Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.
Los teólogos, Jorge Luis Borges
Libros
Soy un lector voraz, soy un lector caótico, soy un lector caprichoso. Leo a bocados, leo a saltos, leo sin orden. Dicen que leemos menos o que no se lee lo suficiente. Creo que no hay todavía una vocación lectora al modo en que hay una vocación religiosa o una que llena los estadios o las barras de los bares. No sé si hay algo a mano a lo que acudir para enmendar este extravío. Lo malogran las redes sociales, los instagrams, los grandes y los pequeños smartphones, los videojuegos, todas esos simulacros de la literatura de los que nos impregnamos y a los que reverenciamos. Lo que nos aterra es la soledad. Todo lo que nos rodea está pensado para que no exista. No saber estar solos, no haber sido educados para paladear la soledad. Y un libro, un buen libro, se lee a solas. No hace falta nada más. De un modo mágico, el libro anula la realidad que lo circunda. Por eso no leemos. Porque tememos quedarnos fuera, no sentir el ruido de las cosas, el bullicio que ocasionan. No leemos porque hay mil distracciones que nos engolosinan más. Quizá no leemos porque leer requiere un esfuerzo que no estamos dispuestos a realizar. La recompensa inmediata es lo que guía cualquier deseo de satisfacción narrativa. Pero escribir es otra cosa. No sé si hay una estadística fiable de todos los que escribimos. Ahí debo andar yo. Si me preguntan, a pie de calle: Sí, sí, yo escribo, claro, desde siempre. Habrá quien haya escrito más libros que los que ha leído. A Stephen King le debe pasar eso. No es posible que tenga tiempo de leer. No me creo que le sobre, entre una novela y otra. Soy un escritor voraz, soy un escritor caótico, soy un escritor caprichoso. Pero hay que tener cuidado con qué se lee, saber si te van a volar la cabeza si compras un libro o se te ocurre escribir uno propio, uno blasfemo, uno lo suficientemente incómodo o denigratorio para otros como para hacer que tu vida no valga nada. Escribir es una actividad de riesgo, ya lo he pensado muchas veces. Hoy me viene a la cabeza con más firmeza esa reflexión.
Sátiras
Escribo a bocados, escribo a saltos, escribo sin orden. A la lectura le tengo, sin embargo, el respeto que a veces no le profeso a la escritura. Quizá haya que empezar por ahí: por mostrar a los jóvenes lo satisfactorio de ir escribiendo, aunque sea voraz, caótica, caprichosamente. Quien se cuenta el mundo, quien lo registra en su voz, tiene más recursos con los que amarlo, con los que combatirlo. Al mundo se le ama o se le combate según los días. Hoy es el día idóneo para reivindicar los libros, hoy es el día en que han acabado muertos los extremistas que han violentado la libertad y la paz y la armonía al entrar con su barbarie en las oficinas del semanario francés Charlie Hebdo. ¿De qué libros hablo? De los incendiarios, de los libros salvajes, de los que entenebrecen el sentido común y lo aturden y terminan envenenándolo. La gentuza de hoy, los abatidos, no eran gente libresca, pero otros habrá, en la élite de su milicia, que entraron a caballo en la biblioteca y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. No es un problema de dioses: es la política la que ha permitido que los nuevos hunos, estos yihadistas, otros, entren con el kalashnikov encendido y descerrajen cien disparos. Para que sus mandos estén felices, para que el paraíso les abra los brazos y los acoja y los ensalce. Mierda de paraísos. La sátira, ah la sátira, qué hermosa palabra, qué hermosa en el fondo.
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