30.8.25

Edimburgo




 No haber tenido una vida de piedra antigua y de frío carcelario y, sin embargo, entender al ver estas piedras y sentir este frío que hubiese estado bien que me nacieran escocés de Edimburgo, pero luego me comido, doy un paso atrás, no uno, muchos pasos, y pienso en las inconveniencias reumáticas que probablemente malograrían la vejez robusta en la que entregarme al loco trajín de los placeres mundanos, tan de arrimarse como son a su dispendio en esas edades provectas, las de pasear las avenidas y los parques y tejer la intimidad con hilos serenos, después de haberse uno ocupado de las obligaciones del trabajo, las aunque, por otro lado, qué jolgorio de luz en el sur, qué blanco el aire y con qué embeleso se da la mirada a festejar toda esa elocuencia de la cal y de las flores en las ventanas y en los balcones de esta tierra del sur que respira conmigo y, salvo en el despiadado verano, me abraza con encomio de amante, con colmo de vivida vida. 

29.8.25

Caminar es pensar con el corazón

  Para Miguel Cobo, caminante imperfecto, que ya habrá paseado hoy el Parque Cruz Conde  

Leí que Proust le daba poca importancia a la inteligencia. La creía útil para el medro social o económico, pero no en la gestión de las emociones, en la manera en que cada uno maneja el trasegar diario y lo que se lleva a la cama cuando se emboscan los sentidos y cierra el día. De Proust se tiene la idea de que contar no requiere otro apero que el de las emociones, ese ir atrás en el tiempo y dar con algo que no se perdió del todo y espera que se extraiga para que el presente desde el que se le invocó cobre el sentido del que sin ese arrimo de emoción carecía. La severa disciplina de la razón no contribuye a que la escritura (la suya, al menos) prospere. No es que cree sin andamiaje y se deje llevar, sin saber de dónde viene o el lugar al que va: Proust recurre a la prestidigitación de la memoria, que hace sus malabares y sus prodigios sin que se sepa la naturaleza de ese espectáculo nebuloso y vivo también. Escribir se comprende así como un paseo que no está fijado, lo cual no implica que se pierda la oportunidad de que esa razón se ocupe de la novedad del camino, el no tener un mapa al que confiar la consecución de una meta.

Las mentes poco exigentes, todas las que no fueron bendecidas con el lustre inquisitivo de la inteligencia, no sentirían que se les tambalee ninguna de las certezas con las que combaten los reveses de la vida por la sencilla razón de que no las poseen o, en cierto modo, las tienen precariamente, sin que en ningún momento esas certezas se les envalentonen y les arruinen la felicidad de la que puedan disponer. Saber es lamentarse de haber sabido, podríamos decir. Tal vez esa indolencia o esa pereza de no desear saber más de lo estrictamente preciso sirvan para la épica diaria o para su cancelación. Es mejor dejarse ir, no pensar, pasear con el corazón, no con los fiables pies, que tantean y aseguran el paso en el suelo, no permitir que la realidad incomode, esto no lo tengo claro del todo, pero alguna razón (inteligencia práctica) me asiste. No estoy del todo de acuerdo con Proust, aunque qué importancia tendrá eso.

La pedagogía de la felicidad precisará de instrumentos cognitivos, dicho de un modo poco sentimental. Hay veces en que es la cultura la que te salva. Otras, en cambio, es un lastre, un peso excesivo que se lleva con cansancio. Cuando me sobreviene un acceso de melancolía, leo a Gerald Durrell o a Saki. O escucho ska o valses vieneses. Lo curioso de esa inteligencia (de acuerdo que hay muchas bajo la apariencia de una) es que a veces le da por ensañarse con su propietario y busca dolor cuando es dolor lo que siente. A K. le gusta (me confiesa) escuchar música de cámara o algunos de los discos más crípticos de Frank Zappa o de John Zorn.  Preferiría no entender, dijo un bartleby ocasional. No hay manera de entendernos, sentencia K. Sigue uno pensando que la constancia en las costumbres son un factor de bienestar, pero de pronto se le ocurre que sólo convienen las novedades, practicar deportes que no son los usuales, visitar lugares que no se conocen, leer libros de autores de los que no hemos escuchado nada o frecuentar a los amigos a los que hace tiempo que dejamos de ver. Al final todo es un camino por recorrer, un punto de salida y uno de llegada y, por más vericuetos y extravagancias topográficas que exhiban, todos son condenadamente rectos. Se sale, transcurre el trayecto y de pronto (o a veces sin que exista una noticia) se acaba o, por usar una forma verbal más a tono, mejor hilada al conjunto, acabamos. Mientras tal cosa acaece, subimos repechos, medimos la constancia de las piernas en el trasegar del camino, pensamos en la novela que somos  

27.8.25

Nubes, Samsa, Greyhound




Albergo la tal vez muy primaria e irrelevante creencia de que en el fondo todos somos gente de lo más normal pero luego da uno con quienes, convencidos de su brillo en la conversación o de algún tipo de inesperado encanto, sacan la ocurrencia de que volar haciendo escala en Doha es la mejor experiencia metafísica que se puede tener hoy en día y, sin distraerme con censurar ese exabrupto aeroportuario, me encuentro, al escucharlo, riéndome por lo bajito, por no dar a entender que estaba atento, con el radar de la oreja afinado, encantado de que haya gente que dice cosas que yo sería incapaz de confiar a nadie. 

Tal vez por eso uno escribe: para poder decir lo que le venga en gana sin temor a que alguien sancione cualquiera sea el asunto sobre el que mi dispersión creativa ha decidido abrir un hilo (una fina hebra de ese hilo a veces) discursivo. Por eso a veces yo mismo me descubro desvariando, pensando extravagancias, incurriendo en ese hábito que, escuchado o visto cuando otros lo detentan, suele ser considerado ridículo, escasamente dotado para que prospere y alguien encuentre algún tipo de regocijo por su causa. Por eso (también) uno escribe, me permito insistir. Porque puede suceder cualquier cosa si se da con las palabras adecuadas, y quién podría apartarnos de su bendito influjo cuando esgrimimos la primera y las otras se van decantando tras ella y la música suena y el texto sucede y hay un anhelo platónico, pongo por caso, en ser un soldado imperial de Star Wars, en ser el sombrerero loco del delirio de Lewis Carroll, en tocar como Hendrix en Monterrey o en retirarse una temporada a un balneario y escribir una novela con el propio Thomas Mann supervisando los capítulos, aleccionándonos, no dejando que nos descarriemos y la trama se agüe. 

Lo que no tenemos a mano, cuanto está fuera de nuestro alcance, se acerca si lo escribimos o si lo leemos. La literatura, la cinematográfica y la libresca, nos abastece; nos conduce a donde no iríamos nunca. Le debemos ese viaje. La ficción es el combustible de la realidad, el lado oscuro - o luminoso o atroz o sensual -, el que hace soportable lo irracional que es. Por eso leemos, por eso escribimos. Y leer y escribir nos hace ser otro. Otro falso, si se me permite. Bendita impostura esa. Somos Gregor Samsa al despertar y ver las extremidades que le inventó Kafka o Funés el memorioso recordando todo lo que ha vivido o Paul enjabonando a Jeanne (tan anárquica, tan peluda) en un piso sin muebles en París. 

Estamos en Doha esperando el vuelo que nos conduzca a Tokio o en una estación de autobuses en Salt Lake City esperando un Greyhound (debe ser un Greyhound) que nos deje en San Diego. Estamos emocionados. Es la experiencia metafísica de la que oímos hablar hace un rato en el aeropuerto de Dublín. Ahora vuelo a once mil pies. Hay gente que bebe café o que duerme (yo lo hice unos minutos pero algo me hizo desvelarme) o que hace sudokus, pero sobre todo lo que la gente hace en los aviones es hablar. Si uno calla y se toma en serio el eventual oficio de observador o de escuchador se pueden extraer historias fascinantes, carne para la bestia creativa. Las vidas que no son nuestras son las que de verdad deseamos. Lo propio, lo que damos como nuestro, es una instancia más, a veces la menos soportable. 

