Nos fuimos apretando el cinturón hasta que respirar se convirtió en un lujo al alcance únicamente de gente muy experta que había estado durante años ensayando a escondidas. Las malas lenguas sostenían que estaban avisados y que por eso respiraban con desparpajo y apenas descomponían el gesto cuando el aire travieso les ocupaba el pecho. El tiempo les dio la razón a los agoreros y hubo bajas civiles a pie de calle. El primer caído fue un señor muy enclenque, enfermizo a distancia, que no pudo soportar que todos esos años de despilfarro le estuviesen pasando factura. La autopsia confirmó que el cinturón había reventado algunas vísceras, pero murió en vida (a juicio de su señora esposa) porque desde que la crisis se instaló en la cesta de la compra arrugó el ceño, encabronó el carácter y dejó de disfrutar de las cosas sencillas que antes entusiasmaban su rutina. La viuda de este mártir (al que algunas asociaciones de damnificados de la crisis elevaron al paroxismo de la santidad) se suicidó al poco tiempo, aburrida, convertida en una malhumorada (casi siempre) ama de casa ociosa sin recursos para abastecer de frivolidades la alacena y carente (por supuesto) de imaginación para domesticar la penuria y esperar, en casa, aburrida y malhumorada, el regreso triunfal del capitalismo salvaje, de la bonanza bursátil y de la vida como una vez había imaginado.
Los suicidios por puro desencanto rivalizaron con los suicidios por pura desesperación. La Santa Iglesia Católica pidió a los cielos celestiales un milagro, pero la cosa estaba tan negra que hasta la propia Santa Iglesia Católica, tan eficiente en el manejo de inconvenientes, sabía que un solo milagro no podría (en modo alguno) enmendar el roto. Como los milagros son escasos y sólo los convoca el numen luminoso de la fe a desvalidos, ancianos y niñas provincianas con ojos abiertos como platos de hambre, los que pedían milagros acabaron pidiendo subvenciones, arrimando el hombro en pequeños trabajos sin entusiasmo y soñando con tiempos mejores. En un alarde de metafísica, el Ministerio de Educación hizo que la fe entrara en los planes de Estudio, pero el pueblo siguió descarriado, ignorando la Palabra de Dios, desoyendo la admonición de los próceres de la Iglesia y, en último término, condenándose.
El Estado, que era un manirroto y no tenía expertos que lidiaran con estos desastres pecuniarios, acabó vaciando las arcas públicas. El primer político que se suicidó ocupó todas las portadas de todos los periódicos y él solito desbancó en interés a problemas antiguos (pandemias casi) como el terrorismo, la eutanasia democrática y hasta las descaras ilegales en la red, pero cuando se registró el quinto suicidio de un político (íntimamente dolido por su mala gestión, convencido de que nada pudo hacer) el pueblo llano dejó de prestar atención y regresó a los vicios de antaño.
Un iluminado vendió la idea de que la falta de confianza en el mercado financiero se solventaba renunciando a todo lo superfluo. Lejos de que esa peregrina llamada al ascetismo causara pánico, el iluminado comprobó que le pedían consejo en televisiones y en tribunas públicas, que su convencimiento de que la austeridad haría que todo volviera a su ampuloso cauce triunfaba. Primero comenzaron a cerrar las tiendas de lencería. Luego las librerías. Las medias, las braguitas de diseño, los sujetadores de alta costura y los camisones de seda importada del Nepal se convirtieron en objetos prescindibles. Vicios privados, dijo alguien.
Algunos iluminados ganaron en prestigio y recorrieron la bendita y jodida Tierra con sus incontrovertibles teorías sobre la bondad de la tacañería. La palabra favorita era recorte. Cuando otros iluminados le descerrajaron un tiro en la cabeza, el mundo creyó que la solución a la hecatombe se alejaba ya definitivamente. Nada más lejos de la realidad. Legiones de adeptos tomaron las riendas de la cruzada. No hubo perturbados suficientes como para acallar aquella marea de gurús enfebrecidos por la cura total. Salieron y llenaron las plazas.
