28.1.17
Bibliotecas / 13
Algunos de los libros que he comprado con más vehemencia estaban en la calle. De hecho no me hace falta con ellos apuntar la librería o la fecha en la que los encontré, como suelo hacer. Puesto a echar memoria hasta caigo en la cuenta de qué hice ese día y tramo en la cabeza una especie de mapa en el que sé moverme con soltura sin que los años pasados hayan cobrado un peaje y algo se me escape. El libro del desasosiego de Pessoa lo compré en un tenderete de libros de segunda mano que en verano se puede encontrar a la espalda de un hotel de primera línea de playa en Fuengirola. Quizá ya no exista, es posible que ahora la ciudad se haya movido y lo haya eliminado. De ahí el valor de los recuerdos. Contra ellos no se interponen los rigores de la realidad. Sigo con Pessoa: cogí el libro y lo metí en una bolsa de playa, junto a la toalla y los coppertones de turno. Lo abrí en la arena, una vez que se clavó la sombrilla y se abrieron las sillas con la estrategia geopolítica habitual. A eso de media mañana, lo saqué de la bolsa y empecé a ojearlo. Pensé que ésa no era literatura para un día de playa, pero avancé lo suficiente como para acabarlo en pocos días. Aquella tarde volví a pasar por el puesto callejero de libros, sin comprar ninguno. Fue en coche, de camino a algún sitio que en esta ocasión sí que he borrado de mi cabeza. Mi tío, al verme leer con ese ardor, me dijo que parara de vez en cuando y me diera un baño, no cayera malo. No dijo otra cosa, fue ésa. Están ahí los dos, sin que yo sepa el modo en que se hablan, Pessoa y Juan, mi tío, entablando un diálogo en el que quizá yo ni pueda entrar. Los libros hacen cosas que no entendemos.
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