11.6.18

Joyce, Kafka, Dahl, Pla y Bécquer

1 JOYCE
Uno quisiera dejar un monólogo a lo Molly Bloom, un largo viaje adentro, una maniobra onírica, de la que salga algo en claro, aunque sea la rotunda incertidumbre, la levedad de estar y, al tiempo, de poder salir y ver qué hay afuera, pero que exista la posibilidad del regreso, que no sea el viaje demasiado caro. Ayer pensé en Ulises y me declaré incapacitada de avanzar más de lo que ya hecho. He dejado ese ochomil definitivamente. No me duele, no siento el peso de la obligación, no me atraviesa el dardo de la incompetencia. Como esta voluntad mía, tan literaria o tan idílica, no es posible, me quedo en la tarde irreversible, caído junio ya a plomo, pero con traje de otoño mediado, con el café a medio tomar, con la mañana a medio montar, con ganas de acabe el domingo (sí, sí, sí) y empiece el lunes, abandonado en un aparte accesible de la mesa, firmemente comprometido con la realidad de la que descreo. De hecho no hay otra manifestación de más pulcra solidez que el café, en su taza de los Rolling Stones, la que me regalaron en un amigo invisible, a medio tomar, ya un poco frío por el desvarío de escribir, ya un poco perdida por todo lo que hay que hacer y no hago. 


2 KAFKA
A lo primero a lo que uno se inclina en Kafka es a considerar la acústica de la palabra. Kafka. Kafka. Kafka repetido una docena de veces. Hay una belleza ineludible, con la que se abren paso algunas de las bellezas menos evidentes o un tipo singular de belleza sin la que yo mismo no podría subsistir al modo en que ahora lo hago. El gris Kafka, oficinista, soporta la realidad en la creencia de que las noches las llenará de armonía con su escritura. Escribimos para que las noches limpien todo lo gris que ha ido abandonando el día. Se escribe para estar a salvo del rigor del mal o de la tristeza. Somos Kafka en una habitación, mirando la hoja en blanco, pensando en cosas que no podrían explicarse a viva voz nunca.





4 DAHL
Me contaron una vez que el juego era la fiesta del mirar con ligereza. Quien me lo dijo lo había leído, seguro. Suena a una de esas citas maravillosas que uno deja caer en ocasiones especiales. Hoy debe ser la ocasión especial. En cuanto nos asalta el desencanto, dejamos de jugar, ingresamos en la edad adulta, la que nos malogra esa pureza idílica de lo lúdico. El juego festeja la vida. Jugar, en compañía o solitariamente, nos reconcilia con la felicidad. No la abandonamos del todo nunca, es cierto, pero no batallamos cuando la perdemos. Damos por hecho que quizá no la merecemos enteramente. Creemos que no es posible el regreso. No jugamos como debiéramos. Nos educaron para ir abandonando de forma paulatina el juego y todo lo que el juego trae bajo el brazo. A veces pienso que los males del mundo residen en eso, en que hemos dejado de jugar, en que no encontramos paz y nos dedicamos a jodernos sin miramientos. Joder es el juego. Dicho burda y abruptamente, solo estamos aquí para jodernos los unos a los otros. Unas veces con más fiereza que otras, pero no se me ocurre nada para que se me borre ese pensamiento. Me voy a acostar para ver si en los sueños me limpio un poco y mañana amanezco más festivo.


5 PLA
Hay que ser muy provinciano para poder ser absolutamente universal.


6 BÉCQUER
Hace años que no leo a Bécquer. Lo hice vorazmente y nunca lo vi cursi. Incluso en las partes cursis, las que adquieren ese timbre fonético dulzón o emanan candidez y armonía pura, soy capaz de encontrar un sentido escondido. Bécquer era un tipo sórdido. Si se lee bien, convenientemente adiestrado, se puede entresacar un poso de perversidad y de miseria. Como si fuera cine negro con pétalos orientales, tupidas madreselvas y palabras que, desde que se airean, arden.

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