Ilustración: Tony Futura
El miedo irrumpe sin avisar. De no tenerlo, de ni siquiera pensar en él, se pasa a notarlo como un cáncer. No hay sentimiento que produzca más inquietud que el miedo. Porque es la puerta a todas las cosas malas que pueden pasarnos o porque, una vez que campa a sus anchas por nuestra cabeza, la realidad es sospechosa y los monstruos merodean por ella como las hormigas alrededor de unas migas de pan. Se puede tener miedo a Peter Pan o a las bufandas. A Buster Keaton o a las mujeres sin depilar. No hay un argumentario, no se tiene siempre a mano un protocolo de actuaciones que lo prevengan o que, llegado el caso, lo haga flaquear o lo aparte sin consideraciones. Hay quienes defienden el miedo. Sostienen que no habría religión de no sentir miedo, que la sociedad (tal como la entendemos) no habría prosperado de no haberlo. Algunos, yendo más lejos aún, lo fomentan. No entiendo otro motivo para que Trump sea el presidente electo del orbe. Los que lo votaron sintieron que hace falta un poco de miedo para que todo avance. La vida es más entretenida cuando la zarandea el miedo. Todos tenemos cosas a las que temer. Posiblemente pensar en ellas haga que no triunfen. La mejor forma de vencer el miedo es invitarlo a que nos visite. De ahí que Trump esté donde está. Me viene Trump una y otra vez estos días a la cabeza. Lo veo pulsando el botón rojo o dándole matarile a los inmigrante o levantando muros o cerrando puertas. Me produce una mezcla sostenible de miedo absoluto y de cosa risible el tal Trump. Como todo en este mundo es binario y se resume en que algo guste o no, sin entrar en menudencias o en honduras, Trump es el bien o el mal absoluto. Dios o el Diablo. Lo que aterra es la certeza de que todavía no ha sentido la erótica del poder, la que le hecho desatender sus negocios (es un decir: los va a afinar y hará que medren) y sentarse en ese trono de hierro que está en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Cuando tome las riendas, no habrá vuelta atrás. En realidad, si no hubiese este trump, haría sido otro trump. Los hay a espuertas. El mundo crea trumps continuamente. A veces los tenemos en la vecindad: no poseen el poder del Trump original, pero piensan y funcionan como él. Fueron los descontentos (los descarriados, los de las colas del paro, los que cierran las ventanas, los que miran el color de la piel o el acento de las palabras) los que le concedieron el beneplácito de la duda y le dejaron encaramarse al poder; fueron ellos quienes largaron a Obama, tal vez desencantados con toda esa maquinaria brillante y también inútil a la vista de que no zanjó el paro, ni ahuyentó el peligro terrorista, ni devolvió América a los americanos, que es una cosa que en Europa nunca entenderemos, por más que se nos explique ese sentido de la propiedad en el que la tierra lo es todo. Trump aprovechó el ruido de las bombasde los demás para sacar a pasear las suyas. Se arrogó la facultad de hacer ensamblar las piezas y, a lo visto o lo escuchado, es posible que termine por cumplir ese cometido.
Todo lo que sabemos de Trump proviene de lo que se han preocupado de airear las agencias de información, pero no hay nada que él mismo no haya podido moderar o suprimir para que la imagen que proyecta sea menos polémica. Es la primera vez (al menos a este nivel, con este rango mediático) en el que vence el mal a sabiendas de que se le está haciendo. Es la mediocridad desalojando a la excelencia. No hacen falta grandes hombres para las grandes causas: tras este episodio electoral se ha constatado el final de la inteligencia. En su lugar, ocupando el sitio al que la izamos, se enseñorea la ruindad, la mezquindad, ese sentido primario de las cosas en donde rige el proteccionismo salvaje, el nacionalismo ciego y el atropello a los derechos civiles. Esta América Blanca que Trump detenta acabará enfrentada con todas las demás Américas, la blanca, la amarilla o la color pastel, da lo mismo. Ya lo está, de hecho. Se ha erigido como valor la diferencia. La escuela perderá con el cambio. Se rebajarán las exigencias: se invertirá menos en las aulas, se debilitarán (más aún) las prestaciones sanitarias (pese a la irrupción del esperanzador ObamaCare) se harán más películas de propaganda militar o nacionalista (más de la que ya existía) y se hará más evidente la extrema injusticia de una globalización que no tiene freno y que terminará por morderse a sí misma y matarse. En dos días se hará la ceremonia de la desolación. Es el comienzo del miedo, pese a que sesenta millones de electores hayan depositado su confianza en su gestión. Es el terror mismo el que ha inclinado el voto: se prefiere abrazar el mal, a sabiendas de que nos devorará, que seguir creyendo en el bien, vista su incapacidad para sacar adelante una hoja de ruta económica o social o sea poco valiente a la hora de acometer la defensa de un país al modo en que el ciudadano norteamericano medio desea que sea defendido el muy amado suyo. Todo lo que el Trump listo ha dispuesto para que esa masa electoral refrende su impostura es lícito, no hay nada que rebatir: no se ha cohibido en su exhibición populista, en granjearse la adhesión de la supremacía blanca o de los ilusionados en una América más grande, como rezaba su lema de campaña. Si no se le amarra, el nuevo emperador de la galaxia hará que echemos de menos a Bush. De ahí el miedo, la constatación de que algo malo está a punto de ocurrir y de que no tendremos ninguna vía a mano para eludir el mal o hacer que pase de largo y no se fije en nosotros. Estamos en la mira de Trump: sin que nos esté mirando, no ha dejado de observarnos. Anoche, sin ir más allá, soñé que Trump y el Ronald McDonald me sacaban de la cama e invitaban a que montase en una limusina enorme con la que recorría unas avenidas de una gran ciudad en la que nunca había estado. Me he levantado con alivio, concentrado en disfrutar del café de primera hora de la mañana, que suele ser el mejor de todos los que tomo. Me relajé en exceso, imagino, puse la televisión y apareció Trump en el telediario matutino. Cambié infructuosamente de canal. Me propuse acabar el día exorcizando al demonio, poniendo el miedo que tuve en el sueño a buen recaudo, bien lejos. Escribir es el mejor consuelo para que se aleje el mal con el que la realidad se obstina en malograr la legítima felicidad a la que aspiramos. No sé si temerlo o tomarlo a chota.
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