Fotografía propia
En época de guerra a los alimentos se les llama víveres. Es lo que tiene el lenguaje: que se adapta a las circunstancias. También urde expresiones como cordón sanitario o misión humanitaria. En cuanto las circunstancias se ponen adversas viene un milicia y asedia una ciudad, interrumpe el suministro de agua, malogra el acceso de la logística elemental, dinamita los servidores de electricidad y convierte las avenidas en caminos de escombros. No les importa la cuenta de muertos, ni el fuego, ni el aire mezclado con la ceniza. No hablan para no tener que justificar la barbarie, callan porque el silencio es una manera de no tener que ponerse a pensar en la maldad absoluta que exhiben. Estamos al tanto de esa iconografía blasfema. Gente pendenciera que disfraza su pendencia de nacionalismo o de libros de fe o de acciones de bolsa recorre las aceras, vigila los edificios todavía en pie y derriba con mira telescópica, en plan videojuego, los desavisados que sobreviven y esperan que el azar les permita encontrar refugio y algo que echarse a la boca. Es Gaza, pero podría ser cualquier ciudad del mundo en donde a los alimentos se les llame víveres. El intruso que asiste a la matanza con la Nikon en ristre es un personaje necesario: es el intermediario entre el Estado del Bienestar y el Estado del Odio, el cronista que revela el mal a quien lo tiene lejos. Hay que tener a alguien que nos cuente, para que se sepa. Conecta ambos mundos (el feliz y el hecho añicos) y pone en evidencia las anomalías del sistema.
Las guerras se pierden siempre, da igual que un bando las gane. La guerra es una de las anomalías más antiguas, no desaparecen por más que se condenen, por mucho que se documenten y difundan. Existen desde que alguien pensó que por la fuerza podía hacer valer lo que no podía expresar acudiendo al lenguaje. La guerra nace siempre dentro de uno. La acata y considera suya cuando usa la fuerza en un patio de colegio. Quién no lo ha hecho, quién no ha sentido ese brote de ira en la sangre, esa locura en el corazón. El arma sin usar es siempre la palabra. A veces hay guerras que ni siquiera exhiben criterio alguno sino que se conducen desde la maldad más abyecta. He dicho a veces y ya corrijo: siempre. Es lo que tiene el lenguaje: que se adapta a las circunstancias y hasta se obstina en rebajar la crudeza de lo real. Porque la realidad es cruda y vivir es un delirio compartido en el que unos tiran bombas en un salón, otros toman la instantánea que registra el estropicio y unos pocos nos sentamos a ver qué ha pasado hoy, cuántos muertos hubo, qué salvajada han hecho hoy. Nada nuevo. Seguimos alerta. Estamos en guardia. El hombre es, en esencia, un superviviente. La poesía no desbarata el campo de batalla, no lo anula, pero no hay otro instrumento más riguroso ni eficaz, pero no hay poesía en la foto de la habitación de una vivienda de Gaza o en la de un niño al que se le ven las costuras del alma y hasta se huelen sus lágrimas. No puede haberla, no se intente buscar, no la hay.
Felizmente no estamos a merced de los bárbaros. Por mucho que agiten sus artilugios de guerra, por más que aireen su condición animal, su balanza arancelaria, no tienen ninguna batalla ganada, no hay evidencia de que la guerra se incline a su favor. Estamos sólidamente anclados en el bien, en la creencia de que siempre es posible hacer mejor las cosas y no hacer daño a nadie en ese desempeño, pero hay gente que se duele a poco que uno se mueve en derredor suya, gente que nunca arguye argumentos, sino que ladra o que berrea o que, en el mejor de los casos, y no es bueno, esgrime opiniones peregrinas, imposibles de sostener si se las examina en detalle. Lo malo empieza donde lo bueno no alcanza, dicho de una manera abreviada y de poco lustre sintáctico o sentimental. Los bárbaros son los que no escuchan, no lo hicieron cuando no tenían motivos para no escuchar y el mundo era hermoso y todo estaba a su alcance. Después se creyeron que no era necesario escuchar o que la mejor manera de entablar un diálogo era obligando a callar al otro, para que su parlamento no tuviera respuesta, para que su criterio no tuviese rival. No estamos a merced de los bárbaros porque hemos ido muy lejos. Hemos sido capaces de sentarnos y hacer turnos de palabra y levantar actas de lo dicho y respetado la opinión de quienes pensaron cosas buenas y cosas nobles para que vivir no fuese más doloroso de lo que ya es. Porque vivir duele, ya seamos bárbaros o no. Duele desde que salimos del vientre materno y notamos que el aire penetra en nuestros pulmones y los violenta. Alguien dijo el otro día en televisión que nacemos para la tragedia: nacemos llorando. No existe el humor hasta que nos damos cuenta de que esta representación es, a poco que se mire, triste o patética o, sin excepción alguna, perecedera. La primera respiración es una especie de rotura del himen primigenio, el que traemos desde el limbo fundacional, en el que no hay dioses ni palabras, en donde todo consiste en esperar a que la luz penetre y seamos violentamente expulsados de esa paz a la que no es posible volver nunca, aunque inventemos úteros en todo lo que hacemos y amemos a nuestra madre porque ella fue la residencia primera y la más fiable. En un sentido primario, de afecto antiguo y perdurable, siempre volvemos a esa casa: incluso al dormir nos ovillamos, adquirimos esa postura de recogimiento, por no importunar al espacio tal vez. Yo me pregunto si los niños de Gaza duermen. Si la muerte que les ronde les permite dormir y olvidar que ella está allí, rondándoles.
