31.5.17

El mundo gira


Something wild, Jack Garfein, 1961

Se quiere ver como ven los demás, no se inventan excusas, no hay argumentos con los que no echar el paso al frente y unirse a los otros. En cierto modo, hemos sobrevivido porque hemos compartido. La humanidad necesita un patrón que la cohesione, una especie de modelo estético o ético o económico en el que perderse entre la masa. Todas las religiones han partido de este precepto: si se venera al mismo dios, se cultiva la misma tierra y se reparten sus frutos o se pasean los mismos senderos y se cuidan para que nadie los arruine y se echen a perder. Con el arte sucede lo mismo. Adoramos la belleza, la sublimamos, nos inclinamos ante ella como el que se postra ante su divinidad, porque nos hermana, nos permite llorar juntos o reír juntos o aprender juntos. Somos una raza noble, aunque todavía emporquemos esa nobleza con la barbarie, con la brutalidad. Somos esa niña que camina con incredulidad hacia no sabe bien dónde. Sabe que otros anduvieron antes, sabe que vendrá otra. Al final quien sobrevive es el cuadro. Es el cuadro el que hace que el mundo gire. 

30.5.17

Todo es hermoso

Hay ocupaciones banales que incomodan la ejecución de algunas tareas más elevadas, pero habrá quien prefiera poner el lavavajillas o tender la ropa antes que meterse en la faena de recorrer junto a la Maga las calles de Paris. Luego está aclarar qué es elevado y qué no. Si no hay también un cierto nivel de excelencia, del tipo de la que despacha el arte, en la ejecución de esas empresas menos nobles, pero inevitables. Barrer mi casa puede parecerse, en cierto sentido, a acomodarse en el sofá y abrir Rayuela por cualquier parte, ya saben que se puede, y acometer la lectura de su trama. Vivir es tener siempre a mano un plan de evasión. Cada uno formula en su cabeza el que más le conforta. Quien se extasía en la contemplación de una bandada de pájaros sobre unos árboles o quien pasea tozudamente las calles en la creencia de que el amor le robará el corazón y volverá a casa prendado de un rostro o de una manera de andar. Quien se esmera elaborando un arroz caldoso o se viste de forma admirable. Quien sabe de qué forma coger la cámara y qué mirar por su lente y hacer fotos brillantes. Tengo algunos amigos (Fernando, Rafa, Joaquín, Pedro)  que hacen fotografías estupendas. Poseen algo de lo que yo carezco: saben mirar y extraen de lo mirado algo único, que yo no comprendo y que me hace feliz al contemplarlo. No tengo ningún argumento que haga de la escritura un oficio de más fuste y nombradía que otros comúnmente rebajados, declarados universalmente de un rango menor; oficios que pueden llevarse a término chapuceramente o con absoluta maestría. Ayer vi a un carnicero despachar una pieza en su mostrador y quedé hechizado por la soberbia habilidad con la que apartaba los trozos inservibles, extraía los útiles y mimaba el vuelco de la pieza, procurando no malograr un ángulo sobre el que el cuchillo entrara más limpiamente, concentrado en no cometer error alguno, como un bailarín ocupado en no perder una nota de la música, mágicamente izado sobre el suelo. No solo está la literatura o la escultura o la música: al arte le concierne cualquier disciplina. Se puede lograr un grado absoluto de brillantez en casi cualquier cosa que podamos pensar. Incluso ahora, cuando me ocupe de mis clases, cuando pregunte y me pregunten, cuando aprenda y enseñe. 

25.5.17

Dioses

Siempre quise escribir sobre Dios. Creo que mi interés en él es más literario que otra cosa. No se me ocurre personaje que concite un interés mayor, ninguno con una carga sentimental o trágica o lúdica o patética mayor. Toda la filosofía es una extensión de este deseo mío, pero yo no quiero ser filósofo. Tampoco creo que pueda conocer mejor a Dios siendo filósofo. Los teológos, contrariamente a lo que puedan decir el sentido común o la experiencia que uno albergue, no tienen mucho más que decir. Tienen amarrado a Dios, pero no lo poseen. 

