Entre los muchos cometidos del cine, está el que guíe la formación del espíritu o la construcción de la cultura al modo en que lo hace la escuela o, entre otro ámbito, la familia, y está el de entretener. A veces se sojuzga ese aspecto, el de la sencilla distracción lúdica, en favor de otros que, a la luz de la crítica, revelan más hondamente la naturaleza del séptimo arte como una de las más bellas e inteligentes artes. A Robert Redford le interesan las dos partes. Se empecina en hacer un cine brillante, de factura impecable, pulcro y clásico, facturado un poco a la antigua, ajeno al vértigo de las maneras de hoy en día; un cine rebajado de adrenalina, convencido en la calidad de la trama y en el oficio de quienes las vuelcan en imágenes. Y es ese academicismo el que irrita en La conspiración. Su relevancia, esa trascendencia de cine épico, se diluye narrativamente cuando se han puesto sobre la mesa las cartas morales del film: la abolición de los derechos civiles, la Razón de Estado demoliendo las leyes que lo construyen y la tramoya oscurantista de jueces y de políticos, conjurados a hacer que prevalezcan los intereses de la patria, esa oscura cosa, sobre los de los individuos que la conforman. Toda ese noble paquete de contenidos éticos no garantiza la empatía con el espectador, que observa un acabado acartonado, falto de brío, ocupado enteramente en cumplir con la estricta bondad de la Historia sin caer en la cuenta de la importancia del suspense (la investigación del magnicidio es rutinaria, insípida, irrelevante en la conducción del argumento) o de las exigencias del público en un género tan adictivo y de tan glorioso bagaje como es el judicial. Su anémica ración de suspense, razonada en el interés más alto de mostrar la injusticia de un gobierno recién construído en un país novicio e inexperto, consciente de que en época de guerra la justicia es un asunto menor, podrá valer como aliño para el buen documental que desea ser el film. Acepta uno que sea una película necesaria y que sobrevuele el 11-S y el miedo a no ser enérgico con los enemigos del Estado, pero es plana, confía en exceso en la magistral interpretación de su elenco (todos brillan, todos explotan a conciencia la dimensión solemne de sus personajes) y abandona uno de esos mandamientos ineludibles del cine, el de entretener, el de ofrecer un espectáculo grandioso. Redford hace un telefilm estimable, uno caro, cuidado en extremo, pero desangelado y mustio.
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5 comentarios:
Una lástima porque el punto de partida que comentas sobre que pretende no ser adrenalínico y sí analítico me lo hace estimable. Deploro las películas en que todo son golpes de efecto, tramposas, primeros planos continuos, saltos, explosiones, de personajes a los cuales ni temes ni odias porque no te los crees. Es necesario un cine más matizado, más medido. Es una pena que Robert Redford no haya sabido dar con la fórmula para hacer de su meditado filme un espectáculo. Creo que me has dado ganas de ir a verla, aunque no iré esperando demasiado.
Pues me fío totalmente de tu apreciación pero aún así creo que iré a verla, quizá porque también R.R. casi siempre ha sido para mí una garantía de calidad. Como no tengo ni tus conocimientos cinematográficos ni tu capacidad crítica, creo que me resultará más entretenida que a ti porque no sabré apreciar sus posibles fallos o carencias. De todas las maneras agradezco, como siempre, saber tu opinión previa.
Besos.
Deploras bien. Le falta eso, el espectáculo, el que no precisa fx ni hd ni mamporros ni travellings de vértigo. Una pequeña pena que perdonamos a Redford, Joselu. Abrazo
Mis conocimie ntos son de andar por casa y mis reseñas son impresiones domesticas, Isabel.
Los fallos, como dices, no son fallos. Son los que yo advierto, mis caprichos de cinéfilo entusiasta. Un beso
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