No hay miedo, ni sensación de que prospere el miedo. Lo que hay es hastío, constatación de que los bárbaros, a su pedestre manera, alcanzan cotas de poder, ocupan despachos y toman decisiones. Se les ve en televisión sin que parezca que sean en verdad bárbaros, se pavonean delante de las cámaras, exhiben su grandeza, la que les sobrevino cuando entendieron que debían actuar sin que se delatase la barbarie, haciendo como que escuchan, aunque después nada de lo escuchado durase, todo fuese sacrificado y no fingido nunca más. Pues a pesar de eso, no estamos a su merced, no hay ranuras, no hay fisuras, no hay resquicios por los que permitir que franqueen nuestra integridad o nuestra moral o como quiera que se llame lo que hace que no seamos como ellos. Uno no sabe bien en qué bando está. En ocasiones cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Esa percepción íntima planea inalterablemente. Esa certidumbre es la que hace que salgan algunos de estos textos de vocación combativa, pero estériles en el fondo, a poco que se los lee en detalle y se extrae lo poco que aportan. Se conforma uno con contarse el mundo y decir he aquí a los bárbaros, he aquí a los que no lo somos, algo así. Es posible que únicamente sirva para conciliar con más propiedad el sueño y dormir sin que nos atormente nada. A los bárbaros se les debe poner muy difícil dormir con esa limpieza. Se deben despertar en muchas ocasiones, deben tener sueños pesados, deben tener la sensación de que sólo son bárbaros cuando abren los ojos y empieza la vigilia. Se les debe aparecer la madre o los hijos o los dos. Todo se desquicia. Prospera el ruido, reina el mal. Las flores, carnosas, huelen a escombro en las avenidas.
Ya no hay occidente, ni progreso en el mundo, aunque haya luz en los farolillos de las verbenas de pueblo y estén llenas las terrazas en verano. No hay paz en el mundo, ni creo que la haya habido alguna vez. Los soldados han saqueado el mapa, lo han despiezado a conciencia, se proponen borrar países y no cejan hasta que lo logran, no dejan en pie nada, echan abajo algunas catedrales muy altas, devastan todos los colegios en donde se imparten las disciplinas del futuro. En ninguna de esas disciplinas figura la ternura, en ninguna está la bondad. Dejadme que me ponga hiperbólico y trágico. A todo lo que se aspira es a que el saqueo continúe y haya una buena herencia para las castas nobles venideras, las que administran las ganancias y valoran en privado las pérdidas, que serán aceptables si las mastican otros, los pobres de siempre, los bombardeados, los que se duelen sin que el dolor se advierta o incluso larga y penosamente advertido, los que viven lejos, los que no pueden defenderse, los desheredados ancestrales, que no supieron nacer en los áticos de las casas residenciales, untados de la miel del triunfo, conscientes de que el mundo es de ellos, aunque lo pueblen los demás, a los que no se ven. Vemos los muertos de Gaza o los de Ucrania, habrá más, estarán en los informativos, como si fuesen materia narrativa de una ficción que se ve en casa, leída como una novela de acción en la que los dilemas morales ocupan un parte irrelevante de la trama. La sangre es la que lo ocupa todo. La sangre juntamente con el miedo. No sirve nunca lo que la historia ha venido contando. El principal oficio de la escuela fracasa cuando los que fueron a ella arman un fusil y se visten para el combate. Todas las escuelas del mundo son inútiles en cuanto un descerebrado desnuca a otro con una piedra o le abre las tripas con un misil por las razones que se le antojan más pertinentes. Nunca son justificadas las razones que hacen que mueran los niños o que las casas de una población muerdan el suelo y muestren su esqueleto puro, los escombros sin lírica. Lo que aguarda es más de lo mismo. Por mucho que algunos se obstinen en decir que la cultura lo salvará todo, pero no hay cultura, no hay occidente, lo han saqueado a conciencia, no han dejado en pie nada hermoso.