Una vez un amigo me hizo pensar en si la vida que llevo se asemeja a la vida que escribo. Quizá no había caído en ese matiz o sólo lo he entrevisto, sin la atención que merece, como si no tuviese instrumentos con los que razonarlo. Y no los tengo. La vida queda en un lugar de difícil asiento al que le aplicamos con esmero un barniz de ficción. Por si así es más fácil atravesarla. Por si necesitamos tener a mano un refugio y sabemos que allí estaremos bien. Tengo el móvil en el avión en modo avión. 

En hora y poco aterrizamos, me fumo un cigarrito en cualquier zona habilitada (en este año me he determinado a dejar el torpe vicio del tabaco) publico esta nota celestial. Adenda: en los cuarenta años que llevo escribiendo de seguido mi talento no había llegado tan alto. De cualquier forma, en esto de escribir se debería ser siempre un debutante y hasta ruborizarse si alguien se erige en elogiar algo que ese talento (no siempre dúctil ni obediente) haya volcado en palabras, en frases cogidas unas de las otras como haciendo un mapa de quién sabe qué reino invisible. Y sí, a la gente normal no le da por escribir. Adenda final: por lo que veo por la ventanilla estamos sobrevolando La Mancha, voy a ver si descabezo un sueño y abro los ojos en Málaga.

Patos, bicicletas, aeropuertos




Entra en lo razonable que haya lugares en donde salgas a la calle con un pato bajo el brazo sin que nadie le dé más importancia o lo censure o forme en su cabeza la idea de que no andas bien de la tuya o que observes (ver es ineficaz) una bicicleta en el fondo limoso de un río. Piensas: alguien la retirará, qué hace de una bicicleta un pecio. Tendría la piedad un motivo para que se la considerase de nuevo si alguien se encomendara sacarla, darle un finiquito menos extravagante. No se conmueve ya nadie. No tenemos ojos para las bicicletas sumergidas en el lecho de los ríos o para los niños con el estómago ciego en las ciudades muertas. Los mapas serán ceniza. 

Hay lugares en los que pasear a un pato o intrigarse por la tumba de una bicicleta no serán una anomalía. El señor que saca al pato como quien da vidilla callejera a un perro podrá ser el mismo que arrojó la bicicleta al viejo lecho del río. Lo que inclina la balanza a un lado o a otro es el ojo que registra la imagen. Hay ojos que no permiten patos de paseo o gente  con rastas o con camisas hawaianas o incluso, de verdad que la intolerancia a veces es curiosa, gente negra o amarilla. Esa ofensa óptica debe causarles un estrago del que se tardará en salir, porque una vez ingresa en el ojo y se abre camino nervio arriba, se le da cobijo, asiento o alojamiento en la conciencia, todo es ya inevitable. De pronto hay una información inédita que pugna por conciliar su presencia con las otras, con las residentes de antaño, con los recuerdos fijados, fiables y familiares. Hay imágenes que pugnan por parecerse a las demás, pero no prosperan, no tienen lo que las otras y terminan siendo apartadas, tachadas de apestadas, alojadas en el lugar en donde se arrumban las cosas que no entendemos. Una de esas cosas que no es de esperar que entendamos es que alguien lleve un pato bajo el brazo por una calle o la visión de la bicicleta. Se puede inferir que el pobre animal está a poco de que se le degüelle y se haga foie con sus entrañas o que el pobre dueño, en un arrebato de animalismo militante, esté por soltarlo en una fuente en mitad de un parque para que nade con los suyos y sepa finalmente a qué sabe la vida. 


No sabemos nada de la vida privada de los patos. Nada se nos ha dicho sobre cómo proceder al descubrir una bicicleta sumergida en un río irlandés. Hemos pisado la luna y existe una cosa que se llama nanotecnología, una ciencia increíble que es capaz de entrar donde ni a la fantasía más desbordante se le ocurriría, aunque no estoy muy seguro de esto último que he escrito. Hemos sido capaces de escribir La divina comedia o Hamlet o El Quijote, hemos compuesto La Traviata o Yesterday y no sabemos nada de las cosas que discurre un pato cuando nota que algo malo está a punto de suceder o si la bicicleta emitirá algún lamento que no alcanzamos a descifrar. Ahora mismo, en este aeropuerto en donde espero que se me autorice a embarcar, observo gente que no diferirá del señor con el pato, que es, en esencia, el mismo que ahogó la bicicleta, aunque tengo motivos para no sostener esta afirmación si se me reclamara tal propósito. Los aeropuertos son lugares imposibles. No existen, no alojan a quienes entran a un lugar o vienen de otro. Va creciendo en mí la sospecha que en cualquier momento veré caminar por la terminal en la que escribo al señor del pato. Me temo que la bici sigue en el Liffey. Se habrá caído al río con el ciclista que pedaleaba. No encontrarían su cadáver. Estará en el fondo del mar de Irlanda. La ficción llega a donde no se le ocurre a una fotografía.


Fotografía del señor con pato/ Vivien Maier

Fotografía de la bicicleta sumergida / Propia

21.8.25

Gaillimh

 



 Llueve ayer como si mentir fuese cosa de la lluvia. Llueve en mi memoria con menuda insistencia de barro. Agua que se desdice mientras pronuncia su alfabeto vertical y lírico. El cielo es una novela lenta. Las nubes se reservan una parte de la trama. Mañana pruebo, hoy me ensimismo, se oye a una decir. Yo tengo la mirada perdida entre montañas y vasos vacíos de cerveza gaélica y Kim Novak baila una canción que no oigo. Ella tiene un discreto tumor en los ojos, la mirada turbia, se la puso Dios. Dios es un artefacto de niebla. Tengo yo también la mirada rota y el aire quema como un salmo en la sangre, pero hace frío y llovizna en las viejas calles protestante y yo pienso en la turba de la tierra y en las palabras incomprensibles de las hadas. 

Hay herrumbre en los ojos, un desvalimiento, una precipitación de hormigas que gimen, trémulos trinos de un tráfago. Están abandonados los ojos. Dos páramos yertos. Cien. La abolición del consuelo espiritual. Ese fuego pálido y humilde no hiere. Estoy frente al puro infinito y esta quietud alienta prodigios. Hay una inminencia de lluvia o un desatino. Es la plenitud o es el vacío y un ángel me invita a que lo abrace. Kim Novak bajo un cielo de números primos respira dentro de mis palabras. Kim Novak cuando todavía no se teñía el pelo ni subía a campanarios. Ella con el pelo rubio, con la boca naufragada. Dios cuida de Kim Novak. Estoy con Dios en los pulmones y mi voz tiembla y se desquicia. 

Qué hace aquí mi madre, por qué mira a todos esos niños que se columpian. Mi madre mide el insomnio del mundo y un cansancio dulce me invade. Es de esos días en que  parece zambullirse en su propia destilación fonética. Recuerdo una vez en que abrió mucho la boca para que sus hijos viésemos la materia misma del cosmos. Las madres saben de teología. Hsn comprendido el mecanismo que hace bailar a todos esos electrones. No precisan cursar estudios, algunas son ágrafas y concentradamente admonitorias. La madre de Bram Stoker no amamantó a ningún hijo de Irlanda.  Una madre que lee el evangelio está improvisando. Dice lo que se le ocurre. Dice el viento mece una locura de pétalos en el Gólgota o dice hambre de luz con desconsideración, como si le hurgaran la lengua y se descompusieran las frases y se escucha ella misma decir hoy viernes con cacerolas y lujuria de fregar imperios y de pronto se asombra y ya no es ella misma sino un heraldo de los poetas malditos que todavía ríen con los dientes partidos en los pubs del viejo Edimburgo. Este ir y venir por  este latifundio de ovejas y de borrachos desde hace nueve días no favorece la tensión interna de un buen cuento, pero este avanza con absoluto brío y un tren de algodón del siglo diecinueve lo lleva hacia los acantilados que miran a América. 

