Son los demás los que nos ven, los que advierten cómo vamos cambiando. La paradoja consiste en que somos los que poseemos un conocimiento menor de cómo somos nosotros mismos. Y no me refiero a nuestra conducta, al modo en que nos relacionamos con los otros, sino al aspecto que tenemos. Recuerdo un disco fantástico de Phil Collins llamado Face value. En la portada aparecía, como en otros álbumes, un Phil rotundo, registrado por la indiscreción de una cámara apostada a un palmo, fijando la orografía de un rostro. No sé si la cara es el espejo del alma, pero sí es una evidencia de una parte de ella. Jonathan Keller se obligó a registrar el paso del tiempo en un archivo fotográfico. Lo hizo como otros antes lo hicieron. La Red está llena de estos metódicos obreros de sí mismos. Gente a la que obsesiona (de un modo lúdico o enfermizo) el tiempo, su evidencia en el pelo, en los ojos, en el decaimiento de la juventud y en la invasión invisible de los agentes que la anulan. El cuerpo es un artefacto extraño. De lo que no hay registro es de cómo se modifica el cerebro. Quizá ése sea el siguiente paso. La invención de una máquina que nos atrape y saque a la luz cómo hemos cambiado por dentro. Lo de afuera, la caída del pelo, la irrupción progresiva de las arruegas, toda esa elocuente decadencia que nos conduce al finiquito inevitable, no deja de ser un peaje visual. Pienso en Dorian Grey y en su cuadro tapado por una manta. En todos los pactos que el diablo, allá donde esté, firma con sus adoradores para que Jonathan Keller sea uno, inamovible, perfecto en su dorada luz de la efervescente juvenalia. Amamos lo que somos a la vista de quienes nos ven. Descuidamos a menudo lo que cuece adentro, el yo de las emociones y de las ideas, el que cambia conforme los años van imponiendo su imperio homicida. No atendemos como debieramos al Jonathan Keller sin gafas ni bigote, al que ama y desama en un mismo día, a quien le afectan los menudos asuntos del vivir diario, el Keller, en fin, que no se puede apreciar en un millón de fotos que se hiciera en un millón de lujuriosos, por estirados, días. Yo nunca seré ningún Keller. No me gusta aparecer en los álbumes de fotos que hay en casa. Soy el que hace las fotos a los demás, no el que se expone, indefenso o altivo, a que lo cataloguen y lo fijen en la marca del tiempo. Apenas aparezco como lo que soy, en mi rostro ya definitivamente mío, en mi perfil visible de google o de facebook. He interpuesto la cara como perdida de Bill Evans. Soy Bill Evans para lo que pase. Antes de ser Evans fui Bogart. Mañana no sé qué seré. Probablemente otro icono del altar que voy edificando para venerar a mis ídolos. Soy un sentimental y no me gusta mi cara. Tampoco me importa que se vaya perdiendo. Que se disgregue y termina siendo otra. El corazón, al cabo, debe ser el mismo. El cerebro, en fin, es el que lo ata y lo desata todo. A su antojo. Como un dios caprichoso y rudimentario que no a veces no es un capaz de gobernar del todo.
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