría siempre conmigo, pero no me haría daño. No de nuevo. También fui un niño feliz y salí con los amigos y jugué al fútbol y corrí por el campo, pero siempre que podía, en cuanto llegaba a casa, bajaba al sótano y escogía un libro y lo leía en el sillón y el tiempo se detenía. De verdad que las horas no se movían. O se movían muy rápido. No sé bien.



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