Fotografía / Joaquín Ferrer
Uno se encarga de recoger el instante. El otro le pone después el pie de foto. El cuento lo contamos entre los dos.
Uno se encarga de recoger el instante. El otro le pone después el pie de foto. El cuento lo contamos entre los dos.
Poco antes de que anochezca, el hombre toma mesa en la calle, la elige con cuidado, se esmera en que esté apartada del bullicio, una que no le impida ver el trasegar de la gente, pide un café, se lo trae un mozo al que conoce de otras noches, con el que nunca ha trabado una conversación, pero cree conocerlo. Sabe que le gustan las rubias, las rubias no demasiado jóvenes, ni demasiado delgadas. Sabe también que mira con ternura a las ancianas y no las atiende con la prisa que al resto. Hay cosas que no pueden explicar uno cómo las sabe, pero las siente con firmeza. El hombre se acomoda lo mejor que puede mientras piensa en si hará esa por fin la fotografía que de verdad le conmueva. La fotografía definitiva. La fotografía que justifique todas las demás, las que no le gustaron, ni las que miró con desdén, con desprecio a veces. No una fotografía ajena, no la que le hace pensar en lo mal que lo hace y en la genialidad de los otros. No ha hecho ninguna de la que presumir, ninguna que presentar con orgullo a uno de esos concursos que luego dan prestigio y te abren las puertas de los galerías. Y no porque no lo haya intentado. Habrá tirado miles, calcula. Y en algunas, en muy pocas, ha creído percibir una brizna de talento, una especie de vicio narcicista. Hace un par de semanas que ocupa la misma mesa, un par de semanas en que observa el mismo río de gente. A su mujer le importunaba que sacara la cámara y disparara. Primero le importunaba; después, cuando entendió que el trasto era un enemigo que le robaba la atención de su marido, le irritaba. Ahora no se importuna, no se irrita, no ve que el hombre se aposte en una mesa, saque la cámara y sienta que el mundo empiece a cobrar sentido. Hace tiempo que dejó de tener sentido. No cree que una fotografía haga que regrese o incluso no cree que ni siquiera haga falta que regrese, pero el hombre está en ese pueblo de la costa, en sus vacaciones de verano, y se dedica a leer y a ocupar las terrazas de los veranos, a hacer fotografías y a dormir. Le preocupa que al regreso no encuentre su sitio en el mundo, no sepa devolver un saludo con la sonrisa de siempre o llamar a un amigo y quedar para ponerse al día. Teme que no haya vida fuera de la mesa, lejos de la gente que a la caída de la noche fluye como un río. No le preocupa a qué mar se precipiten. No tiene interés en saber nada de lo que ve el ojo de su cámara, solo lo pone ahí, lo deja mirar, hasta se produce el prodigio y algo a lo que no había prestado atención ocupa la entera extensión de sus sentidos. La muchacha está bailando. Tiene una falda azul con un vuelo corto y unas zapatillas de deporte nuevas. Una camisa blanca, no especialmente llamativa, hace pensar en un uniforme escolar, pero lo desmiente, en lo que aprecia en la distancia, un rostro cuajado, afilado, agresivo incluso. Baila con aplomo. Como si ya hubiese bailado antes. La coge de la cintura un muchacho al que, al principio, el hombre no presta atención. Luego, en un lance del baile, la pareja se acerca a la mesa. La música suena de fondo. Parecen que bailan de memoria. La cara de él le recuerda la de un amigo al que hace mucho que no ve, El Flaco. El hombre piensa que no hay nada maravilloso. Es solo una pareja que baila. Quizá no se amen. Si hubiesen sido amantes, lo habría sabido. Él percibe esas cosas. Que la gente se ame. Un buen fotógrafo reconoce la presencia del amor. Ve donde otros no alcanzan. También ve el odio.
