El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices
Abel Dufresne
Se está siempre enfermo de algo. A la enfermedad le hemos atribuido los males más enormes, pero no deja de ser una extensión inevitable de la vida. No se puede vivir eternamente, ni tampoco sin que nos castigue la flaqueza o nos atropelle incluso. Hay enfermos convencidos de la inevitabilidad de su afección. A fuerza de repetir gestos y de convivir con los síntomas, han desarrollado una alegre relación con ella. La aceptan, la sobrellevan, hasta se atreven a no considerarla seriamente y, en ocasiones, desoyen las admoniciones, no caen en la sencilla cuenta de los consejos de los galenos y permiten que esa enfermedad se instale en ellos, como si no hubiese remedio o como si, de haberlo, no mereciera la pena en modo alguno su tratamiento. Hay también enfermos que se han acostumbrado tanto a su mal que no sabrían qué hacer si les faltara. Han hecho una literatura que lo explicita a los demás: cuentan si duermen bien o mal o no duermen en absoluto, narran con angustiosa vocación novelesca el sufrimiento que les postra en la cama o en un sillón, alejados de la vida de verdad, la de los seres sanos que pasean y acuden al trabajo y salen de cañas con los amigos. Cuando mejoran, pues casi todas las enfermedades tienen fases y ceses, ya no saben de qué hablar, con qué entretener el ocio de los otros.
Tuve un amigo, al que no veo hace tiempo, que no tenía iniciativa en las conversaciones. Se adhería con pudor a las que ideábamos nosotros. Era extraordinario el modo en que perdía la timidez cuando le aquejaba algún mal. Se explayaba admirablemente en el relato minucioso de su enfermedad. No sólo reportaba su dieta, insistiendo en si en ella abundaban las legumbres, que detestaba, o la fruta, de la que jamás emitía opinión favorable alguna, sino que nos confiaba la estadística de los kilos que ganaba o perdía. En otro orden de cosas, o en el mismo, extendido como una consecuencia natural del primero, profería ardorosas defensas de su adorable madre (a la que conocí), esmerándose en expresar el extremo cuidado que, cuando enfermaba o recaía, le dispensaba, mimándolo de un manera tan profesional que aplaudía cada pequeño síntoma que indujera a pensar en que la enfermedad le visitaba de nuevo. No disimulaba esta incompetencia sentimental; bien al contrario, la potenciaba. Admitir cuán débil es uno quizá sea un signo de madurez, no lo sé. De él me queda ese recuerdo narrativo, el de la enfermedad yendo y viniendo por su sintaxis. No creo que haya rebajado esa afición suya a encontrar vigor en la flaqueza. De hecho es un recurso admirable, un mecanismo de defensa magnífico. Ignoro si tendrá quien le mime, alguien con quien caer enfermo a placer. Sé que cuando le vea, si sucede, le preguntaré cómo está y no tendremos prisa ninguno de los dos. Mientras nada nos perturbe, dejaremos que pase el tiempo. Seremos felices, nos consolará escuchar los avances del mal. Quizá eso nos haga bien. Qué raros somos.
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