29.5.19
Un limbo
No sé en qué parte de mi infancia descubrí que la realidad tiene costuras fantásticas. La cuestión de que a veces sea al revés, esto es, que la fantasía tenga costuras reales, llega más tarde. Lo que primero irrumpe es esa revelación. Es a partir de ella de donde se compone el adolescente que luego mudará en adulto. Le damos a veces poca o ninguna impotancia a la fantasía, pero tiene el mismo peso que su anverso tangible y mesurable, la realidad. Creemos en Dios porque una parte de ese milagro sensitivo no se ha ido del todo y continúa irradiando su halo de metáforas y de ingenios imaginativos dentro de la cabeza. No conozco a nadie que desdeñe una buena historia real, fundado con preceptos cartesianos, narrada sin que nada extraordinario suceda. En cambio, conozco a mucha gente que reprueba el concurso de la fantasía. No creen en que existan dragones o haya viajes en el tiempo o los monstruos más implacables acechen en las esquinas y tengan el aspecto de un señor corriente, de esos a los que nunca les prestarías atención si te los cruzaras en la acera o estuvieran a tu vera en la cola de la charcutería, pongo por caso. Ayer soñé que el mundo que dejé por la noche no era el mismo que se me ofreció por la mañana. Eran otras las calles, otros los modelos de coches (muy soviéticos, muy de guerra fría) y hasta mi mujer tenía otros rasgos, aunque su voz era la misma, cosa que me alivió mucho en la narrativa del sueño y pude continuar de asombro en asombro. Lo más llamativo es que nadie parecía percatarse de mi existencia. No me reconocían. A pesar de que les saludaba, no demostraban la cercanía que yo daba por cierta. He despertado con una congoja terrible, apurado y decidido a comprobar que las calles siguen como las dejé (la mía a medio terminar de hacer, llevan cuatro meses las obras, no lo entiendo) y que los rasgos de mujer son los mismos. No tengo mucha más información. No tengo la facultad de quedarme con todo lo que sueño. Traigo retazos, esbozos, mapas sin terminar, aproximaciones de un mundo que no me pertenece. La realidad tampoco es propiedad mía. Funciona como los sueños. Estás en su trajín, pero no tienes nunca la certeza de que seas el que decide qué hacer en él. Tenemos la sospecha de que hay cosas que se nos escapan y también la de que hay cosas que, muy al contrario, dependen enteramente de nuestra voluntad. El territorio más atractivo es el que se sitúa entre ambas circunstancias. Ese limbo.
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