Una vez le contó a su mujer que el odio es más fuerte que el amor. La gente que ama no siente ni la mitad de lo que sienten los que odian, le dijo. Por ahí empezaron a discutir. Se puede discutir casi por cualquier cosa. Si hay empeño, no está nunca uno a salvo de una discusión. El hombre no padeció la separación. No hubo odio, tampoco el amor con el que comenzaron. Se pregunta si los dos que bailan habrán sentido odio y bailan para ahuyentarlo o bailan para amarse otra vez. El Flaco la acerca más de lo conveniente, la zarandea en un paso, le hace perder el sentido de la música. No será la primera vez que le reprenden si se acerca mucho y dispara sin avisar. Hay gente a la que no le molesta, pero se imagina que no será así en esta ocasión. Al fin y al cabo - razona - la cámara no guarda nada, no roba nada. Su mujer no le dejó nunca que le hiciese una sola fotografía. Están las del álbum de bodas. Poco más. Alguna hecha con prisa, sin que se percatara. No ha vuelto a verlas nunca. No hay ninguna fotografía suya que le haga sentirse orgulloso. Por eso está ahí, en la terraza del bar, alerta, buscando el instante preciso. Está apostado al modo en que lo hace un cazador, en silencio, sin dejarse distraer, concentrado en la pieza. De pronto ella lo mira. No deja de moverse, pero no le pierde la mirada. La cámara está en la mesa, junto al café. Las cámaras las carga el diablo, piensa. Lo que hacen es una evidencia del bien y del mal que hay en el mundo. El hombre la coge, mira a través de ella. Todas las demás fotografías que ha hecho no tienen importancia, no le ayudan a que ésta sea la gran foto, la que le libere de lo que le atormenta. La muchacha sigue bailando. Parece que el baile dure un tiempo insoportable. Como si no hubiese otra cosa que baile. El hombre no desea que ella le observe mientras enfoca. Debe encontrar un momento en que la vida transcurra sin que su deseo interfiera. Cualquier día te van a moler a palos. La cara te la van a volver de la paliza que te van a dar, pero tú sigues, no te bajas, parece que no hay otra cosa en el mundo. Tú y tu cámara. Las palabras de su mujer suenan en su cabeza. Me van a moler a palos, me van a volver la cara. Ella se ponía tosca, se ponía tensa sin proponérselo. Hasta la cara le cambiaba. Hubiese dado no sé qué por coger la cámara, por darle al clic, por sacar ese desencajamiento, ese estar ahí, enfrente mía, pero no estar ahí realmente, sino en otro sitio, en uno con llamas y con pequeños diablos que la azuzaban contra mi persona. Ahora que no está no me separo de ella. No me van todas esas tecnologías de bolsillo, por eficientes que sean. Prefiero la cámara robusta, la máquina fiable. No tengo amigo mejor, ninguno me entiende como ella.
El hombre se pone repentinamente en pie. Le ha sobrevenido una valentía nueva de la que no sabe nada. Se ha acercado a la pareja, que siguen a lo suyo, en ese baile que amenaza con integrarse en el paisaje de sillas y de mesas, de gente yendo y viniendo, de bocinas de coches a lo lejos y de zumbidos de móviles avisando de que algo, en otro lugar, está pasando en ese preciso momento. La pareja se destrenza. Ella se pone en jarras. Se alisa la falda. Mira a su hombre y espera que él dé el primer paso. Él, que no es tan flaco visto con detalle, en la cercanía, habla en otro idioma. No lo distingue. Es del Este. Ahí empieza el relato inabordable. El hombre cree estar escuchando la mismísima historia del mundo. No deja de mirarlos y de hacer fotos. Él sigue increpándolo, subiendo el tono de voz, que no es protuberante, pero se clava como un alfiler levísimo, aplicado sin descanso por un niño travieso en la cabeza de una muñeca de trapo. Ella intenta arrebatarle la cámara. No se enzarzan en una pelea, pero lo van a hacer. Mientras no se caiga la cámara, mientras no me la quiten. El fotógrafo sigue haciendo su trabajo. Ahora es él el que baila. Son pasos seguros, se siente cómodo, ha visto que está en su ambiente. Cuando le empujan y cae al suelo, se levanta en nada. Vuelve a disparar. Parecen balas las fotografías. Los está matando. Cada clic es un agujero en el pecho de ella o en la cabeza de él. Los que están alrededor no se involucran, no tienen nada que hacer. Les ameniza la copa esa súbita escena. Cuando le empujan y cae una segunda vez, tarda algo más en levantarse. Tengo mis años, tengo mis años. Pero se incorpora con la misma idea fija en la mente. No se le debe escapar nada. Es el momento más importante de su vida. Si mi mujer me viera. Si estuviese aquí. De pronto la echa de menos. Se ha dado cuenta de que la ama muchísimo. A cada golpe que recibe, imagina su cara. Ya no está desencajada, ahora no le increpa, no le dice que es un obseso, no le conmina a que elija entre la cámara y ella. Antes de perder el conocimiento, poco antes de que la sirena de la policía los alejara a los dos, el hombre sonríe. Está feliz. Siente que está pleno. Le parece una idea descabellada eso de que la sangre que echa por la nariz, la sensación de que tiene la boca partida y el dolor casi insoportable en el costado le produzcan un estado de júbilo semejante. Y la cara de su mujer, a la que no ve desde hace una eternidad, cruza delante suya y sonríe también. La sirena de la ambulancia se mezcla con el ruido de los demás coches. Hay un bullicio enorme de gente en la calle. En el bar, la música vuelve a sonar. Sale otra pareja que baila. Es de noche, es verano y el amor flota en el aire. El calor disloca los cuerpos. Parece que no hubiesen hecho otra cosa salvo bailar. Bailan hasta el final del amor.