En la novela que estoy escribiendo hay una parte en la que el personaje principal (un voyeur que decide airear sus pecados y sus delitos cuando ve acabar sus días) le pide explicaciones a Dios. No recibiendo respuesta, decide confesarle con más apasionamiento su historia. Se le sincera de un modo que no haría de saber que de verdad está siendo escuchado. En buena medida, la sinceridad del personaje (pongamos W.) es directamente proporcional a la seguridad que posee sobre la inutilidad de su esfuerzo. Dice que profanó o que violentó o que vulneró la intimidad de S. con la convicción firme de que su lamento será aireado, sí, pero no usado en su contra. Trata, por todos los medios que están a su alcance, de salir indemne de todo el mal que ha causado. Por eso busca a Dios. En otra parte de la trama (llevo cien páginas largas, creo que no será mucho más extensa) W. se arrepiente de haber sido tan lenguaraz, de haberlo contado todo, de no haber guardado nada. Desea con toda su alma que Dios no exista. Le molestaría (quizá algo más severo que la molestia) que alguien supiese lo mismo que él. De alguna manera, cuanto más secreto es su pecado, o su delito, más fascinante será y más sentido tendrá haberlo acometido. El hecho de difundirlo (a una persona o a todas o a Dios) no es una liberación, no le supone ningún alivio. Bien al contrario, le atormenta. Cree que Dios es una invención maligna, caso de que sea una invención. También que es una criatura maligna, caso de que no lo sea. La posibilidad de que no haya nada que se escape a su vigilancia le aterra. En perspectiva, el lector es Dios. Sabe de W. cuanto W. sabe. Él mismo le ha entregado esa rendición minuciosa e íntima. El escritor, otra divinidad injertada en la obra, observa cómo avanza su incredulidad, su fascinación por la brecha narrativa abierta. 

18.5.17

El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices



El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices
Abel Dufresne

Se está siempre enfermo de algo. A la enfermedad le hemos atribuido los males más enormes, pero no deja de ser una extensión inevitable de la vida. No se puede vivir eternamente, ni tampoco sin que nos castigue la flaqueza o nos atropelle incluso. Hay enfermos convencidos de la inevitabilidad de su afección. A fuerza de repetir gestos y de convivir con los síntomas, han desarrollado una alegre relación con ella. La aceptan, la sobrellevan, hasta se atreven a no considerarla seriamente y, en ocasiones, desoyen las admoniciones, no caen en la sencilla cuenta de los consejos de los galenos y permiten que esa enfermedad se instale en ellos, como si no hubiese remedio o como si, de haberlo, no mereciera la pena en modo alguno su tratamiento. Hay también enfermos que se han acostumbrado tanto a su mal que no sabrían qué hacer si les faltara. Han hecho una literatura que lo explicita a los demás: cuentan si duermen bien o mal o no duermen en absoluto, narran con angustiosa vocación novelesca el sufrimiento que les postra en la cama o en un sillón, alejados de la vida de verdad, la de los seres sanos que pasean y acuden al trabajo y salen de cañas con los amigos. Cuando mejoran, pues casi todas las enfermedades tienen fases y ceses, ya no saben de qué hablar, con qué entretener el ocio de los otros.

Tuve un amigo, al que no veo hace tiempo, que no tenía iniciativa en las conversaciones. Se adhería con pudor a las que ideábamos nosotros. Era extraordinario el modo en que perdía la timidez cuando le aquejaba algún mal. Se explayaba admirablemente en el relato minucioso de su enfermedad. No sólo reportaba su dieta, insistiendo en si en ella abundaban las legumbres, que detestaba, o la fruta, de la que jamás emitía opinión favorable alguna, sino que nos confiaba la estadística de los kilos que ganaba o perdía. En otro orden de cosas, o en el mismo, extendido como una consecuencia natural del primero, profería ardorosas defensas de su adorable madre (a la que conocí), esmerándose en expresar el extremo cuidado que, cuando enfermaba o recaía, le dispensaba, mimándolo de un manera tan profesional que aplaudía cada pequeño síntoma que indujera a pensar en que la enfermedad le visitaba de nuevo. No disimulaba esta incompetencia sentimental; bien al contrario, la potenciaba. Admitir cuán débil es uno quizá sea un signo de madurez, no lo sé. De él me queda ese recuerdo narrativo, el de la enfermedad yendo y viniendo por su sintaxis. No creo que haya rebajado esa afición suya a encontrar vigor en la flaqueza. De hecho es un recurso admirable, un mecanismo de defensa magnífico. Ignoro si tendrá quien le mime, alguien con quien caer enfermo  a placer. Sé que cuando le vea, si sucede, le preguntaré cómo está y no tendremos prisa ninguno de los dos. Mientras nada nos perturbe, dejaremos que pase el tiempo. Seremos felices, nos consolará escuchar los avances del mal. Quizá eso nos haga bien. Qué raros somos.