Con el tiempo, después de cerrar tiendas de lencería y librerías, le tocó el turno a las escuelas. Se temía que el cuerpo de profesores malentendiera el discurso consensuado por todas las potencias mundiales y colara en la limpia conciencia de los niños elementos discordantes, notas disonantes, la justa medida de disidencia. También fueron perseguidos los brokers y los desalmados que se lucraban con la penuria ajena. Ya se sabe que en tiempos de miseria, siempre salen ganando los mismos.
Cuando se tuvo la certeza de que la vida tal como la conocíamos había dado pasado a algún tipo de vida completamente nueva, hubo una extraña sensación de calma. En ese limbo perfecto se vivieron años felices. Sin libros. Sin bragas de colores. Sin asignaturas tan incómodas y peligrosas como Educación para la Ciudadanía. La gente deambulaba por las calles con un entusiasmo inédito. Los niños inventaban juegos. Los enamorados olisqueaban los jazmines en los parques y la palabra sms desapareció del vocabulario de todos los adolescentes del mundo. Dejó de haber crisis de valores y la polémica sobre si Dios existía o no fue sustituida por una manso convencimiento de que esas frivolidades teológicas sólo importaban a gente con la panza muy llena o con la panza muy vacía. Tampoco había clérigos de alto rango con inclinaciones verbales perversas, de ésos que se les llenan la boca con el fornicio y malogran mentes sanas con pecados invisibles.
Siglos de pacífica convivencia no silenciaron voces altisonantes que echaban de menos la hamburguesa doble con queso y los partidos de la Champions League de los miércoles. Como no había libros de Historia, las generaciones venideras ignoraban el origen de su mediocre felicidad. Libres de las ataduras del dinero, vivían al día. Sin usura, limpios de corazón. Festines de pobreza. Sin huelgas ni piquetes. Sin agencias de viajes. Sin banda ancha. Sin monedas que validen los deseos. Sin que nadie se lucrara a coste de nadie y sin que nadie fuese atropellado por la avaricia de otro. Sin que la prima de riesgo se colara en los telediarios. Sin que ciberataques demolieran el Estado del Bienestar y se tuviera que escribir a mano el parte médico en los hospitales. De hecho no había telediarios. Las noticias habían desparecido. El interés más alto de alguien sobre un asunto consistía en la salud de los suyos o en algún pequeño delirio morboso alrededor de la vida conyugal de los vecinos.
Y entonces este cronista de sus vicios se despierta, enciende la radio y escucha el parte y se alivia con la crónica de los desmanes que devastan el país y piensa que toda la enfermedad que degenera, gangrena y finalmente colapsa hasta la muerte al sistema financiero no debe ser otra cosa que un reajuste planeado por alguien más listo que uno cuyo fin (aunque no lo veamos, nosotros, los ignorantes) será sin duda poner al pueblo en aviso antes de que la adversidad se torne muy puta y entonces no haya remedio y un día un iluminado saque de la chistera de las ocurrencias (todas místicas, todas hippies) el milagro total y nos vayan cerrando lencerías y librerías. Desmantelar el estado del bienestar solo interesa a los que poseen un estado del bienestar alternativo. En ese grupo de llegadores natos está la nobleza antigua, devenida ahora en otra cosa, pero igualmente saneada en las cuentas o está el congraciado con el poder, arribista sin más credencial, que lampa por escalafonar a base de lametón y arrullo a pie de congreso del partido. Nunca sabe uno bien estas cosas, pero las intuye de un modo asombrosamene creíble. Algunos de esos habrá en la recámara de las grandes ideologías y de los sacerdotes de los mercados. Dejamos de ser individuos para ser consumidores y ahí se produjo el crack, la rotura interna, la fractura que abrió todas las demás fracturas. Y se fueron calando los huesos en la tierra. Fin.
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