29.12.17

The Crown / Segunda temporada



Ironía y también academicismo y la creencia en sí misma por encima de los corsés de la época en que nació, siendo mujer y no una mujer al uso de esos tiempos, sino una sin el arraigo literario habitual, esto es, de literatura hecha por hombres para ser leída por hombres,  y volcada a tiempo completo en su obra, en un puñado de novelas  en las que el amor era el motivo, aunque lo explicado en su discurso no era prudente ni mesurado. De Jane Austen tengo siempre la idea de que fue una avanzada. Por más que haya disfrutado Emma (a mi entender su culmen creativo) o Sentido y  sensibilidad, las novelas, o haya apreciado su volcado en películas, me quedo con lo más acendradamente inglés que exhibe, su costumbrismo. Ayer noche, viendo la excelente segunda temporada de The crown, pensé en Austen, en lo que Austen ha trascendido, en qué Austen tenemos aquí con la que contar para contarnos a nosotros mismos. 

De The crown sólo hay que emitir agradecimientos: con qué escasa materia narrativa se construye la serie y qué sensación de plenitud proporciona, qué precisión en lo narrado, cómo fluye sin brusquedades, sin que nada se eche en falta ni sobre. The crown es un regalo a la inteligencia, la que uno disponga, no defrauda al poco exigente (por supuesto) ni a quien la degusta con el ojo y la cabeza muy abiertos, cual gourmet. Lo de menos, en su declaración de intenciones, es la trama política, que la cruza inevitablemente: importa la humanidad de unos personajes abismados en el protocolo rancio y acartonado, muy impregnado de la apariencia, encordelada, por completo ajustada a la deferencia, al sostenimiento de unas tradiciones que, a la luz de los tiempos, no pueden permanecer ciegas e insensibles y contra las que batallan con voluntad y con temor también. Se aferra uno a ese estilo de vida por distar tanto del propio, lo acepta literariamente, por decirlo de alguna manera, considera que el fondo de todos esos personajes es el mismo que el del común de los mortales, los laceran parecidos o idénticos dolores, se congratulan de las mismas alegrías y concurren en ellos, por obra del excelente guión, también las mismas humanas frivolidades, no pudiendo ser (obviamente) de otra manera, cómo podría serlo, pero la serie (en eso reside su grandeza) hurga en lo humano, ahonda en lo humano, alcanza el grado de verosimilitud y de empatía necesario para que esa casa real (poblada por gente ajena al mundo, invisibles, alienígenas casi, por decirlo bruscamente) no se despeñe en la pompa que la circunda, en ese boato limpio y perfecto, sino que se arrime a las peripecias más llanas. Nada que no hubiese dejado escrito Jane Austen, por otra parte. 

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