Así los años acaban por delatarse y el amor tiene vocación de desagüe o de flujo o de ambrosía. Mi madre con un zapato en la boca y olor a gasolina. Mi madre tiene cien años y habla con endecasílabos. Contempla un cielo de altos anaqueles. Un cielo con hondura de libro. Habla como si la escuchara Dios. Jimi  Hendrix  suena desde unos Mission de vieja madera inglesa en el pub Tempo en 1991. Antonio canta como si fuese un bardo telúrico. Siempre que escucho a Jimi Hendrix me viene a la cabeza Charlie Parker. Siempre que escucho a Charlie Parker mi abuela Luisa me mira desde 1980. Los tres están en un antro. Charlie, Jimi, mi abuela. Antonio está ocupado en contar sílabas. Todos beben con ternura. Conversan sin palabras. Ellos montando un número para costearse los vicios. Ella, disuadiéndolos. Antonio murió por no saber vivir o por vivir sin saber morir. No hay quien se crea de verdad que Jimi Hendrix pudiera morirse. No hay quien se crea de verdad que Charlie Parker pudiera morirse. La muerte es una cosa que sucede siempre ayer. Llueve ayer también. La vida dicta severas instrucciones de uso. La pasión escancia su lenta orfebrería, su palabrería oxidada, sus febriles besos. El tren está cruzando un diseminado verde que no sé pronunciar. En Tullamore anuncian que se visite una destilería. El hombre que sentado a mi lado está en el coche A 22133 lee Los miserables en un libro grueso con una letra casi inapreciable. El papel es fino. 

Temo no haber vivido, siempre se teme eso, imagino. La vida jadea en conciencia su libro de pétalos, su luz mordida, su eco de mañana. Un tren de algodón descarrila en un sueño que sucede en Inverness. Hace unos días tomamos allí un café y miramos nubes tocadas de tragedia, como las que cubren los ojos de los muertos. Pero abrió el día. Olía a sopa de cebolla y una familia pakistaní preguntó en un inglés limpio si sabíamos dónde comprar camisetas con la figura del monstruo del lago. Tres vacas de las tierras altas mordisqueaban brezo marrón o granate o azul. Al alma la astilla el tiempo. 

Solo se puede amar a Kim Novak cerrando los ojos. Ella te besa entonces. Un beso de delicada factura operística. Queda noche para beber más whisky de malta. 

Detrás de las efemérides hay siempre un gota de sangre de pato. Lo he escrito sin pensar mucho: detrás de las efemérides hay siempre una gota de sangre de pato. No es la primera vez. Mañana será el día en que el pato se desentienda de la sangre. 

Mi madre mira el cesto de la ropa recién cogida del tendedero sin saber qué hacer. Si guardarla en un armario sin planchar o aplicarse y guardarla como Dios manda. Dios tiene ratos en los que se pronuncia sobre las arrugas de la ropa o sobre el oropel de las sombras. Ahora debe estar sentada en el patio con su mimosa encima. El sol es pendenciero. La luz es una trampa. 

Llueve sin consideración ni ternura. Como si de pronto llover fuese un lamento que el cielo cursa en el aire para que sea posible el mundo. Es de hierro la lluvia. Pesa como un salmo. Duele su desbordarse milagroso. Porque no podemos hacer que llueva  ni que Kim Novak regrese y diga he estado ocupada pero esta es mi casa, aquí leí las palabras de la iniciación, piel, saliva, hondo verbo, hierba antigua, aquí la liturgia de la resurrección, aquí mi madre en una floración de adjetivos delicadísimos. La última vez que Kim Novak besó a su madre el mundo olía a grosellas. La vieja y verde Irlanda tendrá una balada para esos besos antiguos. 

Temo haber contribuido a la decadencia de todos los grandes imperios. Yo hice que declinaran, yo retirando de las avenidas la estridencia de los turistas, yo por circunstancias estrictamente poéticas abriendo la boca de las mujeres con ojos de niebla. Ahora una de ellas se está pareciendo mucho a Kim Novak. Debo acercarme, creer que sus ojos dan niebla dura o que Nerón acaba de quemar Roma. Embravecerme. Pero no tengo arrestos, no la interpelo, no digo flor de azules temblores, dame tu olor más íntimo, me falta valor, es posible que no deba suceder que yo me encandile, qué sería de mí entonces, cómo esperar a que prospere la euforia y sea otra cosa a lo que todavía no se le ha ajustado un sustantivo, que no será euforia, nunca de nuevo esa palabra ya un poco escombro o gorra gastada de leñador con manos rotas y un olor a ginebra en la misma raíz de sus huesos. 

Temo, más que otra cosa, la desmantelación de todas las certezas de las que me he ido abasteciendo desde que mi madre me dijera hijo, eres un ser desvalido, eres un pobre hombre, serás un descarriado, dedícate a escribir sonetos, ocupa tu futuro en la métrica y en los juegos florales, búscate una buena mujer de su casa, dile que la amas a diario, bésala en la comisura del alma, dale cuatro hijos que lean mucho y trabajen en funcionariados buen retribuidos, que en los trenes hablen con los extraños y sepan de la verdad de los mapas del espíritu. Ser poeta es una forma de comprender las luces que parpadean en las autopistas. Un destello y otro destello es una epifanía, la concesión de un secreto, la enunciación de la inminencia de un milagro. Temo que no ocurra, que Kim Novak abra la boca y tenga la voz de mi madre y entonces llueva con resuelto arrojo como llueve en las películas en blanco y negro. 

Una señora que acaba de pasar a mi lado se parece a Ingrida, la azafata que nos sonrió al llegar a las islas. Nadie me había ofrecido café a treinta mil pies de altura. Dylan va detrás empujando un carrito gris que chirría muchísimo. El café en esas elevaciones tiene que saber a nube violentada o a una manzana que desoyó la admonición de la tierra y se murió de fe. Ofrecen también unas pastas, whisky de malta (volamos sobre una turbulencia de campos de cebada y vacas peludas) y souvenirs que hacen pensar en los domingos y en las columnas corintias. La palabra fuselaje ha hecho que se me erice la nuca. Lo estarán haciendo ahora sobre mi cabeza. No sabe uno confiar enteramente en la ciencia de la aviación, en la elongación de los metales y en la hospitalidad de las nubes. Ingrida luce un rubio polifacético, como de actriz de serie B de terror que de pronto ha reconocido su talento y todo es espeluzno y ojos abiertos para que los demás sepan que anoche lloró mucho y nadie le dio un abrazo o no es así, qué razón habría para que fuese como yo prefiguro, y la azafata es rubia impostada y lee a Stendhal en su rato de quietud, cuando nadie la requiere y el avión es una flecha inmóvil entre la juguetona locuacidad de las nubes. Ingrida le da un aire a Kim Novak. Allí el río rocoso, las lagers, la rotunda presencia de cierta inmortalidad. Me está entrando sueño. Ya no sé darle a las teclas del móvil.

13.8.25

Bowies









 Ilustraciones: Tod Alcott 



No hubo un solo David Bowie, fueron muchos, ninguno perduró mas de lo necesario, se fueron borrando para dar paso al que venía en cola. Una rémora anidaría en todos, un vestigio lúdico, una huella abierta. Las conexiones ocultas que los ensamblaban a todos forman un mapa inasequible, al que no es posible acceder sin que uno se pierda y no sepa conducirse. Ni él sabría o querría. Es más un laberinto que un mapa propiamente, aunque los dos conceptos posean una semilla común, como nos contó Borges. 


Bowie se cuestionó en alguna ocasión las ventajas y los inconvenientes de ser siempre el mismo Bowie y las de ir mutando a otros. Se trataba (sólo especulo) de buscar ese laberinto adrede y perderse. 


Bowie es una especie de personaje fantástico del mismo Borges (estoy yendo muy lejos) que no habría complacido del todo al escritor argentino, sigo especulando y ya estoy muy lejos de la verdad. La idea de que una persona real sea el personaje de otra persona real es un filón literario, a poco que se piense. Lo de Pirandello es un boceto de todo lo que puede venir después. No es que los personajes busquen un autor, sino que las personas de carne y hueso eligen otros a la que convertir en ficción. Lo bueno es que el elegido no se cosca de la mutación. 


