Siempre me pareció que pecar es cosa de pobres. Los ricos van a otra cosa, no caen en rendir cuentas de la moral, no les incomoda no cumplir los preceptos de la fe, no pierden el sueño si se percatan de que se han descarriado. Lo hermoso de descarriarse es la posilibilidad de que no se nos busque. Se deshace el placer cuando notamos cómo puja la voz de la conciencia.
Al pecado el buen rico lo llama delito. El pobre está doblemente preocupado: le duele haber pecado y le preocupa haber delinquido. Se tiene de la culpa esta visión rancia, mamada a conciencia en los años en que todavía no se ha pecado ni se ha delinquido, en el limbo en el que todavía no te han adoctrinado y no has visto la imagen del espíritu santo ni la de la derecha del padre.
A la Santa Madre Iglesia le encanta que el gobierno legisle con el evangelio en la mano. Los despachos de la administración del Estado conducían (con más o menos comodidad) a la sacristías de las parroquias. De la sacristía al dormitorio de los ciudadanos dista un trecho breve, eso lo sabemos. El pueblo se acuesta con Dios todas las noches. Le pide consuelo, se le entrega sin ambages. Luego hay creyentes de credo fiable, de los que delinquen o pecan sin que una cosa interfiera la otra. Creo que conozco algunos. Creen sin dejarse aturdir, creen con convicción. Otros escabullen el compromiso, no le dan asiento dentro. No creo que ninguno haga daño a nadie. Ni yo, descreído como soy. En todo caso no soy el descreído que fui. No es posible que uno vuelva a los veinte o a los treinta. Entonces las ideas bullían, se buscaba encontrar alguien con quién echarlas a correr, por ver cuáles se cansaban antes o si alguna, en el trayecto, desfallecía y caía, sin métodos que la animaran. Fueron los años de Nietzsche, fueron todos esos años en los que Zaratustra hablaba a mi oído.
Ayer releí (sin detenerme en demasía) algunas páginas de Nietzsche. Páginas sueltas de libritos de Alianza Editorial (portada de Alberto Corazón). Me embobé con Así habló Zaratustra, sobre todo, pero hubo tramos de El Anticristo o del Ecce Homo. Pensé en mis años de precocidad filosófica. Fue una época deliciosa en la que pequé a sabiendas y no delinquí a posta. Años entonces de cafés preñados de filosofía. Éramos jóvenes y éramos épicos. Nos importaba encontrar a Dios o demostrar que no había manera de encontrarlo. De ahí el apresto hermoso de Nietzsche. De ahí que todavía hoy (muchos años más tarde) sienta yo una quemazón cuando extraigo del anaquel todos esos libros de Alianza, los de las portadas de Alberto Corazón, los que leíamos en casa de Auxy cuando el mundo era un juego o cuando quisimos que lo fuese.
Los pobres leíamos a Nietzsche con más devoción. Creíamos que allí estaban las palabras con las que podríamos salvarnos. Las recitábamos, hacíamos que fuesen un himno por los bares que frecuentábamos. Después Nietzsche flaquea, no se le encuentra el fragmento grandilocuente, la frase que vibra en la cabeza días enteros. Creo que sería incapaz de volver a leer todo aquello. No hay lo que hubo entonces, no tengo el corazón revolucionario, no me parece correcto hablar de nihilismo los viernes cuando salimos de cañas con los amigos. Nietzsche es cosa de jóvenes. No sé qué convendrá para esta edad que detento, no tengo ni idea. Tengo que buscar mi filósofo de barra. Necesito uno, aunque sea al final, cuando esté achispado y no tenga gobierno de lo que hablo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario