20.6.13

Fervor


 Las cosas más bellas son las que inspira la locura y escribe la razón.
André Gidé

Con la razón se pueden hacer cosas hermosas y algunas, bien miradas, aspiran a alcanzar el rango de artísticas. No soy de los que piensan que hay que estar ebrio para que el numen te atraviese y el arte fluya por tu corazón y pongas las palabras en la mano que escribe o en el pincel que pasea el lienzo. En una ocasión, me entusiasmó este diálogo estéril. Concluí con la felicidad de que no había encontrado ninguna idea que me confortara del todo. Ninguna que yo pudiera blandir si alguien me preguntaba o si yo mismo, en una de esas ocurrencias que a uno se le plantan y que lo entretienen, me retara a cerrar con aplomo la cuestión dentro de mi cabeza. Tengo la cabeza llena de frentes y no tengo interés en cerrarlos. Están bien así, dispuestos al galanteo con las ideas de los otros, incapaces de ninguna señal de hostilidad que amedrante a quien viene a contar su historia. Es que amamos las historias. Sobre esa idea se puede entablar un diálogo infinito. Conozco a dos o tres personas (no crean, no más) con las que me perdería en esa viciosa plática. El lenguaje es el vicio. Admito que me demoro en el pequeño burdel con el que a menudo me tienta. Me dejo sin dejar que insista mucho. Incluso a veces provoco yo que me empuje y me aloje en alguna de las casas con las que ameniza los caminos por los que me muevo. Fervor es una palabra que me parece de una promiscuidad asombrosa. Quien posee fervor por algo expresa una voluntad lúbrica. Hubo una época en que fervor me parecía más una palabra inclinada a celebrar lo muy religioso o lo declaradamente espiritual, pero creo que no necesito privarla de la posibilidad de que sea muchas cosas, según el estado de ánimo que tenga. Alguien, el otro día, me hizo pensar en el fervor. El de Buenos Aires o cualquier otro. Fervor. Qué de cosas hay adentro y con qué delicadeza fonética se airean.

Últimamente estoy en un periodo en el que me siento impuro. La pureza de la que ya no presumo era de índole literaria. Después de leer nuevamente a Pessoa (El libro del desasosiego) pasé a una novela fantástica, que me iluminó y me invitó a escribir yo novelas: hablo de Intemperie, de Jesús Carrasco. La invitación, aclaro este punto, duró un día, tras el cual volví al enamoriscamiento con mi blog y a centrarme en lo que de verdad soy capaz de hacer, esto es, escribir sueltos, textos de un minuto o de dos, a lo sumo. Después de Carrasco, leí una muy divertida Historia del Mundo contada para escépticos firmada por Juan Eslava Galán, que anduvo por Lucena y al que no vi, todavía no sé el porqué. Eran buenos libros que prometía la sana rivalidad de otros buenos libros. Así llego Leche, de Marina Perezagua, asombroso volumen de cuentos que tuve el placer enorme de presentar en Fuengirola hace un par de días, aparte de conocer a su autora y de sentirla ya como algo mío. Y he aquí como llegó Dan Brown. Sí, el del código y las conspiraciones. Ha venido con la Divina Comedia de Dante y yo le he dejado entrar. Ah impureza, ah dardo que pudre la carne noble y el exigente espíritu. No he durado más de cien páginas. Lo he dejado dentro del pequeño archivo alojado en mi ebook y no he querido saber si Robert Langdon salva al mundo. Porque de eso se trata, no hay más. Me encantó, sin embargo, leer que el autor no aspira a ser considerado un escritor al modo en que lo es Paul Auster, Javier Marías o Robert Musil, pongo por caso. Que lo suyo es el entretenimiento. Como una especie de mercader que en lugar de vender ajos en un puesto de la plaza vende historias. Bendita impureza, imagino. Da gusto enfangarse de vez en cuando con estas baratijas amenas. Esta vez ha durado cien páginas, pero no crean que siempre fue así. Uno lee casi de todo. Borro de mi generosa lista a Coelho y a Bucay. Eso no es impureza. Es un estado más bastardo del alma. No sé si me explico. Quizá no haga falta. Ya digo que la razón puede de vez en cuando crear belleza. O será la ilusión de la belleza, qué más da.

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