16.5.17

Nietzsche es cosa de jóvenes




Siempre me pareció que pecar es cosa de pobres. Los ricos van a otra cosa, no caen en rendir cuentas de la moral, no les incomoda no cumplir los preceptos de la fe, no pierden el sueño si se percatan de que se han descarriado. Lo hermoso de descarriarse es la posilibilidad de que no se nos busque. Se deshace el placer cuando notamos cómo puja la voz de la conciencia.

Al pecado el buen rico lo llama delito. El pobre está doblemente preocupado: le duele haber pecado y le preocupa haber delinquido. Se tiene de la culpa esta visión rancia, mamada a conciencia en los años en que todavía no se ha pecado ni se ha delinquido, en el limbo en el que todavía no te han adoctrinado y no has visto la imagen del espíritu santo ni la de la derecha del padre.

A la Santa Madre Iglesia le encanta que el gobierno legisle con el evangelio en la mano. Los despachos de la administración del Estado conducían (con más o menos comodidad) a la sacristías de las parroquias. De la sacristía al dormitorio de los ciudadanos dista un trecho breve, eso lo sabemos. El pueblo se acuesta con Dios todas las noches. Le pide consuelo, se le entrega sin ambages. Luego hay creyentes de credo fiable, de los que delinquen o pecan sin que una cosa interfiera la otra. Creo que conozco algunos. Creen sin dejarse aturdir, creen con convicción. Otros escabullen el compromiso, no le dan asiento dentro. No creo que ninguno haga daño a nadie. Ni yo, descreído como soy. En todo caso no soy el descreído que fui. No es posible que uno vuelva a los veinte o a los treinta. Entonces las ideas bullían, se buscaba encontrar alguien con quién echarlas a correr, por ver cuáles se cansaban antes o si alguna, en el trayecto, desfallecía y caía, sin métodos que la animaran. Fueron los años de Nietzsche, fueron todos esos años en los que Zaratustra hablaba a mi oído.

Ayer releí (sin detenerme en demasía) algunas páginas de Nietzsche. Páginas sueltas de libritos de Alianza Editorial (portada de Alberto Corazón). Me embobé con Así habló Zaratustra, sobre todo, pero hubo tramos de El Anticristo o del Ecce Homo. Pensé en mis años de precocidad filosófica. Fue una época deliciosa en la que pequé a sabiendas y no delinquí a posta. Años entonces de cafés preñados de filosofía. Éramos jóvenes y éramos épicos. Nos importaba encontrar a Dios o demostrar que no había manera de encontrarlo. De ahí el apresto hermoso de Nietzsche. De ahí que todavía hoy (muchos años más tarde) sienta yo una quemazón cuando extraigo del anaquel todos esos libros de Alianza, los de las portadas de Alberto Corazón, los que leíamos en casa de Auxy cuando el mundo era un juego o cuando quisimos que lo fuese.

Los pobres leíamos a Nietzsche con más devoción. Creíamos que allí estaban las palabras con las que podríamos salvarnos. Las recitábamos, hacíamos que fuesen un himno por los bares que frecuentábamos. Después Nietzsche flaquea, no se le encuentra el fragmento grandilocuente, la frase que vibra en la cabeza días enteros. Creo que sería incapaz de volver a leer todo aquello. No hay lo que hubo entonces, no tengo el corazón revolucionario, no me parece correcto hablar de nihilismo los viernes cuando salimos de cañas con los amigos. Nietzsche es cosa de jóvenes. No sé qué convendrá para esta edad que detento, no tengo ni idea. Tengo que buscar mi filósofo de barra. Necesito uno, aunque sea al final, cuando esté achispado y no tenga gobierno de lo que hablo.