El arte ha sido el primer sacrificado, el arte ha sido el primer muerto. El arte como estandarte de todo lo que hemos construido como seres humanos, humanos y sensibles. No hay humanidad sin que la sensibilidad la conduzca. No hablo del amor, sino de la compasión y de la creencia firme de que el dolor ajeno es un poco o un mucho (ojalá) el nuestro. No hay belleza en las fotografías de los reporteros, las de los niños de la franja de Gaza, cualquier niño en cualquier Gaza, todos esos niños de las bombas. Hay impotencia, llanto, esa sensación de que somos una especie inmunda. La democracia no es suficiente, pero no se ha encontrado un sistema más fuerte. La democracia es una excelente nodriza de genios y solo con ella florecen los grandes hombres de letras. Lo dejó escrito Longino. No hay genios ni hay espíritus nobles a los que arrimarse para ir ascendiendo. Solo están los soldados y los generales. El mundo terminará en manos de las milicias. No importa que haya paz y haya belleza en algunos rincones del mundo. Gaza no parece de este mundo. Nunca lo pareció. Está en mitad del dolor, en la nada hueca donde retumba el odio. Luego está la retórica de la guerra, el discurso de los que vencen, el salmo triste de los vencidos. Y no creo que sea este el momento de dar aquí una postura sobre quién tiene la legitimidad de atacar, sobre si es punible contrarrestar el asedio de la casa y asediar la del prójimo. Ahí, en esa columna de pólvora y de rezos, está la nota necrológica del mundo, que murió a poco de fundarse o que nunca terminó de nacer del todo. Está el cielo a medio hacer y el hombre le inventó dioses, lo pobló de metáforas. Las guerras son el fracaso de todos los ángeles. No hay guerra en la que no caigan. Somos indolentes. Más que otra cosa, es la indolencia lo que nos conforta, encapsulándonos, haciendo que la realidad discurra sin que tengamos que considerar en ningún momento su credibilidad. Por eso las crónicas bélicas no nos incumben. Las vemos con la neutralidad del que paga un servicio de televisión por cable. Hay una tarifa plana del miedo. No de la poesía ni de la ternura, pero el miedo fascina más, el miedo da mayor placer a los sentidos. El mapa está alfombrado de cruces.
Todo ocurre lejos. Las bombas con sus muertos. El ruido del hambre en la boca del estómago. Esta es la guerra del hambre y de la sed. Están lejos las lágrimas ciegas. Las de la tierra cerrada. y el aire que no se mueve nunca. Se está bien bajo las palmeras. Lo malo es ajeno. Las bombas, el hambre, las lágrimas, las tumbas. No será verdad todo lo que dicen. Aquí se está bien. El mar está precioso hoy. Es el Mediterráneo. Nuestra niñez sigue jugando en sus playas. Lo cantaba el poeta, qué bien lo hacía. Los atardeceres rojos. La brea. El cuerpo hecho camino. Pero en la otra orilla, lejos, este mar arde. No se ven las llamas. El hombre al que le hice la foto no verá la danza rota del humo, no se dará por aludido, no querrá saber, ni escuchará el padecimiento, todas las plegarias de los inocentes. Porque habrá inocencia en los que allá lejos caigan. La hambruna no les dará ni fuerzas para quejarse cuando vayan cayendo. Ni será caer el verbo propicio. Estarán ya en suelo cuando les visite la tiniebla. Lo que triunfa lo vulgar, lo tasado con un número o lo sacralizado por las sordas huestes de la masa, que desoye el ruido de la conciencia (otra vez acude) y cultiva el de la zafiedad. Yo mismo, ahora, en este momento, qué estoy haciendo, para qué.
El aire del despacho de Sigmund Freud olía a flor carnosa, medio podrida, como huele la conciencia, escribió Manuel Vicent. Flor mutada a mugre. Flor sin historia que se deja morir para que nadie la escuche. Flor que a menudo hace concurrir en sus pétalos la herrumbre de estos tiempos. No son los mejores, cuándo lo fueron. Todos están comidos por una fiebre rara, de la que poco o nada se sabe; antigua esa fiebre, conocida, repetida con dolorosa frecuencia. La tenemos a diario, se sabe de ella todo, es nuestra, aunque no oigamos el tumulto de las bombas o sintamos que los muertos son de otros. Porque la muerte es siempre cinematográfica. Nos han enseñado a ver sin mirar o a oír cuando se debiera escuchar, y no llega aquí el ruido de la guerra. Por más que afinemos el oído, no percibimos la música de la muerte.

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