Tal vez Bowie sabía que no era él en realidad, sino otra cosa, una araña de Marte, un mesías leproso, un astronauta (zurdo o no) o un barman en un tugurio de Berlin antes de que cayera el muro. Uno no sabe quién es, haya o no haya laberinto, esté o no esté perdido, pero yo soy de los que piensa (especulo de  nuevo, se me da bien) que todo es un laberinto y que nuestra condición es la de estar perdidos. 


Bowie fue crisálida tantas veces que llegó a cuestionar si de verdad le agradaba la colección de mariposas. 


En todo caso, en sus comienzos, ya era una esponja. Más alentado por la estética que por el mensaje, acudió a cualquier disciplina en la que algo atrajera su inagotable voracidad de vida. Un hombre renacentista se habría entusiasmado al percibir la voracidad plástica e intelectual de este adelantado a su tiempo. Fue un extraterrestre por ver desde afuera lo que a ras de tierra le parecía pobre o escaso. Fue un espectador avezado de la modernidad y un demiurgo nervioso del arte.


Bowie fascina por inagotable. Andrógino, culto, blasfemo, creó un personaje que no le engulló. Antes de la deificación popular, fue un debilucho niño de la posguerra absolutamente desubicado. Modeló su sensibilidad con los referentes más al alcance. Nada que revista asombro alguno, por otra parte, pero su trabajo consistió en asimilar ese cúmulo de experiencias con la más absoluta vehemencia. Se aplicó tanto en ellas que las fue abandonando poco a poco, conforme (una vez sorbidas) dejaran de ser útiles. No era un coleccionista: era un vampiro. 


En 1971, promocionando The man who sold the world, Bowie hizo las Américas. Quiso ir solo, sin su esposa ni su manager, ambos norteamericanos. Tampoco, por cuestiones de visado, llevó a su banda. No hubo gira. El aterrizaje del hombre de las estrellas en USA fue discreto. Perseguía empaparse de blues, de jazz, de la psicodelia y de todas las sustancias tóxicas que franquearan el camino hacia la sabiduría. Cultura y subcultura, lo hetero y lo homo, eran la misma deslumbrante cosa. El aprendiz tenía el alma entera abierta. La bohemia neoyorquina con Warhol (arisco, parece) a la cabeza y la efervescencia psicotrópicq californiana eran su escenario común. Luego abrazó el glam (o lo inventó, con permiso de Marc Bolan) y hasta hizo por la música disco más de lo que cabría esperar de un ser por encima de las pistas de baile y del tumulto de las modas. Mucho del rock y del pop posterior proviene de este bautismo lisérgico y sapiencial

Bowie hizo piezas monumentales, verdaderos hitos en la música popular. Queda Starman, Changes, Space oddity, Heroes. Me dejo cien. Luego fue el camaleón, El Duque Blanco, Ziggy. con su araña de Marte. 


Blackstar, su último disco con material original, salió un par de días antes de que falleciera. Un cáncer largo. Lazarus era la canción insignia. Una señal. 


Bowie fue un andrógino, un libertino, un histriónico, un bufón, un diablo, un dios, un ángel. Bowie fue un criatura inabarcable. Se le ama o se le detesta sin que exista mesura en esas dos medidas. Era fácil endiosarlo. Ejercía una fascinación primitiva, provocaba con la facilidad natural que otros no tuvieron jamás. Sólo Iggy Pop anda ahí, en su estela, pero no hay nada que los iguale. El maestro fue vencido por el alumno. 


Luego vinieron los personajes que diseñó. A ninguno le tomó mucho afecto. Los usaba, los tiraba. Creía en ellos como el perro sin dueño cree en la mano que le echa un hueso. Importa el hueso, la creencia de que siempre habrá alguien que le descubra, aunque sea el viejo fan, el que compró el vinilo de las aventuras de Ziggy Stardust, las aventuras lisérgicas del Berlín oscuro en el que se declaró fascista, el transgresor que antepuso la imagen a la misma música y paseó, orgulloso, su abrumadora personalidad, insoportable a veces, su megalomanía, su extremismo gestual, su teatralidad absoluta, su fetichismo insultante. 


Quiso deshacerse de todos ellos antes de que le calaran. Esa es la idea. Comerse a los hijos. Devorarlos para que no quede nada de ellos y, sin embargo, algo perdure. En realidad no le dolían, no eran suyos, eran más de los que los adoraban. A él le incumbía la intimidad insobornable, de la que sabemos poco o nada. 


En Bowie todo es juego. Incluso el Bowie malo, tantas veces malo, el que se exponía a caer bajo y terminaba cayendo, era bueno a ojos de sus fieles. Supo como pocos crear un ídolo. Tal vez la sacrificada fue la música. Prefirió el cine, las turbulencias del negocio del cine, más bien. Se codeó con los grandes o dejó que los grandes se codearan con él. Sólo precisaba un modelo al que replicar. Hasta su muerte participó de la maquinaria del juego que siempre quiso que fuesen sus múltiples vidas. Escuchen Lazarus, vean el vídeo promocional. 


Como Borges en literatura, Bowie sublimaba todo lo mediocre. En 25 discos (Blackstar, la última joya, en su sesenta y nueva onomástica) no dejó género sin experimentar. Abrazó el rock (el glam rock, el punk rock, el rock sideral, el gran rock salvaje de los primeros setenta) con Hunky Dory (donde estaba Life on Mars y estaba Changes, premonitoria) y con The rise and fall of Ziggy Stardust and his spiders from Mars (mesiánico, cosmológico: magistral, ambiguo) Después llegó el soul, el funk, el aire fresco de Detroit y de Philadelphia (Young americans). Hasta aquí era un Bowie voluble, sin un asiento fiable, dejándose influir e influyendo, ejerciendo de líder espiritual del rock que estaba por venir (U2, The Stranglers, toda la new wave oscura de Siouxsie and The Banshees, Echo and The Bunnymen o los primeros The Jam) 


Antes de que Nile Rodgers le hiciera caer en el sonido disco, Bowie echó el ojo a Brian Eno. Era bueno sabiendo elegir a quienes le sacaran su yo mejor. La trilogía berlinesa (Low, Heroes y Lodger, no sé ahora si en ese orden) le hizo comprender que había llegado muy arriba. Vivió en el caos, se alimentó de leche y cocaína, frecuentó los bares oscuros y se camufló en ellos. Puede que ahí desapareciera el Bowie suicida (el que pregonaba que el  rock and roll había muerto, sentencia que creyó férreamente. 


Bowie fue un rey enloquecido que buscaba con ansia el país al que reinar. Y lo encontró en ese vaciamiento que dan las drogas, el sexo, borrando de la trilogía  el rock, ya sabrán. 


Este cronista  compró Heroes en el ochenta. Llevaba tres años en el mercado. En esa entrega descubrí al Bowie que no me ha abandonado, al que se le perdona los discos sin compromiso (Never let me down es malo, irrita de malo que es; Earthling y Outside no tienen nada que haga pensar en un músico orgulloso con lo que hace) y los que uno regresa de vez en cuando, permitiendo que se le muevan los pies (Let's dance, el llenapistas que le produjo Rodgers, el alma del sonido disco desde que Chic copiaran las lentejuelas de Ziggy) o que se le erice el vello (Tonight, ese disco bisagra contiene un himno, Loving the alien, una pieza descomunal, una declaración de principios).


Lo bueno es que no haya un Bowie que me guste más que otro. Dejó muchas máscaras para que cada uno abriera la que se le antojara, pero tampoco encontramos a nadie dentro. El genio se escondía debajo de todas las pieles que se puso. Enumerarlas, registrar aquí los disfraces, las apariencias interpuestas para regocijo o espanto de la audiencia, es imposible. No porque no pueda indagar, tirar de memoria o de corazón, pues ahí, en la memoria y en el corazón, andan todos los Bowies que amo. No se pueden exponer hoy. Habrá otros que lo hagan, seguro que el amable lector puede descifrar la ecuación en otros textos. Éste no se resuelve, no da las respuestas, ni siquiera ofrece todas las preguntas. Se limitará a transcribir la pena de que no haga discos nuevos, de que coloque otra máscara. Lo que deja son una barbaridad de canciones espléndidas. Deja un modo de vivir también. No uno imitable. No se puede acceder a emular a Bowie. No hay copia que resista un examen detenido. El mérito, uno de ellos, es que él no pretendió regresar jamás a lo que ya había hecho. Cambió de letra a cada anotación manuscrita en su diario. Por eso hay páginas menos brillantes. Importan las otras, las grandes, todas las que hoy se mencionan. 


