A menudo tengo la sensación de que hablo más de la cuenta o de que escucho menos de lo que debiera, pero me consuela pensar que hay quien tendrá la sensación contraria, la de creer que habla menos de lo que debiera y escucha más de la cuenta. Para que alguien escuche tendrá que haber alguien que hable. Esa formulación sencilla de las cosas, una evidencia estadística es lo que es, puede ser llevada al extremo sin que se nos escurra el argumento capital que la sostiene: quien escucha mucho es porque tiene a mano alguien que habla mucho. Lo uno no se consolida sin el concurso de lo otro. No se trata de ponderar ambas, de darles un peso o de ocuparnos en deshacernos de una por mérito sobrevenido de la otra. Lo ideal sería que ambas conviviesen sin que se pisasen, no incurriendo en el vicio común de vestir a un santo desvistiendo a otro. La palabra, en decir de Montaigne, es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha. Si se me insulta y no respondo, el insulto me incumbe, entra en la consideración de lo que me pertenece. Montaigne en lenguaje de la calle diría aquello tan nuestro de que quien calla otorga. El silencio tampoco soluciona nada, la verdad. Quien no habla detenta una especie de ventajoso posición de privilegio. Más que no conceder con la callada, se arroga el lugar del que no interfiere, de quien no se involucra, quizá por estar al margen de lo expuesto o por no creer que merezca ningún esfuerzo meterse en faena, lidiar con respuestas y con manifestaciones. Lo hablado se lo lleva el viento a veces; en otras, cuando no es el viento fuerte o cuando lo dicho es especialmente llamativo, permanece, se afianza en la memoria del que lo recibe y hasta pugna por ser difundido, pese al poco interés de quien lo formuló. Cuántas cosas hemos preferido no haber dicho o cuánto deseo tuvimos de que no se escucharan con atención. Es habitual el arrepentimiento, la sensación de que se nos fue la boca, de que no supimos guardar silencio cuando debimos. Hemingway escribió que son los pocos los años que precisamos para aprender a hablar y toda la vida la necesaria para aprender a callarnos. También hay quien habla mucho con tiento y con absoluto recelo de lo suyo, a pesar de la verborrea y del abuso. No hay manera de que descubras nada privado, ninguna evidencia de si duermen poco o mal o a pierna suelta o si tienen problemas conyugales o disfunción eréctil. Pueden explayarse extraordinariamente sin incurrir en nada que delate su yo interior, el íntimo, el que custodian con celo y sólo muestran en muy contadas ocasiones. Es pieza frecuente que quien les escucha, baje la guardia, piense que puede intimar abiertamente, contarles lo que no se suele, abrirse en canal corazón adentro, pero no hay réplica, no se produce el efecto contrario, yo me abro porque tú lo has hecho, yo te confieso lo que poca gente sabe porque tú has confiado en mí. Escribir alivia de esta incontinencia verbal. Es posible que escribir quede en una especie de evacuación de esa pulsión interior no satisfecha. Se puede alargar uno cuanto le plazca, no hay reglas, no se tiene noticia de que haya oficio más libre que el de la escritura, salvo otro en el que se concilien los mismos requerimientos creativos. Se puede hablar a capricho, escribiendo. No sé si soy de los incontinentes o de los contenidos, en todo caso. Hablo más de la cuenta, siempre fue así, no creo que a esta altura de la historia me convenga cambiar el número de líneas del actor principal.
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