14.6.18

Por ahí debe andar Iván Karamazov





Uno tiene la convicción de que se puede vivir en los libros, pero luego lo disuaden el amor que uno recibe y el que da, que requieren sus atenciones y el tiempo, entre libros, no las procura, no permite que la realidad se inmiscuya en ellos y los aparte. También están las calles y el cielo alto y azul y los paseos por la periferia de la ciudad, mirando a lo lejos el campo, que es un país extraño a veces, como ajeno. No sé si amo más leer los libros que observarlos. En parte una cosa conduce invariablemente a la otra. En una época, me demoraba en las librerías, paseaba sus pasillos, fatigaba sus baldas altas o sus expositores en mesa. Todavía, cuando tengo tiempo, las visito. Lo hago en ocasiones sin la idea de comprar ningún libro, sólo me mueve ese placer privado (todos lo son, los públicos dejan un poco de placeres al airearse), el de sentirme arropado por ellos. Siento que mi vida está en esos libros. Que lo que yo haya sentido alguna vez está recogido por alguien en un párrafo de uno de esos libros. Me produce también una zozobra inmensa, la de la orfandad que percibo. Siento que algunos no se abrirán nunca, no serán comprados o, caso de que alguien los adquiera, no serán leídos, no habrá quien deshaga su vocación de objetos entre los objetos y los convierta en organismos vivos. Con algunos he entablado conversaciones que no he conseguido con seres humanos. Eso tiene una parte terrible, lo admito, pero constato esa evidencia y sé que volverá a suceder y que me sentiré colmado y feliz por esa circunstancia. Cuando los libros nos reclaman más de lo conveniente, hay que aparatarse de ellos. No se nos olvide el ejemplar recuerdo de Alonso Quijano y su biblioteca de ensoñaciones y de aventuras embutidas en libros de caballería. No creo que fuesen esos libros los que lo enloquecieron. Fue la realidad, tan delgadita, tan escasa de avatares, la que lo arrojó a la locura de todas esas descabelladas y fantasiosas páginas. Hoy empiezo libro nuevo, pero sé cómo evitar que me domine. Si es muy bueno, no puedo evitar que me colonice. Hará cuarteles en mi cabeza, guiará unos días lo que haga, me hará pensar en él continuamente, pero luego será reemplazado por otro libro. De resultas de todas esas colonizaciones, no hay ninguna que verdaderamente prospere. Unas anulan a otras.

Cuando tengo a Dostoievski en mi cabeza (este verano pasado leí Los hermanos Karamazov por primera vez) me sentí angustiado, creía que me observaba Dios, todo lo pasaba por el tamiz de esa neblina dramática. Tenía a Iván Karamazov en las tórridas siestas de primeros de agosto yendo y viniendo de mi cabeza al libro, que era su residencia de reposo. Veía parricidios por todas partes, percibía ateos por todos lados. Todavía hoy veo el libro en un anaquel alto de mi librería y me estremece pensar hasta qué punto me afectó. No es un estremecimiento que cale, ninguno doloroso o duradero: desaparece cuando salgo de la habitación o cuando vuelvo la vista y veo el lomo de otro libro (acabo de ver que está absurdamente junto a un volumen de cuentos de Roald Dahl) o salgo a la calle o veo distraídamente la televisión. Lo que me fascina (cada vez más) es la capacidad que tienen los libros (la literatura) de modificar nuestro ánimo o nuestro comportamiento y hacerlo sin que sepamos que esa mudanza proviene de ellos, de las historias que cuentan y de cómo las hicimos nuestras. Por cierto, tras leer la novela, interesado en Dostoievski, de quien no sabía prácticamente nada, supe que Einstein y Freud la tenían entre las más grandes de la literatura y que el autor fue el mejor personaje posible para sus historias. Qué bien hubiese sido haber nacido Tolstoi, pero no pudo, por más que quiso.

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