Entra en lo razonable que haya lugares en donde salgas a la calle con un pato bajo el brazo sin que nadie le dé más importancia o lo censure o forme en su cabeza la idea de que no andas bien de la tuya o que observes (ver es ineficaz) una bicicleta en el fondo limoso de un río. Piensas: alguien la retirará, qué hace de una bicicleta un pecio. Tendría la piedad un motivo para que se la considerase de nuevo si alguien se encomendara sacarla, darle un finiquito menos extravagante. No se conmueve ya nadie. No tenemos ojos para las bicicletas sumergidas en el lecho de los ríos o para los niños con el estómago ciego en las ciudades muertas. Los mapas serán ceniza.
Hay lugares en los que pasear a un pato o intrigarse por la tumba de una bicicleta no serán una anomalía. El señor que saca al pato como quien da vidilla callejera a un perro podrá ser el mismo que arrojó la bicicleta al viejo lecho del río. Lo que inclina la balanza a un lado o a otro es el ojo que registra la imagen. Hay ojos que no permiten patos de paseo o gente con rastas o con camisas hawaianas o incluso, de verdad que la intolerancia a veces es curiosa, gente negra o amarilla. Esa ofensa óptica debe causarles un estrago del que se tardará en salir, porque una vez ingresa en el ojo y se abre camino nervio arriba, se le da cobijo, asiento o alojamiento en la conciencia, todo es ya inevitable. De pronto hay una información inédita que pugna por conciliar su presencia con las otras, con las residentes de antaño, con los recuerdos fijados, fiables y familiares. Hay imágenes que pugnan por parecerse a las demás, pero no prosperan, no tienen lo que las otras y terminan siendo apartadas, tachadas de apestadas, alojadas en el lugar en donde se arrumban las cosas que no entendemos. Una de esas cosas que no es de esperar que entendamos es que alguien lleve un pato bajo el brazo por una calle o la visión de la bicicleta. Se puede inferir que el pobre animal está a poco de que se le degüelle y se haga foie con sus entrañas o que el pobre dueño, en un arrebato de animalismo militante, esté por soltarlo en una fuente en mitad de un parque para que nade con los suyos y sepa finalmente a qué sabe la vida.
No sabemos nada de la vida privada de los patos. Nada se nos ha dicho sobre cómo proceder al descubrir una bicicleta sumergida en un río irlandés. Hemos pisado la luna y existe una cosa que se llama nanotecnología, una ciencia increíble que es capaz de entrar donde ni a la fantasía más desbordante se le ocurriría, aunque no estoy muy seguro de esto último que he escrito. Hemos sido capaces de escribir La divina comedia o Hamlet o El Quijote, hemos compuesto La Traviata o Yesterday y no sabemos nada de las cosas que discurre un pato cuando nota que algo malo está a punto de suceder o si la bicicleta emitirá algún lamento que no alcanzamos a descifrar. Ahora mismo, en este aeropuerto en donde espero que se me autorice a embarcar, observo gente que no diferirá del señor con el pato, que es, en esencia, el mismo que ahogó la bicicleta, aunque tengo motivos para no sostener esta afirmación si se me reclamara tal propósito. Los aeropuertos son lugares imposibles. No existen, no alojan a quienes entran a un lugar o vienen de otro. Va creciendo en mí la sospecha que en cualquier momento veré caminar por la terminal en la que escribo al señor del pato. Me temo que la bici sigue en el Liffey. Se habrá caído al río con el ciclista que pedaleaba. No encontrarían su cadáver. Estará en el fondo del mar de Irlanda. La ficción llega a donde no se le ocurre a una fotografía.
Fotografía del señor con pato/ Vivien Maier
Fotografía de la bicicleta sumergida / Propia


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