I/ Fundación de la épica
Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.970. Para que alguien sea John Wayne no se precisa conocerlo, ni haber visto un sólo western, ni montado a caballo, ni enfundado un Colt. Luego fui Peter Parker y fui Spiderman. Durante años los tres (Peter, Spidey y yo) compartimos madre, padre y abuela. Un buen día (no sé si realmente fue bueno, pensado ahora) les dije adiós y no fui nadie en adelante, salvo Emilio Calvo de Mora Villar. Ni mi padre, ni mi madre, ni mi abuela advirtieron mi renuncia, ni apreciaron que yo hubiese decidido sentar cabeza. Más tarde la cabeza se levantó como a veces lo hacen las cabezas. Tampoco se percataron, suele pasar que la familia no está pendiente de las cogitaciones heroicas o superheroicas de sus vástagos.
II/ Fundación del caos
Si no hubiese conocido a John Wayne o al trepamuros probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka no habría conocido a Musil. Sin Musil jamás hubiese tenido ocasión de penetrar en Benjamin. Ni en Kirkegaard. Tampoco Pessoa o Bukowski. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.970, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale.
III/ Fundación de la rutina
Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.970. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo.
IV/ Fundación de la religión
IV/ Fundación de la religión
Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Yo creo que nacemos laicos. Los dioses nos los van metiendo como la tabla de multiplicar y la costumbre de saludar cuando se entra en un sitio. Al poco, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con Raúl, José Luis, Segura y Lendines. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados.
V/ Fundación de la mística
Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura.
VI/ Fundación del después
VI/ Fundación del después
La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése que apunta con su Colt al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Produce zozobra que seamos el mismo que hace cuarenta y cinco años. Zozobra y perplejidad. No entra en cabeza sensata que algo de aquel yo persista en el yo de ahora. Se deben haber perdido cosas, las que se ganaron debieron ocupar el sitio de las que sobraban. Piensa uno que fue John Wayne y hasta puede que no sea cierto. Cree uno haber sido muchas cosas, pero la realidad es que no fuimos tantas. Quedaron los deseos de ser otros, fueron esos deseos los que persistieron e hicieron que ahora (el ayer no existe, el ahora es leve, el mañana es falso) nos dé por ocupar el tiempo con estas frivolidades de quiénes pudimos ser y durante cuánto tiempo, pero sobre todo, con qué motivo, cuál fue la razón que nos empujó a fascinarnos por los demás y fantasear con la posibilidad de convertirnos en otros, en héroes y en dioses, El Emilio que vino después siguió siendo hijo y luego fue padre. No se cree nadie que el de la fotografía llegase tan lejos, hiciese todo lo que hizo, escribiese algunos libros, y leyese cientos y cientos de ellos, viajara a sitios muy lejanos, mantuviese amigos de esa infancia y nos los perdiese (como se suele) por el camino, encontrase el amor y el amor lo encontrase a él o como quiera que pasara o como todavía sigue pasando. No soy yo el de la fotografía, cómo habría de serlo, de qué manera podría entenderse que ese muchacho delgaducho (yo fui muy delgado, yo fui muy delgado, de verdad) viviese todos esos días y durmiese todas esas noches para estar ahora, sábado por la tarde, sentado frente a una pantalla escribiendo como suele, sin saber bien los motivos de la escritura, pero tampoco entiende los motivos para no escribir, de modo que pesa más el deseo de hacerme oír, de contarme las cosas por ver si a fuerza de pensar en ellas acabo por comprenderlas, aunque no tengo confianza en que nada de lo que haya hecho o nada de lo que haga en el futuro zanjará esa incertidumbre que lo mueve todo. Hoy me hizo nuevamente feliz ver la fotografía de 1970 en la que soy John Wayne, y sin tener ni idea de quién era el tal John Wayne, qué cosas.
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