13.8.25

Bowies









 Ilustraciones: Tod Alcott 



No hubo un solo David Bowie, fueron muchos, ninguno perduró mas de lo necesario, se fueron borrando para dar paso al que venía en cola. Una rémora anidaría en todos, un vestigio lúdico, una huella abierta. Las conexiones ocultas que los ensamblaban a todos forman un mapa inasequible, al que no es posible acceder sin que uno se pierda y no sepa conducirse. Ni él sabría o querría. Es más un laberinto que un mapa propiamente, aunque los dos conceptos posean una semilla común, como nos contó Borges. 


Bowie se cuestionó en alguna ocasión las ventajas y los inconvenientes de ser siempre el mismo Bowie y las de ir mutando a otros. Se trataba (sólo especulo) de buscar ese laberinto adrede y perderse. 


Bowie es una especie de personaje fantástico del mismo Borges (estoy yendo muy lejos) que no habría complacido del todo al escritor argentino, sigo especulando y ya estoy muy lejos de la verdad. La idea de que una persona real sea el personaje de otra persona real es un filón literario, a poco que se piense. Lo de Pirandello es un boceto de todo lo que puede venir después. No es que los personajes busquen un autor, sino que las personas de carne y hueso eligen otros a la que convertir en ficción. Lo bueno es que el elegido no se cosca de la mutación. 


Tal vez Bowie sabía que no era él en realidad, sino otra cosa, una araña de Marte, un mesías leproso, un astronauta (zurdo o no) o un barman en un tugurio de Berlin antes de que cayera el muro. Uno no sabe quién es, haya o no haya laberinto, esté o no esté perdido, pero yo soy de los que piensa (especulo de  nuevo, se me da bien) que todo es un laberinto y que nuestra condición es la de estar perdidos. 


Bowie fue crisálida tantas veces que llegó a cuestionar si de verdad le agradaba la colección de mariposas. 


En todo caso, en sus comienzos, ya era una esponja. Más alentado por la estética que por el mensaje, acudió a cualquier disciplina en la que algo atrajera su inagotable voracidad de vida. Un hombre renacentista se habría entusiasmado al percibir la voracidad plástica e intelectual de este adelantado a su tiempo. Fue un extraterrestre por ver desde afuera lo que a ras de tierra le parecía pobre o escaso. Fue un espectador avezado de la modernidad y un demiurgo nervioso del arte.


Bowie fascina por inagotable. Andrógino, culto, blasfemo, creó un personaje que no le engulló. Antes de la deificación popular, fue un debilucho niño de la posguerra absolutamente desubicado. Modeló su sensibilidad con los referentes más al alcance. Nada que revista asombro alguno, por otra parte, pero su trabajo consistió en asimilar ese cúmulo de experiencias con la más absoluta vehemencia. Se aplicó tanto en ellas que las fue abandonando poco a poco, conforme (una vez sorbidas) dejaran de ser útiles. No era un coleccionista: era un vampiro. 


En 1971, promocionando The man who sold the world, Bowie hizo las Américas. Quiso ir solo, sin su esposa ni su manager, ambos norteamericanos. Tampoco, por cuestiones de visado, llevó a su banda. No hubo gira. El aterrizaje del hombre de las estrellas en USA fue discreto. Perseguía empaparse de blues, de jazz, de la psicodelia y de todas las sustancias tóxicas que franquearan el camino hacia la sabiduría. Cultura y subcultura, lo hetero y lo homo, eran la misma deslumbrante cosa. El aprendiz tenía el alma entera abierta. La bohemia neoyorquina con Warhol (arisco, parece) a la cabeza y la efervescencia psicotrópicq californiana eran su escenario común. Luego abrazó el glam (o lo inventó, con permiso de Marc Bolan) y hasta hizo por la música disco más de lo que cabría esperar de un ser por encima de las pistas de baile y del tumulto de las modas. Mucho del rock y del pop posterior proviene de este bautismo lisérgico y sapiencial

Bowie hizo piezas monumentales, verdaderos hitos en la música popular. Queda Starman, Changes, Space oddity, Heroes. Me dejo cien. Luego fue el camaleón, El Duque Blanco, Ziggy. con su araña de Marte. 


Blackstar, su último disco con material original, salió un par de días antes de que falleciera. Un cáncer largo. Lazarus era la canción insignia. Una señal. 


Bowie fue un andrógino, un libertino, un histriónico, un bufón, un diablo, un dios, un ángel. Bowie fue un criatura inabarcable. Se le ama o se le detesta sin que exista mesura en esas dos medidas. Era fácil endiosarlo. Ejercía una fascinación primitiva, provocaba con la facilidad natural que otros no tuvieron jamás. Sólo Iggy Pop anda ahí, en su estela, pero no hay nada que los iguale. El maestro fue vencido por el alumno. 


Luego vinieron los personajes que diseñó. A ninguno le tomó mucho afecto. Los usaba, los tiraba. Creía en ellos como el perro sin dueño cree en la mano que le echa un hueso. Importa el hueso, la creencia de que siempre habrá alguien que le descubra, aunque sea el viejo fan, el que compró el vinilo de las aventuras de Ziggy Stardust, las aventuras lisérgicas del Berlín oscuro en el que se declaró fascista, el transgresor que antepuso la imagen a la misma música y paseó, orgulloso, su abrumadora personalidad, insoportable a veces, su megalomanía, su extremismo gestual, su teatralidad absoluta, su fetichismo insultante. 


Quiso deshacerse de todos ellos antes de que le calaran. Esa es la idea. Comerse a los hijos. Devorarlos para que no quede nada de ellos y, sin embargo, algo perdure. En realidad no le dolían, no eran suyos, eran más de los que los adoraban. A él le incumbía la intimidad insobornable, de la que sabemos poco o nada. 


