17.1.17

Bibliotecas / 7



Hay bibliotecas que no lo parecen, pero no difieren de las otras, de todas las que has visitado y se han parecido entre ellas. Comparten la idea del orden, esgrimen contra quienes las apartan las mismas consideraciones intelectuales o estéticas: hay que leer, el futuro de un pueblo reside en la educación que reciba, los libros son el legado más valioso del hombre y en ese plan. En algunas de esas bibliotecas que no se inscriben en la norma pueden concurrir circunstancias que las hagan verdaderamente valiosas. Da igual que una furgoneta abierta en un costado (como las que surten de helados en verano) o un improvisado puesto callejero en el que se apilan libros para que el transeúnte los ojeé con vistas a que alguno sea el elegido y se lo lleve a casa. Las bibliotecas que se instalan a pie de playa son privilegiadas por sacar al libro de la pompa con la que se exhibe las más de las veces. Al libro se le confina con excesiva frecuencia en lugares en donde importa la elegancia, la distinción, cierto esplendor acorde al brillo o al mérito de lo que allí se expone, pero la cultura campa mejor sin corsés, sin dejarse catalogar. El hecho de que uno pise la arena de la playa sin calzado, con el torso desnudo, bronceado a fondo, cubierta la cabeza con alguna gorra con visera para hacer que el calor no la derrita, hace que la lectura se aligere también de sus protocolos. Hay literatura de verano como existe de chimenea o de cama, pero lo que se premia es la lectura en sí misma, la facultad de que el lector elija dónde leer y el atrezzo no interfiera en la ella y podamos franquear una novela de mil páginas sin que se nos venga abajo a poco que calienta el sol o el sudor, insobornable, se escurre frente abajo, amenazando con caer a la página y emborronar un par de frases.

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