11.4.09

Borges en el patio de los naranjos, en Viernes Santo...

Los almuédanos de la mezquita llaman a la oración, pero el patio de los naranjos de Córdoba está tomado por devotos de la Vírgen de la Soledad , por sensibles fieles de la Buena Muerte y por afectados turistas que, ajenos al runrún teológico, toman imágenes de muchos píxels con sus cámaras de última generación: no les incumbe el tesoro bibliográfico, las historias de cada penitente y la literatura de los anales de la cofradía que porta los pasos; están engolosinados con la fascinación plástica, les está entrando por el ojo vivo, por el ojo cómplice, por el ojo limpio, la belleza, que no tiene ningún contrato con las ideologías. Ayer tarde y ayer noche estuve a pie muerto en ese patio, reclinando la mirada, buscando el asombro en la majestad de las figuras, recapacitando sobre la condición misma del arte y de la infinita capacidad humana para someter la verdad sobrenatural, la revelada por los miedos ancestrales y por los dioses primigenios a la verdad tecnológica, a la hipnosis nihilista de estos tiempos.
Si vivir desazona, si la vida es siempre un vaciamiento, la fe procura asideros firmes, no tengo ninguna duda: he visto muchos hombres y muchas mujeres llorar durante esta Semana Santa y no creo que ese desbordamiento de la emoción sea por cuestiones estrictamente religiosas. El que mira una figura de un Cristo o de una Vírgen está contemplando una película en la que discurren todas las metáforas que los apóstoles alumbraron para explicar la nueva fe: todo eso está registrado en el dolor de los cuerpos. El cristianismo se explica desde el dolor y en Semana Santa el dolor entrega su más sublime presencia, la que limpia toda incertidumbre y recaba adeptos, acólitos, fieles que consolidan el fervor y laicos o descreídos o incrédulos que aceptan la belleza sin más argumentos. No los hay. Anoche no los hubo: únicamente la noche en Córdoba, el patio de los naranjos de la Mezquita, el tránsito de palios y nazarenos hacia la oscuridad vigilada del templo árabe súbitamente convertido en claustro cristiano. Y el descreído que me bulle dentro no protesta, aunque algún amigo muy cercano me pregunte si de pronto estoy entrando en un lento pero firme proceso de conversión. La cofradía de la belleza no posee credo. Lo que sí me da una pequeña zozobra es pensar qué sentirá el crédulo, el que cree en la doctrina y comulga y conduce su vida por esa camino. Qué vivirá que yo me estoy perdiendo.
Borges, al que hace tiempo que no acudo en El espejo, era un escéptico, pero pidió incesantemente la revelación que le hiciera entrar por las puertas de la fe. Tal vez su literatura fue fruto de ese descreimiento, de ese desvalimiento que le facultaba para crear sus parábolas y forjar su cosmogonia. Anoche Borges hubiese disfrutado en el patio de los naranjos: sin ver, sin contemplar, escuchando, oliendo, imaginando el dolor en el gesto del Cristo en las alturas, la suprema agonía de la Vírgen, la saña del centurión Longino con su lanza, la música turbia y solemne que precede al ingreso de las imágenes en el templo...

2 comentarios:

Isabel Huete dijo...

Yo, que no me pierdo entre velas y rezos precisamente, me encandilo ante un paso de semana santa. Y no sólo me parecen arte las figuras o los pasos, sino, incluso, todo lo que suspira alrededor de ellos. Y me dejo llevar porque no me altera pero sí me conmueve.
Debió ser una noche gloriosa. Mientras, aquí, en el pueblo manchego en el que estoy, se susendió la procesión por la lluvia.
Besazos.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Ni yo, pero hay evidencias incontestables: esa cofradía de la belleza a la que me refería, Isabel. Fue una noche gloriosa que me hizo reconciliarme con algo que he vivido toda mi vida, pero que había olvidado... Un beso grande, amiga.

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