Ahora escribo con un pequeño recopilatorio que he montado. He tardado poco. Suena The man who sold the world en este momento. Nirvana hizo una versión soberbia. Detrás viene Starman. Creo que no acabaré la selección. Tengo sueño. Mañana las estrellas serán distintas. 


David Robert Jones, el arcángel oscuro, el duque blanco, el rey promiscuo, el amanerado, el viril, el sensible y el hipnótico, murió  de un cáncer. No lo aireó, no al menos como otros. Esa parte de su vida privada, la única vida posiblemente, no aportaba nada a ninguna de las máscaras que desplegó para embaucarnos o para reclutarnos. Somos un ejército. 


Álex me dijo que estaba roto. Yo lo entiendo, cómo no hacerlo. Dice que sólo la muerte de Freddie Mercury le afectó así. Se tiene con estos muertos ilustres un agradecimiento absoluto. Nos hicieron la vida feliz. Siguen en ese oficio. Les encomendamos que nos salven. De un modo que ahora no sé explicar, dudo que sepa, hacen que el pecho se hinche, que el aire lo recorra y sintamos en la cabeza una felicidad sencilla, inargumentable, como la del amor cuando nos convida a mirarlo. Esta noche todo estará bien. Planet Earth is blue and there's nothing I can do...



11.8.25

Easy Rider en el parnaso dodecafónico

 




El toro se llamaba Easy Rider, era francés, tenía entonces siete años y pesaba mil quinientos kilos. Formó parte del elenco de una ópera de Arnold Schönberg (Moisés y Aarón) que circuló exitosamente por Europa y acabó recalando en el Teatro Real de Madrid. Entre función y función, el animal (manso y noble, a decir de la productora del espectáculo) descansaba en las Caballerizas Reales a cuerpo de rey, cuidado por dos profesionales y un veterinario. Impone de la bestia el badajo, su reciedumbre mitológica que parece no haber retirado su encanto épico. La escena (segunda en la trama) narra el episodio bíblico en el que Moisés recibe De Dios las tablas de la ley y comprueba, horrrorizado, que el pueblo judío adora a un becerro de oro. Hara pronto 10 años de ese estrambote lírico. Easy Rider pasó de semental de ferias de ganado a figurante hipertrófico de los espectáculos líricos y hacer ganar a sus dueños 22000 euros por función.  En su carrera dramática, el toro come 600 kilos de paja y otro tanto de heno, dispone de dos cuidadores franceses y de un veterinario. Ni Jennifer López, en su condición de diva, tiene esas exigencias en los tours que llenan los estadios, pero siempre hay quien se rebela y pone el grito ene el cielo, quien encuentra reparo a todo y abre hilos de discusión que luego terminan enredándose, quién sabe si también se los zampará el toro, que es hambrón y tiene el tripa llena y la boca siempre vacía. Se abrió un debate largo en Madrid y se recabaron 45000 firmas en change.org para que se retirase al animal. Sé que los quince minutos en los que ocupaba el escenario lo estresarían. Las luces severas, el sonido apabullante y  el transporte del coliseo a su residencia de reposo acabarían afectando a Easy Rider. El afectado no intervino en la reclamación, no dijo sí, es cierto todo, además no es el tipo de música que me emociona, podrían haber elegido alguna cosa más pastoral, una cantata de Bach o un pequeño grupo de cámara interpretando a Brahms. 

Tiro ahora de ficción. A King Kong también le ficharon para un menester parecido. En Isla Calavera era un dios a ojos de los temerosos nativos, En Nueva York, una atracción de circo, una de las que hace mucha caja. La saga jurásica arrancada por Spielberg alarga el cliché circense y tira de dinosaurios, con nefastas consecuencias, por cierto. El toro, que aparece quince minutos en escena, manso y profesional, a decir de la prensa, proporciona a sus dueños cinco mil euros por sesión. Lo fascinante del asunto es que la ópera haya cobrado el interés que, sin toro, no obtendría. Lo admirable es que los productores se hayan rebanado la sesera hasta dar con Easy Rider. Debe imponer la escena. La señora como Dios la trajo al mundo. El animal arriba y abajo, intimidante. Como un dios en su reino, como un ídolo pagano. Que lo droguen o sedeno no lo hagan, dentro de que no es ético esa pequeña manipulación de su naturaleza libre o salvaje, no debería ser un asunto secundario, pero las aberraciones que se cometen con los animales que nos rodean y de los que nos servimos para alimentarnos o para que nos acompañen superan, en todo caso, a esta, que es menor, aunque no baladí. Tampoco es relevante que sea una ópera inacabada de Schönberg (del que no he escuchado nada con verdadero entusiasmo) o que una mujer desnuda se exhiba junto al toro en las imágenes difundidas para publicitar la función. Lo que trasciende es el feliz apareamiento de géneros en apariencia dispares. La ópera tiene un poco de circo en lo de ir un poco más allá en cada representación. Tiene ese matiz de exceso que agradecen poco los puristas y ven con felicidad no disimulada los novicios que se acercan al teatro madrileño (o al de París o al de Berlín) para escuchar la tragedia operística y recrear la vista en lo posible, hasta donde alcance el dinero invertido en la tramoya y en el atrezo. Se trata de hacer que congenie lo que David Bowie llamaba austeramente Sound + Vision: hacer que no sea posible separar el fondo de la forma, la esencia del repertorio (su intimidad o su épica gozosas). Que las arañas de Marte ocupen el escenario. Que cuando uno escuche en casa, en el mejor equipo del que se disponga, la ópera de marras acuda el imponente bovino, el semental antológico, o la mujer desnuda, lo que será a ojos de algunos una evidencia más del servilismo icónico de algunos objetos, guiados todos alrededor del sexo. Qué animales somos, cómo tira la carne. 


Al Kong clásico le arrimaban una rubia (adorable Jessica Lange en la versión menor de John Guillermin, aburrida Naomi Watts en la hueca rendición que hizo Peter Jackson entre la trilogía de los Anillos y la de los Hobbits, admirable Fay Wray en la lírica y fundacional) para encelar a la criatura y al espectador. No han cambiado mucho las cosas. Hay que buscar que se doblegue el bolsillo con trucos de feria. A falta de hombres bala, mujeres barbudas o enanos deformes, el mercado de la ópera o del rock o del teatro apela al animal puro, sin la vigilancia de la política correcta, extirpada toda su genética brutal, pero con el miembro totémico ocupando los comentarios de los pasillos del teatro, mezclados con la exégesis propia de estos magnos eventos. También habrá quien sostenga que todo está permitido en la representación del arte. Que los tiempos dictan nuevas liturgias. Que hace falta que Easy Rider se pasee por el escenario (suponemos que no se vendrá abajo y malogre la función o la salud de los artistas y que no se enseñoreé sedado hasta las trancas) para que se difunda la ópera y sus difusores hagan caja y disuadan a los animalistas de que emprendan acciones legales por herir o menoscabar la integridad del animal, vejado (se entiende) o humillado o convertido en un mero objeto mercantilista, igual que la moza en cueros yendo y viniendo por las tablas. Cosas de esas que últimamente tanto se estilan. No consta (cómo podría) que el animal se espantara al escuchar la orquesta ejecutando la música oscura de Schönberg. Leo que Zeffirelli usaba elefantes y caballos para su Aida. La recurrencia a la zoología para eventos artísticos no es cosa de ahora, pero estos tiempos (tan sensibles para unas cosas y tan ciegos para otras, tan enternecidos por el daño que se le hace a los animales y tan desentendido al que se le inflige a los niños en las guerras (y no solo), están enfermos y no tienen una balanza que pese con seriedad lo que de verdad importa y lo que no deja de ser un pequeño (entiéndaseme) conflicto moral, en fin...No toda la música amansa a todas las fieras. Algunas, según cuáles, pueden alterar la calma de la res, la pueden violentar, no sé, convertir en un arma de destrucción cultural. No entiende uno estas periferias del arte. Kong se puso nervioso en Manhattan. Se queda, merced a esa novicia manera de mirar lo extraño, en la posición del perplejo. Y el caso es que, bien pensado, no incomoda, no hace que peligre la fascinación primera, con la que se construye la experiencia intelectual, estética o moral que propone el arte. 


