(Tom Gauld)
A veces no cuenta ponerse a la gresca, hacer ver a los demás quién es uno, a qué se enfrentan, hasta dónde es capaz de llegar y toda esa trama de frases con las que hacemos frente a la realidad (tan levantisca en ocasiones) y de las que nos valemos (mal casi siempre) para evitar que nos aparten o nos pisen o nos ninguneen, cosa que no sucede tantas veces como pensamos. La opción generosa (la que irradia bondad y armonía y todas esas palabras dulces que llenan los libros de autoayuda) es la de no envalentonarse con nadie, no caer en la provocación o, caso de que se nos empuje a ella, zafarnos de su veneno, no hacer ver que estamos preocupados o enfadados o coléricos. El verbo que siempre escuché es "montar en cólera". Como si fuese una especie de caballo salvaje que nos zarandeara y no tuviésemos gobierno de nuestro cuerpo: así es la cólera. Alguna vez hemos sido jinetes en esa grupa, la de la cólera, no sé si muchas veces, pero no ha llevado a ningún sitio, salvo al suelo por obra de las maniobras del caballo. Tampoco se tiene conciencia precisa de que la bondad abra todas las puertas y nos conduzca al bienestar al que anhelamos. Lo ideal es hacer como esos bañistas que ocupan la playa, esa muchedumbre de la viñeta del estupendo Tom Gauld. Vamos, estamos, regresamos. Son las mismas cosas las que hacemos, si se mira en detalle escuchamos las mismas consignas, poseemos los mismos gustos y compartimos las mismas representaciones de esas consignas y de esos gustos.
Convivir es el otro verbo del que se me ocurre que podríamos hablar. No sabemos convivir, no se nos instruye con eficacia, incluso pareciera que es la pedagogía inversa la que opera con nosotros: la de enseñarnos a buscar un pedacito de playa en donde poner la toalla y defender ese territorio con todos los medios a nuestro alcance. Son cosas que hemos visto. Se puede matar al vecino de arena si nos coloca la sombrilla demasiado cerca. Hay quien se enciende por menos. En realidad no es el hecho fortuito y un poco intrascendente de la sombrilla clavada en donde no se debe en apariencia, son más cosas, es mayor el daño y la sombrilla lo que hace es romper la tela en donde uno va guardando todas los enfados y todas las injusticias que se cometen a costa nuestra, las de verdad (algunas habrá) y las supuestas, las insostenibles..
Luego hay otro argumento que podría aducirse para abrir el campo teórico de esta reflexión. Me pregunto por qué todos tenemos que ir a la playa. Incluso a la misma playa. La idea que ronda la imagen de Gauld es la utopía invisible (a lo visto) de que tengamos aficiones diferentes y seamos personas diferentes, pero somos iguales, hacemos las mismas cosas y vamos a los mismos sitios. Tenemos esa inclinación perversa en el fondo de no tener iniciativa propia, por si no cuadra con lo esperado o por si no tiene comentarios en trip advisor, ese fantasma del turismo que nos estandariza y nos mueve a frecuentar unos lugares y no otros. Estamos a expensas de un logaritmo. Vas a la playa y aunque no te des cuenta es un logaritmo el que ha tenido parte en tu decisión, unas veces más, otras menos, pero siempre hay algo, una rémora binaria, una especie de fantasma de la máquina. Es mejor convivir en la diferencia, no en lo que nos hace idénticos. Tal vez monte uno menos en cólera si en lugar de ir donde la masa (ese concepto clásico, tan amplio) decide campar por libre, buscar sin saber del todo qué va a encontrar, ser viajero más que turista, como recomiendan algunos con razón. Es difícil, lo es cada vez más. Uno quiere ver el Puente de Carlos en Praga o el Louvre en París o la Judería de Córdoba, pero comparte ese deseo con prácticamente el resto del mundo que puede permitirse ir a Praga, a París o a Córdoba. Quizá ya no queden playas vírgenes.
Convivir es el otro verbo del que se me ocurre que podríamos hablar. No sabemos convivir, no se nos instruye con eficacia, incluso pareciera que es la pedagogía inversa la que opera con nosotros: la de enseñarnos a buscar un pedacito de playa en donde poner la toalla y defender ese territorio con todos los medios a nuestro alcance. Son cosas que hemos visto. Se puede matar al vecino de arena si nos coloca la sombrilla demasiado cerca. Hay quien se enciende por menos. En realidad no es el hecho fortuito y un poco intrascendente de la sombrilla clavada en donde no se debe en apariencia, son más cosas, es mayor el daño y la sombrilla lo que hace es romper la tela en donde uno va guardando todas los enfados y todas las injusticias que se cometen a costa nuestra, las de verdad (algunas habrá) y las supuestas, las insostenibles..
Luego hay otro argumento que podría aducirse para abrir el campo teórico de esta reflexión. Me pregunto por qué todos tenemos que ir a la playa. Incluso a la misma playa. La idea que ronda la imagen de Gauld es la utopía invisible (a lo visto) de que tengamos aficiones diferentes y seamos personas diferentes, pero somos iguales, hacemos las mismas cosas y vamos a los mismos sitios. Tenemos esa inclinación perversa en el fondo de no tener iniciativa propia, por si no cuadra con lo esperado o por si no tiene comentarios en trip advisor, ese fantasma del turismo que nos estandariza y nos mueve a frecuentar unos lugares y no otros. Estamos a expensas de un logaritmo. Vas a la playa y aunque no te des cuenta es un logaritmo el que ha tenido parte en tu decisión, unas veces más, otras menos, pero siempre hay algo, una rémora binaria, una especie de fantasma de la máquina. Es mejor convivir en la diferencia, no en lo que nos hace idénticos. Tal vez monte uno menos en cólera si en lugar de ir donde la masa (ese concepto clásico, tan amplio) decide campar por libre, buscar sin saber del todo qué va a encontrar, ser viajero más que turista, como recomiendan algunos con razón. Es difícil, lo es cada vez más. Uno quiere ver el Puente de Carlos en Praga o el Louvre en París o la Judería de Córdoba, pero comparte ese deseo con prácticamente el resto del mundo que puede permitirse ir a Praga, a París o a Córdoba. Quizá ya no queden playas vírgenes.
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