18.6.18

El demonio de las armas




                                                         Fotografía: William Klein

A Fernando Oliva y a Joaquín Ferrer, mis amigos literatos y fotógrafos.

Siempre hay alguien dispuesto a matarnos. Quizá no adrede, pero sin que le asome una pizca de rubor. Gente que va a toda prisa por la carretera y no le importa morir y llevarse a unos pocos más por el camino. Gente que saca un arma del armario y se aposta en una ventana, dispara al azar como el francotirador de muchas películas y luego se descerraja un tiro en la boca. No tenemos nunca información fiable de cómo irán las cosas, si la fortuna estará de nuestra parte o se esmerará en actuar en nuestro perjuicio. El azar hace que no nos encontremos nunca al loco de la carretera o al loco de la pistola o el azar hace que se malogre la tragedia porque concurrieron las festivas circunstancias disuasorias. Igual podemos nosotros quitar de en medio a alguien de forma fortuita. Uno puede irse al otro barrio por casualidad o por la ejecución primorosa de un plan cuya única trama era nuestra eliminación. El cine negro, el bendito cine negro, vive de esta gloriosa reflexión. Solo por eso uno termina viendo la fotografía sin pensar que sea real. En realidad no lo es. Comenta su autor, William Klein, que le pidió al niño que blandiera el arma y forzase, teatralmente, una cara como la que vemos, excesiva, criminal. Se quejaba el autor de que hubiera sido esa, y no otra de un tema que le satisficiera más, la fotografía que siempre se vinculaba a su nombre. Apacigua el conjunto el niño de la derecha, que no exhibe ninguna emoción visible salvo, tal vez, la de contener a su amigo, que está absolutamente desencajado. Creería uno que el fotógrafo pudo acabar con una bala reventándole el rostro, pero hay una inclinación a pensar que el chico acaba bajando el arma, relajando el gesto, como si la mano en su brazo, la del amigo, acabara imponiendo su criterio. O tal vez esté hecho al crimen y tan sólo espere el fogonazo y la sangre. 

La fotografía, ese arte mayúsculo, establece con quien la observa la misma conversación que fomenta la literatura para quien la lee. Lo fotografiado documenta lo que el ojo registra, pero no es solo la realidad la que queda al final, después de la mirada, sino la constatación de un mundo repentinamente revelado, como la trama oculta en las páginas de una novela. No se trata de lo que veo sino de lo que quiero ver. El hecho mismo de que la imagen sea forzada, al modo en que lo son las de una película, hace pensar la responsabilidad de la fotografía, su compromiso con la realidad, justamente la que no tiene por qué duplicar, sino extender. Lo que suscita este fingimiento es la irreprochable validez de una imagen, descontextualizada, huérfana de todo vínculo con lo que le precede o todo lo que trae detrás. El desquiciado del arma, el niño violento, se postula como símbolo, adquiere la trascendencia con la se despachan las cosas de más fuste, las de la cultura. No hay nada que evocar que no hayamos pensado ya antes o que no nos haya sido servido en la iconografía clásica, la de la literatura noir, la del cine de ese género, pero la violencia no es solo una etiqueta, un recurso semiótico. Solo bastaría tener la certidumbre de que el niño acabara disparando sobre la cara del fotógrafo, pero estamos a salvo de la realidad, estamos encapsulados en la ficción, en cierta idea de que incluso los acontecimientos más extraordinarios, los más duros y de más hondo patetismo, pueden ser considerados una rama de la literatura, como convino Borges sobre la teología. Tenemos un blindaje óptimo. Nos hemos pertrechado bien de refugios en donde resguardarnos. Y no saber nunca si la bala se quedó en el tambor o el dedo percutió el gatillo y salió del arma.

La verdad la dice cualquiera, pero la mentira requiere imaginación. Quizá de ahí provenga el escaso aprecio que se le da a la literatura, los pocos libros que se venden y, sobre todo, el poco prestigio que tienen los escritores, que siempre fueron gente de poco fiar, por mentir, por no hacer valer la verdad y reclamar ese triunfo bastardo de la mentira. A nadie le gusta que le mientan. (Ya no digo nada sobre el respeto que se le tiene a los actores. Eran cómicos. Lo he escuchado muchas veces. Todavía, en cierto modo, para algunos, siguen siendo cómicos). Suspendemos la credulidad y entramos en la trama de los libros, pero luego volvemos a la realidad, la abrazamos, nos damos de bruces con ella y hasta advertimos cómo nos hiere o nos afrenta. Lo que no hacemos nunca es negarla: es la casa fiable que tenemos. Lo otro, la mentira, no prospera, no tiene predicamento, no vale nada más que para entretener, no para vivir. Hay gente que recela cuando ven a alguien llevando libros. Sigue pasando. A la larga, la cultura es una actividad subversiva. Cuanta más evidencia hay de que alguien es culto, más recelo produce. Parece que esconde algo que va a ser usado en nuestra contra. Siempre vencen las armas. Suenen cuando se usan o tan sólo amedrenten a quien las mira, cuando el portador alardea de ellas y las maneja como los viejos pistoleros en las películas. 

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