5.9.19
Un buen día
A la ternura de la que uno dispone se le envalentona a veces la rudeza, cierto apresto brusco que no siempre es voluntario, ni siquiera razonado, sino que acude sin que se le haga concurrir y toma los mandos de la situación. Por mucho que uno se cuide de que no irrumpa, por más que piense en él y lo aparte como buenamente se le ocurra, termina por hacer acto de presencia, a perjuicio nuestro, siempre a nuestra contra. No vale lamentarse, no va a ningún lado que repasemos qué pasó y el porqué de esa repentina representación de la fuerza, del grito sucio, del gesto airado o de la cara contraída, como si un fuego la estuviese quemando. Es mejor, me dice K., no enfadarse por nada o enfadarse por las menos cosas posibles, por las fundamentales, dejar correr lo que nos perturba, no dar cuartel a la ira, que va y viene a su antojadizo capricho; no subirse a la parra (me encanta esa expresión) sin antes discutir hacia adentro, por si se enciende alguna luz, siempre hay alguna que prende si le damos el tiempo o el empeño suficiente . A fin de cuentas todo vuelve a su cauce. El bueno vuelve a ser bueno y el que no lo es (como si hubiese una estadística de eso) vuelve a no serlo. Hay una especie de termostato moral por ahí adentro. Ayer no hubo (pongo por caso) ocasión de que se agite ese instrumento de cálculo. Hay días que no dan oportunidad al desencanto, discurren con absoluta normalidad, tampoco sabemos con certeza qué es normal o qué no, cambian las valoraciones según el ánimo. En esos días de bonanza la maquinaria de la realidad funciona a tu entera satisfacción. Ni siquiera el calor que todavía nos castiga te parece reprobable. No se origina cerca tuya incendio alguno que precise tu intervención. Ni hay fuego afuera ni adentro. Esos son los peores. Los incendios interiores. Una vez se pone uno a hervir, cuesta volver a la situación térmica de la que partiste, que no siempre es la idílica. Puedes ampliar tu capacidad de combustión, puedes arder después de haber ardido o incluso puedes seguir ardiendo cuando no crees que quede nada que quemar, pero insisto en lo de los días felices, los que no convocan accidentes, ni diminutos ni grandes. Faltan jornadas como ésas, no son frecuentes: las que no tienen nada absolutamente maravilloso que disfrutar ni nada absolutamente terrible que lamentar. El de hoy no es reseñable aún. Queda un trecho suyo por recorrer. Esta noche se hará balance, se contarán los incidentes, se pesarán y dará nombre. Vivir es una aventura inagotable. Tal vez no haya que preocuparse en demasía por los reveses, todos esos infortunios o calamidades o percances que sin nuestra aprobación nos acechan y alcanzan, ni alegrarse sobremanera por la felicidad eventual que nos ocurra. Vamos así escalando la dudosa luz del día (como dijo el poeta), vamos festejando la dicha de estar vivos. No hay más, no hace falta que haya más. En adelante voy a esmerarme en enfadarme cuanto menos mejor. En cuanto me acostumbre y disfrute de esa holganza espiritual, no podré regresar al modo brusco, no permitiré que la mala idea (hay tantas, son tan fáciles de adquirir) me conquiste.
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