En Bowie todo es juego. Incluso el Bowie malo, tantas veces malo, el que se exponía a caer bajo y terminaba cayendo, era bueno a ojos de sus fieles. Supo como pocos crear un ídolo. Tal vez la sacrificada fue la música. Prefirió el cine, las turbulencias del negocio del cine, más bien. Se codeó con los grandes o dejó que los grandes se codearan con él. Sólo precisaba un modelo al que replicar. Hasta su muerte participó de la maquinaria del juego que siempre quiso que fuesen sus múltiples vidas. Escuchen Lazarus, vean el vídeo promocional. 


Como Borges en literatura, Bowie sublimaba todo lo mediocre. En 25 discos (Blackstar, la última joya, en su sesenta y nueva onomástica) no dejó género sin experimentar. Abrazó el rock (el glam rock, el punk rock, el rock sideral, el gran rock salvaje de los primeros setenta) con Hunky Dory (donde estaba Life on Mars y estaba Changes, premonitoria) y con The rise and fall of Ziggy Stardust and his spiders from Mars (mesiánico, cosmológico: magistral, ambiguo) Después llegó el soul, el funk, el aire fresco de Detroit y de Philadelphia (Young americans). Hasta aquí era un Bowie voluble, sin un asiento fiable, dejándose influir e influyendo, ejerciendo de líder espiritual del rock que estaba por venir (U2, The Stranglers, toda la new wave oscura de Siouxsie and The Banshees, Echo and The Bunnymen o los primeros The Jam) 


Antes de que Nile Rodgers le hiciera caer en el sonido disco, Bowie echó el ojo a Brian Eno. Era bueno sabiendo elegir a quienes le sacaran su yo mejor. La trilogía berlinesa (Low, Heroes y Lodger, no sé ahora si en ese orden) le hizo comprender que había llegado muy arriba. Vivió en el caos, se alimentó de leche y cocaína, frecuentó los bares oscuros y se camufló en ellos. Puede que ahí desapareciera el Bowie suicida (el que pregonaba que el  rock and roll había muerto, sentencia que creyó férreamente. 


Bowie fue un rey enloquecido que buscaba con ansia el país al que reinar. Y lo encontró en ese vaciamiento que dan las drogas, el sexo, borrando de la trilogía  el rock, ya sabrán. 


Este cronista  compró Heroes en el ochenta. Llevaba tres años en el mercado. En esa entrega descubrí al Bowie que no me ha abandonado, al que se le perdona los discos sin compromiso (Never let me down es malo, irrita de malo que es; Earthling y Outside no tienen nada que haga pensar en un músico orgulloso con lo que hace) y los que uno regresa de vez en cuando, permitiendo que se le muevan los pies (Let's dance, el llenapistas que le produjo Rodgers, el alma del sonido disco desde que Chic copiaran las lentejuelas de Ziggy) o que se le erice el vello (Tonight, ese disco bisagra contiene un himno, Loving the alien, una pieza descomunal, una declaración de principios).


Lo bueno es que no haya un Bowie que me guste más que otro. Dejó muchas máscaras para que cada uno abriera la que se le antojara, pero tampoco encontramos a nadie dentro. El genio se escondía debajo de todas las pieles que se puso. Enumerarlas, registrar aquí los disfraces, las apariencias interpuestas para regocijo o espanto de la audiencia, es imposible. No porque no pueda indagar, tirar de memoria o de corazón, pues ahí, en la memoria y en el corazón, andan todos los Bowies que amo. No se pueden exponer hoy. Habrá otros que lo hagan, seguro que el amable lector puede descifrar la ecuación en otros textos. Éste no se resuelve, no da las respuestas, ni siquiera ofrece todas las preguntas. Se limitará a transcribir la pena de que no haga discos nuevos, de que coloque otra máscara. Lo que deja son una barbaridad de canciones espléndidas. Deja un modo de vivir también. No uno imitable. No se puede acceder a emular a Bowie. No hay copia que resista un examen detenido. El mérito, uno de ellos, es que él no pretendió regresar jamás a lo que ya había hecho. Cambió de letra a cada anotación manuscrita en su diario. Por eso hay páginas menos brillantes. Importan las otras, las grandes, todas las que hoy se mencionan. 


Ahora escribo con un pequeño recopilatorio que he montado. He tardado poco. Suena The man who sold the world en este momento. Nirvana hizo una versión soberbia. Detrás viene Starman. Creo que no acabaré la selección. Tengo sueño. Mañana las estrellas serán distintas. 


David Robert Jones, el arcángel oscuro, el duque blanco, el rey promiscuo, el amanerado, el viril, el sensible y el hipnótico, murió  de un cáncer. No lo aireó, no al menos como otros. Esa parte de su vida privada, la única vida posiblemente, no aportaba nada a ninguna de las máscaras que desplegó para embaucarnos o para reclutarnos. Somos un ejército. 


Álex me dijo que estaba roto. Yo lo entiendo, cómo no hacerlo. Dice que sólo la muerte de Freddie Mercury le afectó así. Se tiene con estos muertos ilustres un agradecimiento absoluto. Nos hicieron la vida feliz. Siguen en ese oficio. Les encomendamos que nos salven. De un modo que ahora no sé explicar, dudo que sepa, hacen que el pecho se hinche, que el aire lo recorra y sintamos en la cabeza una felicidad sencilla, inargumentable, como la del amor cuando nos convida a mirarlo. Esta noche todo estará bien. Planet Earth is blue and there's nothing I can do...



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