Yo

yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible, 
yo solo, fractura de aire en el aire,
 mordida evidencia de la tarde abismando su cansancio sin abandono en la página, 
en los gestos, 
en mil novecientos ochenta,
leyendo Stan Lee, 
tal que un dios abismado en el vértigo de su obra,
tan mío ya sin signos de destrozo, 
pensando en Kant, pensando en la novia de los quince años, 
en el almíbar poderoso de los ojos y en la carne alborotando la semilla perdida en el fondo del alma, 
por el fuego siempre indeciso, 
abrevando en la llama, 
luz que agoniza, 
de pronto con la voz de Joe Cocker en el blues del caballo ahogado por el vértigo, 
en el eterno blues enfermizo, 
en la noche improvisada, 
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes, 
gente de azafrán y gente de clausura perfecta, 
gente donde antes una acera oscura y un dibujo de lluvia,
gente que me confía el dolor de las horas, 
el terrible dolor de las horas, 
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo, 
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras,
el vértigo en un viernes sin sacerdotes, 
en un viernes limpio de ceniza y de llanto, 
en un cielo de alacranes, 
en una turbamulta de alucinados, 
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso,
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento, 
elevado a todas las máximas potencias, 
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras, 
gozosamente mercenario del júbilo de la carne, 
con jadeos y yo gimiendo, 
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria, 
en jueves de lluvia antes de abrir el día y antes de entrar en las horas, 
como pregunta porque no sé manejarme bien en ser respuesta, 
ataviado de mí mismo a salvo de los disfraces que se van apareciendo y me miran, 
en la piel del aire, ardido, precario, proletario, 
varado en mi ser, 
sin salir a la calle, 
sin contemplar el vértigo y la fiebre, 
sin registrar la travesía que va de lo muerto a lo muerto, 
sin futuro, 
con rimel de fonemas, 
con cuerda de preso íntimo, 
con vara de mando de yo, 
aliviado y ofrecido, 
con toda esa complexión infame de vecino ordinario que sale por las mañanas y compra el pan y recita buenos días mientras va pensando en los avatares y en los calambres, 
en Chet Baker en Holanda ya muy al final de su vida, cuando le partieron los dientes,
y en Hemingway en Madrid,
escribiendo en un hotel, sintiendo la punzada del toro del caos al borde mismo de la vieja máquina, 
a mi modo muchas veces yo, 
el yo que únicamente ama dixieland,
el yo consentido,
el yo consecutivo, 
el yo convexo,
el que se desvanece y se iza, 
el que se deja invadir el corazón por algas,
algas minuciosas,
algas antiguas,
goloso de aire, idílico y nítido, 
catedralicio, espiritual, 
fingido eco de una voluta de amor muy puro súbitamente abandonado en un sueño, 
inmarcesible, 
yo el impuro, yo el pagano, yo el solo, 
en mi centro exacto, 
en mi sombra cabal, 
en mi afecto antiguo, 
en mi voz sin dios, 
en mi pecho mío, 
cuando la vida iba en serio y también ahora,
conjugado en todas las formas del verbo, 
abierto en canal, expuesto, 
domesticado, yo contrariándome, 
fugándome, explayándome, inventariándome, negándome, vibrándome, 
con Mishima, con su cabeza cortada, con su ojo nipón y kamikaze, 
zombi en La Habana anoche, 
multicanal, dolby surround pro-logic, 
en mil novecientos ochenta sin Jorge Luis Borges, 
aquí enfermizo y prerafaelista, 
ubicuo y perverso, sentimental y hueco, 
yo al borde de mis palabras como una mariposa temblona que olisquea un pétalo y vence la timidez y se zambulle en la esencia panteísta del polen y renace, 
en mi verdadero flujo cósmico, 
izado, vertido, reducido a polvo,
con toda la evidencia gris de mi palabra,
tensando el plectro del alma,
desertando, desertado,
como un pájaro demorado en el alambre, 
astilla de una luz de un millón de años, 
yo el improbable, el fingido a diario, 
convocado por el numen y rechazado por el numen, 
el que resiste y proclama 
oh la dulzura, ah la dulzura, 
pero nada es del todo dulce o nada se endulza, 
en todo hay que abonar un peaje, un diezmo, la contribución al sostenimiento de los valores eternos con los que uno sortea el vivir, 
el saberse muriendo, el atisbar en las distancias avisos de ceniza, 
yo sobrio esta noche, ya nunca hijo de jack daniel's, 
huyendo del libro de las horas, dejando atrás el verde, 
los húmedos verdes de los primeros poemas, 
los poemas sin asunto, huecos por dentro, de una oquedad vistosa, pero sin semilla, 
incapaces de alcanzar la plenitud, 
el holograma de una plenitud, 
yo adán, elegido, creado de un soplo, borrado de otro, 
yo en mudanza continua,
abatido por las circunstancias, cercado por los números y por el frío, 
hurgando en la tiniebla, 
feliz sin saberlo, 
escribiendo, 
yo el festivo, 
yo el inverosímil, 
yo el aterrado, 
con la esperanza de que todo haya valido la pena,
yo el cronista doméstico, el demiurgo delincuente, 
el que piensa en la sangre de pato del poeta en Nueva York, 
en evidencia, yo en conciencia, yo en mi algoritmo secreto, 
en mi pulso hondísimo, 
en lo que más acendradamente soy y por lo que seré en el futuro considerado, 
multiplicado, crecido, superado, 
yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible, 
yo solo, asombrado y entero,
manuscribiendo el alma en una pantalla philips de 22 pulgadas, 
abrevando en la llama, 
luz que agoniza, 
de pronto con la voz de Joe Cocker en Woodstock en el blues del caballo ahogado por el vértigo, en el eterno blues enfermizo, 
en todos los blues de cruce de caminos, 
en la noche improvisada como un muelle,
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes, 
gente de azafrán y gente de clausura perfecta, gente que me confía el dolor de las horas, el terrible dolor de las horas, 
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo, 
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras, 
el vértigo en un viernes sin sacerdotes, 
en un viernes limpio de ceniza y de llanto, 
en un cielo de alacranes,  
en una turbamulta de alucinados,
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso, 
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento, 
elevado a todas las máximas potencias, 
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras, 
gozosamente mercenario del júbilo de la carne, 
con jadeos y yo gimiendo, 
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria, 
en ciernes, en un limbo invisible, 
en toda la extensión fiable de mi asombro recorriendo las avenidas en la noche, 
medrando en júbilo, a salvo de la rutina,
en la fiebre, 
en la creencia de que está dios vigilando los pasos y mirando con celo,
yo, en fin, a pesar de todo, tan previsible