Está entonces bien el toro, ahí armado, manso en apariencia, contaminado de cultura, a su pesar, convertido en el fichaje de la temporada operística europea, rodeado por 400 intervinientes en cada representación de la obra. Peor sería (para el toro, digo) que se le lidiase en Las Ventas, no hablo desde la sanción a la tauromaquia, sino por mera compasión. Que lo zarandearan, que lo traspasaran con esos hierros del infierno, que acabara su rabo en un restaurante caro, servido en un plato de vajilla honorable, sería la otra posibilidad, más que vejatoria, dañina, letal. Y cuando digo rabo me refiero al rabo. Lo otro, lo que pende, no creo que se anuncie como manjar. Ya digo que no entiende uno mucho. Que sólo va dando capotazos y es probable que malhadados. Por lo demás, nadie se acuerda ya de Easy Rider. Los que asistieron a la obra de Schöenberg tendrán más argumentos que este servidor. Serían fanáticos de la ópera y, algunos más que otros, entusiastas de la innovación, feligreses de ese tipo de funciones en las que se riza el rizo para que todo cambie sin que, en esencia, se haya eliminado nada. Los toros van de bolos y adoran el dodecafonismo. Easy Rider tendrá ahora 25 años, edad provecta, si es que no ha muerto. Habrá visto medio mundo y recalado en los mejores escenarios de las plazas más ilustres. Estará de Schönberg hasta el mismo rabo, entiéndase eso como el lector desee. 




                 Fotografías: Javier del Real (EFE)

10.8.25

Heráldica de los diagramas de Venn XII

 



Lleva La montana mágica de Thomas Mann veinte años en el mismo anaquel. Cojo el libro de cuando en cuando, le limpio el lomo, abro unas páginas, busco el pasaje en el que, en una tormenta, Hans Castorp se prenda de la pureza de la nieve y se refugia en una cabaña, en donde fantasea con la posibilidad de una felicidad que sabe imposible y resuelve dar con la raíz del alma en un balneario comido por la decadencia y por las humedades. En  los balnearios leer a Mann, leer sin prisa todos esos adverbios, todos los verbos copulativos, pensar en la lentitud, pensar en el tiempo. Allí le saluda Gregor Samsa. Mírame, soy un ser atormentado. Yo soñé que mis gafas eran las de pasta de Bill Evans, soñé que me sentaba en un Steinway y tocaba Walz for Debby en un salón estilo tudor y bebía  whisky historiado con Han. Me decían muy bien, esas gafas te hacen mejor pianista. No tienes que preocuparte. Todavía te responden las manos. Tus dedos son un milagro. Les vi aplaudir levemente achispados. Vino entonces el Bowie de los setenta, el del glam y el del glamour, el de los clubs de Berlín, el de las arañas de Marte. Dijo algo que no hemos entendido, pero su voz abrió en nuestro pecho una congoja grande. Éste dolor en el costado debe ser la edad, escucho decir a alguien. Son los años felices de no saber, los años en los que nada nos incumbe en demasía, así que esta noche no quiero a Kafka, ni a Bowie, ni a Evans, esta noche dadme sólo dixieland. 

Tengo un monólogo interior que se lo quiero contar a Joyce. Creo en las barbacoas de 1969 con Elvis tomado por la pandemia de la sangre, en Peppa Pig cuando recita poemas bucólicos en las liturgias secretas del cosmos, en la primera eclosión pura de la luz, en el fermento, en el big bang metido en un botella de tercio de Leffe, en la semilla, en todo lo que germina y se iza, en las catedrales góticas al atardecer, en el cuarto principio de la termodinámica, en las cheerleaders del 78, en lo inverosímil sublimado, en el eco de las primeras palabras, en la fluctuación del ánimo, en la reverberación del alma, en los músicos negros de blues hasta arriba de pólenes de algodón, en cualquier gato de Cortázar, en las taxonomías de la carne, en la efusión del espíritu, en la nicotina en los dedos de un poeta surrealista, en la nomenclatura del frío, en la indulgencia, en la resurrección de los muertos, en el milagro de la transubstanciación, en la letra de todos los boleros anteriores a 1980, en las timbas de póker en los sagrarios de los pueblos perdidos, en las noches en Cartago, en Borges al citar a Shakespeare y a Quevedo en el episodio del puñal de Marco Junio Bruto en la carne de César, en la lentitud de los jardines, que me perdone Tizón, en la tristeza de los paseos marítimos en invierno, la lengua de las mariposas, en las turgencias de una novia de 1981, en el mar cuando recuerda sus naufragios, en Peter Pan mirando a Wendy Moira en un sueño del Capitán Garfio, en la trigonometría, en la numismática, en el grandilocuente verso modernista, en el dodecafonismo, en los diagramas de Venn, en las vírgenes zumbadas, en las libaciones de las naturalezas muertas, en el temblor cuando la belleza irrumpe, en Cioran en las catedrales, en Bach en un trance, en Johnny Cash en las cárceles de Utah, en la silla de Glenn Gould, en los exoplanetas que duermen en el éter, en los libros de caballería de Alonso Quijano, en los moteles donde el desquicio de Humbert Humbert iluminó a Nabokov, en Radio Tirana transmitiendo música balcánica, en los abducidos que vuelven con noticias de los primeros evangelistas. Y las manos de Samsa se atrofian y Joyce se lamenta de que el sueño que tuve no remitiera al Dublín de su Stephen. 

9.8.25

Una página de un diario futuro

 



Hará un año o dos o cinco que tuve nostalgia del frío. Hoy la he vuelto a tener. Habla uno siempre de lo mismo. Quizá la cabeza tenga un sistema por el que hace bucles que no reconocemos. Quizá escribamos el mismo texto una y otra vez. Eso lo he escuchado también muchas veces. Lo de que todo es una repetición con ligeras variaciones. Ojalá esas variaciones importen. Que las tentativas de novedad prosperen sin que se resienta la semilla. Hay con qué preservarlas. La memoria es fiel, aunque flaquee a veces. No sabe quien la detenta si podrá contar con ella de un modo nítido. Y uno empieza con cierta edad a beber sin saber a qué sabe lo que se bebe y amar con la misma ignorancia. Vivir tampoco escapa a esa inocencia hermosa de avanzar a ciegas. Solo tenemos algunas certezas, y no duran. Quizá no haga falta que nos acompañen siempre. El defecto consiste en creer que se deben tener las ideas fijas. Como si valiesen más que nosotros mismos. Como si ellas nos gobernaran y no al contrario. Se va mudando de unas a otras a conveniencia de la edad en que las poseía. A veces influye el estado de ánimo, que es una cosa de muy difícil manejo, por mucho que uno se obstine en administrarlo y sacar siempre su lado más agraciado. Hay días de ideas peregrinas y otros en los que, ah, fatum, somos sublimes durante unos minutos (ojalá)  y hacemos sonreír a las piedras. Días de absoluta flaqueza, contrariamente a lo que pudiera pensarse, dan una viva riqueza al espíritu. En la precariedad de la pereza la cabeza vive sus momentos de esplendor y se explaya. 


El verano no contribuye a que nada permanezca, salvo el sudor, claro. Yo he sudado en este como nunca en mi vida. Ayer hizo en mi pueblo un plomizo día gris en el que aire pesaba como un fardo en llamas. Un sudor bíblico, un sudor de resonancias cósmicas, eso es lo que hubo. Sucede el sudor como las nubes. Se suda también sin saber el porqué. No hablo de los motivos fisiológicos, Del sudor no hay una bibliografía de enjundia, al modo en que la posee el amor, la pasta italiana o los índices de precios al consumo, pero el sudor ha levantado imperios y ha provocado suicidios. No sé las cifras de gente que eligen el verano para despedirse de los rigores de este mundo. 


