Pronto abrirá el día. Cuesta pensar que estuviese cerrado. No sabe uno bien cómo entender que de pronto exista algo que nada lo presagiara. El día, su irrupción, es siempre un prodigio, una especie de milagro. No por visto las veces bastantes se deja de sentir esa congoja, la de lo extraordinario, con la sensación de gratitud y de perplejidad también ocupándolo todo. Lo oscuro de la noche invita a la claridad del día. Salvo que haya trasnochado, cosa que últimamente no puedo permitirme,ay, siempre me gustó presenciar la entrada del día, la retirada de la noche. Creo que no hay parte del día que iguale en belleza a esta. El atardecer rivaliza con el alba pero pierde en la parte sentimental, en lo que siente el corazón recién despertado. Al romper el alba, al precipitarse la luz como suele, se imagina uno mismo que también se rompe y se precipita algo adentro también.
Tuve un amigo que pedía a Dios que le ayudara a escalar la cumbre del día que, al abrir el portal de su casa, se ofrecía a sus complacidos ojos. No era cristiano o decía no serlo pero ese rezo lo practicaba sin desmayo a diario y lo recomendaba por sus efectos saludables, decía. Lo probé unos días, quise andar ese camino suyo, por ver si diciendo a lo bajito esa plegaria mínima el día sería bonancible o dichoso o festivo. Lo hice a sabiendas de que no era un proceder mío, sino un anhelo poético. Dios es un anhelo poético.
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