29.10.19

Travis Bickle ha estado de visita en casa




Uno exhibe sus vicios a la espera de que alguien los comparta, por considerar que no son exclusivos o por entender que difieren mucho de los ajenos, a lo poco que se fija en ellos. Estamos muy solos y la vida es muy corta. Mi amigo A. decía que más valía borracho público que alcohólico anónimo, ocurrencia que podría rebatirse fácilmente, pero tiene su pequeño fundamento narrativo, su legítima vocación revolucionaria. Recuerdo haber colgado en un piso en donde viví solo algunos meses esta fotografía de Taxi Driver. La recorté de una revista de cine y la apuntalé a la pared con cuatro chinchetas. Estaba junto a una cara enorme de Jimi Hendrix y la icónica portada de Wish you were here de Pink Floyd. Ahora que no tengo paredes en donde colgar fotografías (entiéndase: no tengo veinte años y vivo en familia por lo que uno se frena en lo que puede, aunque cuadraría Inocencio X pintado por Bacon o la lengua de los Rolling en mitad del pasillo) cuelgo las fotos que me fascinan en este blog. La cosa es rodearse de imágenes. Hacen tanto bien, son tan nutritivas. De hecho me encanta ir quitando y poniendo. Las busco con mimo y tardo en eliminarlas del editor. En donde escribo, en esta habitación que revienta de libros y de discos, hay una pared un poco menos atestada en donde he ido colocando iconos, fotografías irrenunciables, cuadros de todas esas cosas sin las que no sabría vivir. Es una forma de hablar, ya me entienden: uno es capaz de vivir sin ver una sola película de Woody Allen o sin escuchar Kind of blue de Miles Davis, pero malviviría, me sentiría un poco perdido, sin nada a lo que agarrarme cuando la realidad te aturde. Lo real, ya se sabe, se obstina en contradecirnos, se empecina en poner obstáculos al logro de nuestra alegría. Por eso necesitamos refugios. Los míos son los de casi todo el mundo. No soy particularmente exigente: digamos que me conformo con mi película de Alfred Hitchcock de vez en cuando, mi libro de la Highsmith o mi disco de la primera etapa de Yes, sí, esa etapa barroca y sublime en la que las piezas eran catedrales y Dios vibraba como un corazón al que acaban de concederle un latido extra. En eso, en esas aspirinas para el desencanto emocional, soy normal hasta el desmayo. No veo cine iraní con subtítulos (aunque me deslumbrara el Kiarostami de El sabor de las cerezas) y jamás he leído a Flaubert en francés (aunque me encantara Madame Bovary vertida al español). He renunciado a entender el mundo y me doy por satisfecho con irme entendiendo yo mismo y sacar en claro algo para no molestar en exceso a los demás y, si puede ser, procurarles alguna alegría si estoy cerca. Ha sido ver la fotografía de Bickle y pensar en todo eso, en los años en los que tenía una pared en donde exhibía mi manera de ver el mundo, en los años de la disipación y del descubrimiento, todos esos años en los que éramos capaces de todo.  La memoria es un libro que se abre solo y nos invita a que hagamos aprecio a ciertos pasajes. 

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.