15.5.17

El cuento del fin / Un cuento de ciencia-ficción / Redux

Nos fuimos apretando el cinturón hasta que respirar se convirtió en un lujo al alcance únicamente de gente muy experta que había estado durante años ensayando a escondidas. Las malas lenguas sostenían que estaban avisados y que por eso respiraban con desparpajo y apenas descomponían el gesto cuando el aire travieso les ocupaba el pecho. El tiempo les dio la razón a los agoreros y hubo bajas civiles a pie de calle. El primer caído fue un señor muy enclenque, enfermizo a distancia, que no pudo soportar que todos esos años de despilfarro le estuviesen pasando factura. La autopsia confirmó que el cinturón había reventado algunas vísceras, pero murió en vida (a juicio de su señora esposa) porque desde que la crisis se instaló en la cesta de la compra arrugó el ceño, encabronó el carácter y dejó de disfrutar de las cosas sencillas que antes entusiasmaban su rutina. La viuda de este mártir (al que algunas asociaciones de damnificados de la crisis elevaron al paroxismo de la santidad) se suicidó al poco tiempo, aburrida, convertida en una malhumorada (casi siempre) ama de casa ociosa sin recursos para abastecer de frivolidades la alacena y carente (por supuesto) de imaginación para domesticar la penuria y esperar, en casa, aburrida y malhumorada, el regreso triunfal del capitalismo salvaje, de la bonanza bursátil y de la vida como una vez había imaginado. 