El frío nos hace más domésticos, nos recluye en la mesa camilla, nos hace fuertes contra el exterior. Se acerca el otoño. Viene lejos todavía, pero se oye cómo avanza. Anoche pensé en todo lo que voy a hacer cuando regrese el frío. Casi nada de lo que proyecté para cuando arreciase el calor ha sido cumplido. No he salido a pasear como quise. No he revisado todo el cine en blanco y negro que he ido aplazando en época de trabajo. No he escuchado conciertos barrocos al clarear el día. No he empezado el nuevo libro que me prometí. Tampoco he abandonado el vicio del tabaco. Lo de escribir no me preocupa. Lo hago con rutinario empeño. Disfruto con la posibilidad de que en alguna ocasión el azar (qué sería si no) me haga escribir un párrafo desde donde salgan todos los demás. Es el párrafo el que abre la trama. Todas las grandes historias empiezan con la seguridad de un párrafo que nos emociona y del que nos sentimos enteramente satisfechos. Hay días que poseen también su párrafo heroico. Luego, en ocasiones, se tuercen los renglones, que no solo Dios va a tener los suyos, pero incluso torcidos, los días dan líneas espléndidas, partes de la trama que salvan la trama completa. Y el sudor planea también su parte en la trama. Se entusiasma sin motivo. Nos abate a conciencia. Podría contarme estas cosas a diario, registrarlas. Adoro los diarios ajenos. El último que leí, que era diario y novela impostada, como un palimpsesto riquísimo, fue el de José Manuel Benítez Ariza. Era la novela de un ocioso, bendito oficio ese. Me he animado un par de veces a escribir sobre él, pero merece un diario deudor. Los libros son acicates de más libros. Yo hoy les animo a que lean a José Manuel. Eso ya valdría para justificar esta página suelta del no conformado mío. Su año sabático es un derroche de alta literatura y de vida vivida y bien contada. 

8.8.25

Todo sucede tan lejos

 

                               

                                                       Fotografía propia


En época de guerra a los alimentos se les llama víveres. Es lo que tiene el lenguaje: que se adapta a las circunstancias. También urde expresiones como cordón sanitario o misión humanitaria. En cuanto las circunstancias se ponen adversas viene un milicia y asedia una ciudad, interrumpe el suministro de agua, malogra el acceso de la logística elemental, dinamita los servidores de electricidad y convierte las avenidas en caminos de escombros. No les importa la cuenta de muertos, ni el fuego, ni el aire mezclado con la ceniza. No hablan para no tener que justificar la barbarie, callan porque el silencio es una manera de no tener que ponerse a pensar en la maldad absoluta que exhiben. Estamos al tanto de esa iconografía blasfema. Gente pendenciera que disfraza su pendencia de nacionalismo o de libros de fe o de acciones de bolsa recorre las aceras, vigila los edificios todavía en pie y derriba con mira telescópica, en plan videojuego, los desavisados que sobreviven y esperan que el azar les permita encontrar refugio y algo que echarse a la boca. Es Gaza, pero podría ser cualquier ciudad del mundo en donde a los alimentos se les llame víveres. El intruso que asiste a la matanza con la Nikon en ristre es un personaje necesario: es el intermediario entre el Estado del Bienestar y el Estado del Odio, el cronista que revela el mal a quien lo tiene lejos. Hay que tener a alguien que nos cuente, para que se sepa. Conecta ambos mundos (el feliz y el hecho añicos) y pone en evidencia las anomalías del sistema. 


Las guerras se pierden siempre, da igual que un bando las gane. La guerra es una de las anomalías más antiguas, no desaparecen por más que se condenen, por mucho que se documenten y difundan. Existen desde que alguien pensó que por la fuerza podía hacer valer lo que no podía expresar acudiendo al lenguaje. La guerra nace siempre dentro de uno. La acata y considera suya cuando usa la fuerza en un patio de colegio. Quién no lo ha hecho, quién no ha sentido ese brote de ira en la sangre, esa locura en el corazón. El arma sin usar es siempre la palabra. A veces hay guerras que ni siquiera exhiben criterio alguno sino que se conducen desde la maldad más abyecta. He dicho a veces y ya corrijo: siempre. Es lo que tiene el lenguaje: que se adapta a las circunstancias y hasta se obstina en rebajar la crudeza de lo real. Porque la realidad es cruda y vivir es un delirio compartido en el que unos tiran bombas en un salón, otros toman la instantánea que registra el estropicio y unos pocos nos sentamos a ver qué ha pasado hoy, cuántos muertos hubo, qué salvajada han hecho hoy. Nada nuevo. Seguimos alerta. Estamos en guardia. El hombre es, en esencia, un superviviente. La poesía no desbarata el campo de batalla, no lo anula, pero no hay otro instrumento más riguroso ni eficaz, pero no hay poesía en la foto de la habitación de una vivienda de Gaza o en la de un niño al que se le ven las costuras del alma y hasta se huelen sus lágrimas. No puede haberla, no se intente buscar, no la hay.


Felizmente no estamos a merced de los bárbaros. Por mucho que agiten sus artilugios de guerra, por más que aireen su condición animal, su balanza arancelaria, no tienen ninguna batalla ganada, no hay evidencia de que la guerra se incline a su favor. Estamos sólidamente anclados en el bien, en la creencia de que siempre es posible hacer mejor las cosas y no hacer daño a nadie en ese desempeño, pero hay gente que se duele a poco que uno se mueve en derredor suya, gente que nunca arguye argumentos, sino que ladra o que berrea o que, en el mejor de los casos, y no es bueno, esgrime opiniones peregrinas, imposibles de sostener si se las examina en detalle. Lo malo empieza donde lo bueno no alcanza, dicho de una manera abreviada y de poco lustre sintáctico o sentimental. Los bárbaros son los que no escuchan, no lo hicieron cuando no tenían motivos para no escuchar y el mundo era hermoso y todo estaba a su alcance. Después se creyeron que no era necesario escuchar o que la mejor manera de entablar un diálogo era obligando a callar al otro, para que su parlamento no tuviera respuesta, para que su criterio no tuviese rival. No estamos a merced de los bárbaros porque hemos ido muy lejos. Hemos sido capaces de sentarnos y hacer turnos de palabra y levantar actas de lo dicho y respetado la opinión de quienes pensaron cosas buenas y cosas nobles para que vivir no fuese más doloroso de lo que ya es. Porque vivir duele, ya seamos bárbaros o no. Duele desde que salimos del vientre materno y notamos que el aire penetra en nuestros pulmones y los violenta. Alguien dijo el otro día en televisión que nacemos para la tragedia: nacemos llorando. No existe el humor hasta que nos damos cuenta de que esta representación es, a poco que se mire, triste o patética o, sin excepción alguna, perecedera. La primera respiración es una especie de rotura del himen primigenio, el que traemos desde el limbo fundacional, en el que no hay dioses ni palabras, en donde todo consiste en esperar a que la luz penetre y seamos violentamente expulsados de esa paz a la que no es posible volver nunca, aunque inventemos úteros en todo lo que hacemos y amemos a nuestra madre porque ella fue la residencia primera y la más fiable. En un sentido primario, de afecto antiguo y perdurable, siempre volvemos a esa casa: incluso al dormir nos ovillamos, adquirimos esa postura de recogimiento, por no importunar al espacio tal vez. Yo me pregunto si los niños de Gaza duermen. Si la muerte que les ronde les permite dormir y olvidar que ella está allí, rondándoles. 

