13.2.18

Abrirse de orejas




A Don Rafael Mesa, maestro de Dibujo del Instituto Averroes, allá donde esté el buen hombre

El primer disco de música clásica que escuché era de segunda mano. Cayó en el mismo lote con uno de Charlie Parker y otro de John Lee Hooker. El de clásica era una sinfonía de Brahms. Tengo una idea fugitiva, un poco manipulada por el recuerdo, de que había unas nubes en la portada y el nombre del autor junto con el del director ocupaba el centro. Volví a casa entusiasmado. Era la edad en que el mundo era un hallazgo continuo. No se vuelven a tener cuarenta o cincuenta años, pero duele más no volver a los doce. Yo no sabía nada de ellos. Brahms, Parker y Hooker eran tres extraterrestres, pero era yo el que iba a abducirlos. La ventaja de un disco de vinilo sobre cualquier otro formato es la consistencia física, el peso tangible, la sensación de que has adquirido algo que va a durar toda la vida. Luego el tiempo hace sus cosas y lo que uno cree eterno queda en fugaz. Lo que queda son briznas, nombres, pequeños fragmentos de una realidad preservada amorosamente en la memoria. Yo amo mi memoria al modo en que algunos sienten adoración por sus bíceps o por su pelo. No sé qué hubo esta mañana que me hizo pensar en Brahms. Es asombroso el modo en que irrumpen en ella cosas que ni imaginas, pero que te pertenecen y de las que no tenías conciencia de que fuesen tuyas. En cierto modo no somos una persona que lleva una vida sino que somos varias y son más de una las vidas que nos ocupan. En un compartimento de una de esas vidas estaban ellos tres: Brahms, Parker y Hooker. No sabría explicar el porqué de esa permanencia: persiste en mis recuerdos el día en que bajé a La Corredera y entré en aquella tienda de cómics, libros y discos de segunda mano. No sé si ya ha sido expoliada por el vértigo de los tiempos o sigue allí. Creo que fue Antonio quien vino conmigo, no sabría decirlo. Sería un sábado y volveríamos calle San Fernando abajo hacia La Ribera. En media hora estaríamos en el Sector Sur. Esa tarde andaría yo poniendo y quitando los tres discos. No habiendo escuchado clásica, jazz o blues, creo que fue una temeridad dejarme aquellos ahorrillos en la tienda. No me envalentonó la osadía de hacer algo original, sólo por el hecho de saber que lo hacía: era el deseo de conocer. Nunca me ha abandonado. Me incliné más por el blues y por el jazz y no ahondé en la música clásica. No entonces, al menos. Fue mucho después cuando me interesaron las orquestas y los cuartetos de cuerda. La culpa la tuvo un profesor de Dibujo que tuve en el instituto. Hizo algo que no entraba en sus planes, pero que consiguió absolutamente: me animó a escuchar la música con todos los sentidos abiertos. Rafael Mesa animaba a sus alumnos a que acudiesen a los conciertos que se programaban en la ciudad. Fui a muchos. Eran pequeños, admito ahora. Un grupo reducido que tocaba piezas cortas. Guardé los programas de mano, pero acabé perdiéndolos. Allí estaría Haydn, Mozart o Brahms. Uno debe ser agradecido. Da igual que hayan pasado casi cuarenta años. De no ser por Don Rafael, es posible que yo no estuviera escribiendo ahora. Quizá sean Brahms y Parker y Hooker los que hicieron que yo abriese los sentidos. Creo que siguen abiertos. A veces, en cosas que me interesan menos, suelo cerrarlos un poco. No es a posta, no persigo un fin, no hay una voluntad de menospreciar lo que se me ofrece. Tal vez es un mecanismo de defensa o una medida que me faculta para procesar todo lo que veo y escucho y leo y siento. En ocasiones, cuando aprecio una película, un disco o una novela, pienso en todos las películas, en todos los discos y en todas las novelas que no veré, escucharé o leeré. Ese ansia es enfermiza, lo sé. No es curable, no hace falta que ninguna medicación me consuele. Se está bien en esa bendita locura, en la de tener los sentidos abiertos y aprovisionarse de todo cuanto se nos pone a mano. Es bonito pensar (pero no es real, es interesado, conviene a este texto tan sólo) que todo empezó el sábado en que fui a La Corredera con Antonio (creo que fue Antonio) y compré aquellos tres discos. Luego me hice fiel al jazz. Allí descubrí a Chet Baker y a Ella Fitzgerald. Hace un rato, sin mucho volumen, yendo y viniendo de la fiebre que me postra hace unos días, he escuchado a Brahms. La Sinfonía número uno es a la que más he vuelto. No entiendo mucho, ni de Brahms, ni de Parker ni de Hooker, pero esa composición la comprendo y ha sido compañera de mis viajes (interiores todos, no crean) durante muchos años. Conversan flautas, clarinetes y trompetas. Don Rafael decía que había que abrirse de orejas (luego eso fue una película de Stephen Frears, Prick up your ears, con un principiante Gary Oldman) y eso es lo que estoy haciendo. Abrirme de orejas, lo que pueda, lo que recuerde.

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