Los suicidios por puro desencanto rivalizaron con los suicidios por pura desesperación. La Santa Iglesia Católica pidió a los cielos celestiales un milagro, pero la cosa estaba tan negra que hasta la propia Santa Iglesia Católica, tan eficiente en el manejo de inconvenientes, sabía que un solo milagro no podría (en modo alguno) enmendar el roto. Como los milagros son escasos y sólo los convoca el numen luminoso de la fe a desvalidos, ancianos y niñas provincianas con ojos abiertos como platos de hambre, los que pedían milagros acabaron pidiendo subvenciones, arrimando el hombro en pequeños trabajos sin entusiasmo y soñando con tiempos mejores. En un alarde de metafísica, el Ministerio de Educación hizo que la fe entrara en los planes de Estudio, pero el pueblo siguió descarriado, ignorando la Palabra de Dios, desoyendo la admonición de los próceres de la Iglesia y, en último término, condenándose.

El Estado, que era un manirroto y no tenía expertos que lidiaran con estos desastres pecuniarios, acabó vaciando las arcas públicas. El primer político que se suicidó ocupó todas las portadas de todos los periódicos y él solito desbancó en interés a problemas antiguos (pandemias casi) como el terrorismo, la eutanasia democrática y hasta las descaras ilegales en la red, pero cuando se registró el quinto suicidio de un político (íntimamente dolido por su mala gestión, convencido de que nada pudo hacer) el pueblo llano dejó de prestar atención y regresó a los vicios de antaño.

Un iluminado vendió la idea de que la falta de confianza en el mercado financiero se solventaba renunciando a todo lo superfluo. Lejos de que esa peregrina llamada al ascetismo causara pánico, el iluminado comprobó que le pedían consejo en televisiones y en tribunas públicas, que su convencimiento de que la austeridad haría que todo volviera a su ampuloso cauce triunfaba. Primero comenzaron a cerrar las tiendas de lencería. Luego las librerías. Las medias, las braguitas de diseño, los sujetadores de alta costura y los camisones de seda importada del Nepal se convirtieron en objetos prescindibles. Vicios privados, dijo alguien.

Algunos iluminados ganaron en prestigio y recorrieron la bendita y jodida Tierra con sus incontrovertibles teorías sobre la bondad de la tacañería. La palabra favorita era recorte. Cuando otros iluminados le descerrajaron un tiro en la cabeza, el mundo creyó que la solución a la hecatombe se alejaba ya definitivamente. Nada más lejos de la realidad. Legiones de adeptos tomaron las riendas de la cruzada. No hubo perturbados suficientes como para acallar aquella marea de gurús enfebrecidos por la cura total. Salieron y llenaron las plazas.

Con el tiempo, después de cerrar tiendas de lencería y librerías, le tocó el turno a las escuelas. Se temía que el cuerpo de profesores malentendiera el discurso consensuado por todas las potencias mundiales y colara en la limpia conciencia de los niños elementos discordantes, notas disonantes, la justa medida de disidencia. También fueron perseguidos los brokers y los desalmados que se lucraban con la penuria ajena. Ya se sabe que en tiempos de miseria, siempre salen ganando los mismos.

Cuando se tuvo la certeza de que la vida tal como la conocíamos había dado pasado a algún tipo de vida completamente nueva, hubo una extraña sensación de calma. En ese limbo perfecto se vivieron años felices. Sin libros. Sin bragas de colores. Sin asignaturas tan incómodas y peligrosas como Educación para la Ciudadanía. La gente deambulaba por las calles con un entusiasmo inédito. Los niños inventaban juegos. Los enamorados olisqueaban los jazmines en los parques y la palabra sms desapareció del vocabulario de todos los adolescentes del mundo. Dejó de haber crisis de valores y la polémica sobre si Dios existía o no fue sustituida por una manso convencimiento de que esas frivolidades teológicas sólo importaban a gente con la panza muy llena o con la panza muy vacía. Tampoco había clérigos de alto rango con inclinaciones verbales perversas, de ésos que se les llenan la boca con el fornicio y malogran mentes sanas con pecados invisibles.

