Hay más cosas por hacer que las que uno ha hecho. Ese propósito es el único con el que debería contarse. La lista de propósitos la manuscribe el azar, podrían ser los del año venidero, no siempre es la idónea, ni ocurriría nada grave si no se acomete. Lo normal es que nada de lo anhelado suceda. Algunos de esos deseos son irreprimibles; otros se piensan sin mucho empeño, un poco juguetonamente, sin saber qué efecto producirán. Hay días que invitan a desmadrarse. Es curiosa la expresión. Viene a reforzar la idea de que es fuera de la tutela materna donde concurre los primores de la diversión. Que las madres nos los coartan o censuran. Es el oficio legítimo. El nuestro tal vez sea desoírlas, no caer en la obediencia ciega del hijo. Desmadrarse es una especie de viaje iniciático, probatorio y lúdico. Luego vuelve uno al feto primigenio, esa moral de inspiración cristiana con la que se nos educó para no salirnos en demasía del tiesto. No todos los deseos son reprobables. Los hay de un candor o inocencia conmovedora. La lista de hoy, la improvisada, es esta:
Asistir a una máster class de balalaica.
Leer a Emily Dickinson en vernáculo verbo.
Ser invitado a un menú degustación de sushi en Tokio.
Visitar en invierno el barrio judío de Praga.
Beber absenta en Boston.
Escribir un soneto en una Underwood número 1.
Ser aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach.
Pisar Tierra Santa.
Abrir una puerta en una película de Lubitsch.
Departir con Dios en un sueño.
Embriagarse a sabiendas.
Bailar con los ojos cerrados una música que solo se escucha en la cabeza.
Pasar una noche en una historia de Stephen King y flotar nada más despertarme.
Tocar el piano como Bill Evans.
Recitar de memoria el poema del ajedrez de Borges.
Ver un unicornio azul en el malecón de La Habana.
Subir al Empire State Building en 1933.
Tener unas palabras con el coronel Kurtz.
Pasar la nochebuena en Bedford Falls.
Pedir un gintonic en el pub Tempo en Priego de Córdoba.
Terminar mi novela.
Escribir un poema en una servilleta de un bar.
Apurar un White Russian en una terraza en Cracovia.
Conversar con mi padre.
Releer la integral de Lovecraft.
Saludar a García Márquez en Macondo.
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