Visitantes al museo del Louvre, París. 1923. Autor desconocido.
A veces es mejor no mirar, no dejarse atrapar, evitar que algo nos posea, tener que obedecer ciegamente, aunque nos cautive la belleza misma y la cabeza se nuble y ek corazón estalle adentro. Hay quien prefiere no exponerse. Es posible que a la señora que no mira al cuadro le duela más que a los demás esa visión pura y de ahí que la esquive y le ofrezca la espalda. No será la primera vez que sale herida. De la belleza no se sale indemne. Lo dejó escrito Breton al final de su Nadja: la belleza será convulsa o no será. Y la señora, la reclinada, la que no se deja embaucar, ni someter, ni fascinar, prefiere que no sea. Saldrá limpia, sin dañar, pobre aún así. No verá de nuevo el éxtasis. No le brincará en el pecho el corazón. Le habrá advertido: corazón, no te dejaré brincar, no me herirás, no se romperá otra vez. La belleza, como el amor, como la fe, es un deslumbramiento. Uno puede censurar el acceso: saber que no traerá bien ese resplandor, prohibirse el placer. Porque no hay placer que no taladre. Ni amor que no haga sangrar. Ni luz que, una vez rebasada la sombra, no la desquicie. En la contemplación pura del arte, en ese arrobo plenipotenciario, estamos desarmad0s, se nos ha retirado toda posible protección que trajéramos, han prescrito la seguridad y la firmeza.
Anoche, leyendo a Yeats, saltando de un libro a otro que de pronto recordaba, conducido por la lectura, pensé en que la belleza es lo único a lo que se debe entregar el alma. Ni siquiera el amor. Incluso el amor, sentido hondamente, es belleza de alguna forma. Yeats presiente que todo es deslumbramiento. Que cada pequeña brizna de realidad esconde otra realidad maravillosa. Que sólo hay que dejarse conducir. Que no hay otro lenguaje que descifre la belleza mejor que la poesía. Toda esa gente que entra en los museos y repara en un cuadro y se detiene ante él anhela belleza. Una vez que la poseen, sintiendo que están momentáneamente cubiertos, regresan a la realidad, se zambullen toscamente en ella. Saben (sabemos) que siempre hay un camino. No hace falta que sea un museo, en donde todo está estabulado, registrado, ofrecido con generosidad y limpieza; podemos hacer provisión de belleza en una luz que de pronto inunde la habitación en la que estamos o en la restitución íntima de un pasaje de orquesta en un anuncio escuchado en la televisión (ahora suena uno) o en la visión del rostro de las personas que amamos. Dejaremos que el corazón brinque, permitiremos que salga herido, no nos importará que se fracture. Vuelve siempre el resplandor. Está ahí, sin que lo apreciemos, haciendo que el mundo gire.
1 comentario:
Leer textos así confirma que el corazón gira, loco, pero gira, y el mundo gira con él. Enhorabuena. Excelente manera de empezar el año en el blog, Emilio.
Andrés Castaño
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