No hay miedo, ni sensación de que prospere el miedo. Lo que hay es hastío, constatación de que los bárbaros, a su pedestre manera, alcanzan cotas de poder, ocupan despachos y toman decisiones. Se les ve en televisión sin que parezca que sean en verdad bárbaros, se pavonean delante de las cámaras, exhiben su grandeza, la que les sobrevino cuando entendieron que debían actuar sin que se delatase la barbarie, haciendo como que escuchan, aunque después nada de lo escuchado durase, todo fuese sacrificado y no fingido nunca más. Pues a pesar de eso, no estamos a su merced, no hay ranuras, no hay fisuras, no hay resquicios por los que permitir que franqueen nuestra integridad o nuestra moral o como quiera que se llame lo que hace que no seamos como ellos. Uno no sabe bien en qué bando está. En ocasiones cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Esa percepción íntima planea inalterablemente. Esa certidumbre es la que hace que salgan algunos de estos textos de vocación combativa, pero estériles en el fondo, a poco que se los lee en detalle y se extrae lo poco que aportan. Se conforma uno con contarse el mundo y decir he aquí a los bárbaros, he aquí a los que no lo somos, algo así. Es posible que únicamente sirva para conciliar con más propiedad el sueño y dormir sin que nos atormente nada. A los bárbaros se les debe poner muy difícil dormir con esa limpieza. Se deben despertar en muchas ocasiones, deben tener sueños pesados, deben tener la sensación de que sólo son bárbaros cuando abren los ojos y empieza la vigilia. Se les debe aparecer la madre o los hijos o los dos. Todo se desquicia. Prospera el ruido, reina el mal. Las flores, carnosas, huelen a escombro en las avenidas. 


Ya no hay occidente, ni progreso en el mundo, aunque haya luz en los farolillos de las verbenas de pueblo y estén llenas las terrazas en verano. No hay paz en el mundo, ni creo que la haya habido alguna vez. Los soldados han saqueado el mapa, lo han despiezado a conciencia, se proponen borrar países y no cejan hasta que lo logran, no dejan en pie nada, echan abajo algunas catedrales muy altas, devastan todos los colegios en donde se imparten las disciplinas del futuro. En ninguna de esas disciplinas figura la ternura, en ninguna está la bondad. Dejadme que me ponga hiperbólico y trágico. A todo lo que se aspira es a que el saqueo continúe y haya una buena herencia para las castas nobles venideras, las que administran las ganancias y valoran en privado las pérdidas, que serán aceptables si las mastican otros, los pobres de siempre, los bombardeados, los que se duelen sin que el dolor se advierta o incluso larga y penosamente advertido, los que viven lejos, los que no pueden defenderse, los desheredados ancestrales, que no supieron nacer en los áticos de las casas residenciales, untados de la miel del triunfo, conscientes de que el mundo es de ellos, aunque lo pueblen los demás, a los que no se ven. Vemos los muertos de Gaza o los de Ucrania, habrá más, estarán en los informativos, como si fuesen materia narrativa de una ficción que se ve en casa, leída como una novela de acción en la que los dilemas morales ocupan un parte irrelevante de la trama. La sangre es la que lo ocupa todo. La sangre juntamente con el miedo. No sirve nunca lo que la historia ha venido contando. El principal oficio de la escuela fracasa cuando los que fueron a ella arman un fusil y se visten para el combate. Todas las escuelas del mundo son inútiles en cuanto un descerebrado desnuca a otro con una piedra o le abre las tripas con un misil por las razones que se le antojan más pertinentes. Nunca son justificadas las razones que hacen que mueran los niños o que las casas de una población muerdan el suelo y muestren su esqueleto puro, los escombros sin lírica. Lo que aguarda es más de lo mismo. Por mucho que algunos se obstinen en decir que la cultura lo salvará todo, pero no hay cultura, no hay occidente, lo han saqueado a conciencia, no han dejado en pie nada hermoso. 


El arte ha sido el primer sacrificado, el arte ha sido el primer muerto. El arte como estandarte de todo lo que hemos construido como seres humanos, humanos y sensibles. No hay humanidad sin que la sensibilidad la conduzca. No hablo del amor, sino de la compasión y de la creencia firme de que el dolor ajeno es un poco o un mucho (ojalá) el nuestro. No hay belleza en las fotografías de los reporteros, las de los niños de la franja de Gaza, cualquier niño en cualquier Gaza, todos esos niños de las bombas. Hay impotencia, llanto, esa sensación de que somos una especie inmunda. La democracia no es suficiente, pero no se ha encontrado un sistema más fuerte. La democracia es una excelente nodriza de genios y solo con ella florecen los grandes hombres de letras. Lo dejó escrito Longino. No hay genios ni hay espíritus nobles a los que arrimarse para ir ascendiendo. Solo están los soldados y los generales. El mundo terminará en manos de las milicias. No importa que haya paz y haya belleza en algunos rincones del mundo. Gaza no parece de este mundo. Nunca lo pareció. Está en mitad del dolor, en la nada hueca donde retumba el odio. Luego está la retórica de la guerra, el discurso de los que vencen, el salmo triste de los vencidos. Y no creo que sea este el momento de dar aquí una postura sobre quién tiene la legitimidad de atacar, sobre si es punible contrarrestar el asedio de la casa y asediar la del prójimo. Ahí, en esa columna de pólvora y de rezos, está la nota necrológica del mundo, que murió a poco de fundarse o que nunca terminó de nacer del todo. Está el cielo a medio hacer y el hombre le inventó dioses, lo pobló de metáforas. Las guerras son el fracaso de todos los ángeles. No hay guerra en la que no caigan. Somos indolentes. Más que otra cosa, es la indolencia lo que nos conforta, encapsulándonos, haciendo que la realidad discurra sin que tengamos que considerar en ningún momento su credibilidad. Por eso las crónicas bélicas no nos incumben. Las vemos con la neutralidad del que paga un servicio de televisión por cable. Hay una tarifa plana del miedo. No de la poesía ni de la ternura, pero el miedo fascina más, el miedo da mayor placer a los sentidos. El mapa está alfombrado de cruces. 

Todo ocurre lejos. Las bombas con sus muertos. El ruido del hambre en la boca del estómago. Esta es la guerra del hambre y de la sed. Están lejos las lágrimas ciegas. Las de la tierra cerrada. y el aire que no se mueve nunca. Se está bien bajo las palmeras. Lo malo es ajeno. Las bombas, el hambre, las lágrimas, las tumbas. No será verdad todo lo que dicen. Aquí se está bien. El mar está precioso hoy. Es el Mediterráneo. Nuestra niñez sigue jugando en sus playas. Lo cantaba el poeta, qué bien lo hacía. Los atardeceres rojos. La brea. El cuerpo hecho camino. Pero en la otra orilla, lejos, este mar arde. No se ven las llamas. El hombre al que le hice la foto no verá la danza rota del humo, no se dará por aludido, no querrá saber, ni escuchará el padecimiento, todas las plegarias de los inocentes. Porque habrá inocencia en los que allá lejos caigan. La hambruna no les dará ni fuerzas para quejarse cuando vayan cayendo. Ni será caer el verbo propicio. Estarán ya en suelo cuando les visite la tiniebla. Lo que triunfa lo vulgar, lo tasado con un número o lo sacralizado por las sordas huestes de la masa, que desoye el ruido de la conciencia (otra vez acude) y cultiva el de la zafiedad. Yo mismo, ahora, en este momento, qué estoy haciendo, para qué. 


El aire del despacho de Sigmund Freud olía a flor carnosa, medio podrida, como huele la conciencia, escribió Manuel Vicent. Flor mutada a mugre. Flor sin historia que se deja morir para que nadie la escuche. Flor que a menudo hace concurrir en sus pétalos la herrumbre de estos tiempos. No son los mejores, cuándo lo fueron. Todos están comidos por una fiebre rara, de la que poco o nada se sabe; antigua esa fiebre, conocida, repetida con dolorosa frecuencia. La tenemos a diario, se sabe de ella todo, es nuestra, aunque no oigamos el tumulto de las bombas o sintamos que los muertos son de otros. Porque la muerte es siempre cinematográfica. Nos han enseñado a ver sin mirar o a oír cuando se debiera escuchar, y no llega aquí el ruido de la guerra. Por más que afinemos el oído, no percibimos la música de la muerte. 




Creer

Fotografía /  Inge Schuster De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree habe...