La tos me ladra en el pecho, lo hace trizas con dentelladas bruscas, pero lo que duele de verdad es el espasmo después del bocado. No piensa uno en sus pulmones hasta que truenan. Es un fuego bastardo la tos. Quema a conciencia, se esmera en su oficio. La tos, esta tos bronca de animal acorralado, es un festejo del mal. En cuanto flaquea la salud, hace uno sus cábalas, monta su chiringuito metafísico privado. No siendo nueva, intimo algo con ella, sé cómo procede, cuándo se retira, me atrevo a tutearla. La enfermeras es un género literario. De ahí que uno decida contar el destrozo, explicar cómo procede cuando irrumpe, si tiene piedad o arrambla a su antojadizo capricho. Al final hay luz, siempre la hay. Llevamos los dos veinte años de trato. La veo venir y no me entristece su visita. Es un peaje, quizá uno poco cruento, comparado con otros, puesto al nivel de los que se ven a diario y devastan con más entusiasmo y fiereza. Hoy he amanecido con un pulmón sano o quizá los dos. Es provisional la mejoría, volverá a emponzoñarme de nuevo, hará su casa en la mía. No hay remedio inmediato, tan solo el arnés de la paciencia, que es un placebo moral en el que uno tiene ya predicamento y soltura. Recuperaré la voz, habrá aire otra vez, irá a su bola por mi cuerpo, celebrando los dos ese ayuntamiento carnal. Alivia contar estos quebrantos minúsculos. Cuando acudan otros más graves, que vendrán y serán oscuros, no tendré con qué consolarme. Por eso escribo. Por inercia, por explicarme el mundo, nunca hubo otro motivo.
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