Siglos de pacífica convivencia no silenciaron voces altisonantes que echaban de menos la hamburguesa doble con queso y los partidos de la Champions League de los miércoles. Como no había libros de Historia, las generaciones venideras ignoraban el origen de su mediocre felicidad. Libres de las ataduras del dinero, vivían al día. Sin usura, limpios de corazón. Festines de pobreza. Sin huelgas ni piquetes. Sin agencias de viajes. Sin banda ancha. Sin monedas que validen los deseos. Sin que nadie se lucrara a coste de nadie y sin que nadie fuese atropellado por la avaricia de otro. Sin que la prima de riesgo se colara en los telediarios. Sin que ciberataques demolieran el Estado del Bienestar y se tuviera que escribir a mano el parte médico en los hospitales. De hecho no había telediarios. Las noticias habían desparecido. El interés más alto de alguien sobre un asunto consistía en la salud de los suyos o en algún pequeño delirio morboso alrededor de la vida conyugal de los vecinos.

Y entonces este cronista de sus vicios se despierta, enciende la radio y escucha el parte y se alivia con la crónica de los desmanes que devastan el país y piensa que toda la enfermedad que degenera, gangrena y finalmente colapsa hasta la muerte al sistema financiero no debe ser otra cosa que un reajuste planeado por alguien más listo que uno cuyo fin (aunque no lo veamos, nosotros, los ignorantes) será sin duda poner al pueblo en aviso antes de que la adversidad se torne muy puta y entonces no haya remedio y un día un iluminado saque de la chistera de las ocurrencias (todas místicas, todas hippies) el milagro total y nos vayan cerrando lencerías y librerías. Desmantelar el estado del bienestar solo interesa a los que poseen un estado del bienestar alternativo. En ese grupo de llegadores natos está la nobleza antigua, devenida ahora en otra cosa, pero igualmente saneada en las cuentas o está el congraciado con el poder, arribista sin más credencial, que lampa por escalafonar a base de lametón y arrullo a pie de congreso del partido. Nunca sabe uno bien estas cosas, pero las intuye de un modo asombrosamene creíble. Algunos de esos habrá en la recámara de las grandes ideologías y de los sacerdotes de los mercados. Dejamos de ser individuos para ser consumidores y ahí se produjo el crack, la rotura interna, la fractura que abrió todas las demás fracturas. Y se fueron calando los huesos en la tierra. Fin.

14.5.17

El cordero en casa del lobo


Ayer por la noche se obró un milagro pequeñito: consistió en que el poeta venció al funcionario o en que la luz hizo valer su belleza y derrotó a la sombra o en que por fin las buenas canciones, las que nacen del alma, vencen a las otras, a todas las que nacen de una máquina registradora. No sabía quién era Salvador Sobral ni me ha interesado jamás Eurovisión más allá del pintoresquismo o de la representación grandilocuente y hueca del esplendor de una Europa que hace aguas en las fronteras y se crece en estos eventos circenses. Lo de anoche (insisto) me pareció una especie de revelación: creí que a partir de ahora no habría más luces de colores y que bastaría una voz y una melodía. En definitiva, ésa debiera ser la consigna: voces y notas. Anoche venció la tristeza, que es un recurso de la poesía. Venció la sensibilidad, que es un recurso del corazón. Venció el débil, que fue a casa del poderoso y le convenció. En el fondo, todo estaba pensado: se dejaba que ganara justamente a quien no representa los ideales del festival, al que no los refrenda ni con su imagen, ni con su música, ni tampoco con su parlamento. Fue la fiesta del cordero en casa del lobo, pero este lobo es muy listo. Lo son todos los lobos: se trata de que la caja siga haciendo ruido y de que el negocio no flaquee y algunos digan (sabiendo lo que dicen o sin saberlo) que las cosas están cambiando y que en el futuro todos serán como Salvador Sobral, un tipo iluminado, un intruso, un infiltrado. Anoche ganó el alma cuando antes había ganado la cabeza. Siempre es el mismo debate, nunca fue otro: se trata de que triunfe el bien o de que el mal entretenga. Anoche (ya acabo) ganó la anomalía, que es un defecto del capitalismo. Luego viene la historia interior: la enfermedad de Sobral, su declarado amor al jazz, su voluntad de no entrar en las tripas de la máquina. Ah Sobral, escucha, mi querido amigo: puede que no entres, pero la máquina es terrible, el lobo es terrible, tú eres un cordero, pero anoche triunfaste y obraste un milagro, uno pequeñito, compañero.

Incertidumbre

Me pregunto qué hará Dios  en lo más oscuro de la noche.  Si abrazar la tiniebla es un oficio.  Si el cielo, cuando irrumpe la luz,  está li...