9.8.18

Claudio se me está yendo de las manos

Hay libros que leo a ratos, libros que me ocupan un verano entero y a los que les profeso un afecto sincero, pero que no llenan, no completan nada a lo que le faltara una pieza o, mucho más sencillamente dicho, no entretienen, pero hay libros que empiezo y acabo en días, en uno a veces, si me envalentono y dispongo del tiempo, no dándoles tregua, mordiendo las horas, pensando en qué sacrificar para que la lectura dure más de lo que suele. También hay días que parecen libros, días que ocupan una vida entera y a los que uno se acoge como si fuese un refugio, pero la verdadera vida está en otro sitio, siempre está por ahí, en un lugar que no es el nuestro. No sabemos qué sacrificar para que se nos plante delante. Tampoco sabríamos qué hacer con ella. Quizá por eso existe la literatura. Sirve para llenar el alma o para entretenerla, cuando es preciso. Al alma hay que saber llenarla, pero incluso se acepta un llenado ligero. Interesa que no esté vacía. No hay forma de saber si uno atina en el contenido elegido, si se puede entrar en valorar el llenado ajeno. Uno no es lo que lee ni lo que, en mi caso, escribe. Uno es casi siempre lo que desea leer o escribir. Yendo más lejos, uno es lo que desea vivir, aunque en ese anhelo entre la literatura si se le hace paso. Al final va a ser cierto eso de que no es posible conocerse. Que andamos mudando. Que a lo sumo alcanzamos a conocer a los que amamos, y hay días como libros ligeros y días que huelen a novela que atrapa, de las que te hacen daño mientras la lees y cuando la has acabado. Las de este verano (La carne, Rosa Montero, no su mejor novela, pero buena; La desaparición de Stephanie Mailer, Joel Dicker, el más grueso y el más flojo de todos;  Ordesa, Manuel Vilas, una maravilla Vilas,  y ahora El ejército furioso de Fred Vargas, otra delicia del comisario Adamsberg, uno más de la familia) me han restado tiempo de escribir la mía, que avanza a trompicones, lamentando que no tenga madera de novelista (tal vez de poeta o de cuentista, y madera endeble y sin lustre la usada, por supuesto) y se precise una vida alternativa para acabarla, más siendo (a mi edad, qué poca cabeza) la primera. Hay maravillosas ocupaciones alternativas cuando uno no lee ni escribe, pero este verano (por muchas razones) era el verano de los libros, los propios o los ajenos. Ahora sigo, en cuanto acabe el post, con mi novela, hace mucho que no hablo de ella, por cierto. Tengo amigos que me preguntan y les cuento lo primero que se me ocurre, que va bien y va lenta, que he pensado dejarla varias veces y siempre encuentro el camino de vuelta y que los personajes (cuatro o cinco) se me aparecen en la calle, al pasear, cuando entro en el supermercado o en el bar a comprar tabaco o pedir un café. Por decirlo de un modo brusco, estoy en disposición de hacer con ellos lo que se me antoje. Probablemente ese es el mayor placer, el de hacer que avance a capricho la historia y de que sus personajes la crucen a completa decisión mía. A uno de ellos, Beatriz Acevedo, la acabo de hacer sufrir lo indecible, está padeciendo lo que no se esperaba. Quizá sea un poco culpa suya. Hay veces en que las circunstancias de la trama corren solas, no precisan mi intervención o, en todo caso, lo que necesitan es una leve vigilancia, un temple, por si se desmanda todo o por si tiene que llegar papá y poner orden en el cuarto de los juegos. Tengo que atar en corto a Claudio, se me está yendo de las manos. Peor que ese detalle, el írseme, es el haber borrado accidentalmente (torpeza mía, gran torpeza) un puñado de hojas recién hechas, doce, una locura. No hubo, por más que me empeñé, manera de resucitarlas. Quizá no se hayan perdido del todo y anden por ahí, en mi cabeza, pidiendo que se las rescate y hagan su oficio de contar, que es el único desempeño que se les pide. Yo, mientras tanto, lamentando mi descuido y tratando de dar con el hilo desde el que enmendar el roto. 

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