Una vez le contó a su mujer que el odio es más fuerte que el amor. La gente que ama no siente ni la mitad de lo que sienten los que odian, le dijo. Por ahí empezaron a discutir. Se puede discutir casi por cualquier cosa. Si hay empeño, no está nunca uno a salvo de una discusión. El hombre no padeció la separación. No hubo odio, tampoco el amor con el que comenzaron. Se pregunta si los dos que bailan habrán sentido odio y bailan para ahuyentarlo o bailan para amarse otra vez. El Flaco la acerca más de lo conveniente, la zarandea en un paso, le hace perder el sentido de la música. No será la primera vez que le reprenden si se acerca mucho y dispara sin avisar. Hay gente a la que no le molesta, pero se imagina que no será así en esta ocasión. Al fin y al cabo - razona - la cámara no guarda nada, no roba nada. Su mujer no le dejó nunca que le hiciese una sola fotografía. Están las del álbum de bodas. Poco más. Alguna hecha con prisa, sin que se percatara. No ha vuelto a verlas nunca. No hay ninguna fotografía suya que le haga sentirse orgulloso. Por eso está ahí, en la terraza del bar, alerta, buscando el instante preciso. Está apostado al modo en que lo hace un cazador, en silencio, sin dejarse distraer, concentrado en la pieza. De pronto ella lo mira. No deja de moverse, pero no le pierde la mirada. La cámara está en la mesa, junto al café. Las cámaras las carga el diablo, piensa. Lo que hacen es una evidencia del bien y del mal que hay en el mundo. El hombre la coge, mira a través de ella. Todas las demás fotografías que ha hecho no tienen importancia, no le ayudan a que ésta sea la gran foto, la que le libere de lo que le atormenta. La muchacha sigue bailando. Parece que el baile dure un tiempo insoportable. Como si no hubiese otra cosa que baile. El hombre no desea que ella le observe mientras enfoca. Debe encontrar un momento en que la vida transcurra sin que su deseo interfiera. Cualquier día te van a moler a palos. La cara te la van a volver de la paliza que te van a dar, pero tú sigues, no te bajas, parece que no hay otra cosa en el mundo. Tú y tu cámara. Las palabras de su mujer suenan en su cabeza. Me van a moler a palos, me van a volver la cara. Ella se ponía tosca, se ponía tensa sin proponérselo. Hasta la cara le cambiaba. Hubiese dado no sé qué por coger la cámara, por darle al clic, por sacar ese desencajamiento, ese estar ahí, enfrente mía, pero no estar ahí realmente, sino en otro sitio, en uno con llamas y con pequeños diablos que la azuzaban contra mi persona. Ahora que no está no me separo de ella. No me van todas esas tecnologías de bolsillo, por eficientes que sean. Prefiero la cámara robusta, la máquina fiable. No tengo amigo mejor, ninguno me entiende como ella.
El hombre se pone repentinamente en pie. Le ha sobrevenido una valentía nueva de la que no sabe nada. Se ha acercado a la pareja, que siguen a lo suyo, en ese baile que amenaza con integrarse en el paisaje de sillas y de mesas, de gente yendo y viniendo, de bocinas de coches a lo lejos y de zumbidos de móviles avisando de que algo, en otro lugar, está pasando en ese preciso momento. La pareja se destrenza. Ella se pone en jarras. Se alisa la falda. Mira a su hombre y espera que él dé el primer paso. Él, que no es tan flaco visto con detalle, en la cercanía, habla en otro idioma. No lo distingue. Es del Este. Ahí empieza el relato inabordable. El hombre cree estar escuchando la mismísima historia del mundo. No deja de mirarlos y de hacer fotos. Él sigue increpándolo, subiendo el tono de voz, que no es protuberante, pero se clava como un alfiler levísimo, aplicado sin descanso por un niño travieso en la cabeza de una muñeca de trapo. Ella intenta arrebatarle la cámara. No se enzarzan en una pelea, pero lo van a hacer. Mientras no se caiga la cámara, mientras no me la quiten. El fotógrafo sigue haciendo su trabajo. Ahora es él el que baila. Son pasos seguros, se siente cómodo, ha visto que está en su ambiente. Cuando le empujan y cae al suelo, se levanta en nada. Vuelve a disparar. Parecen balas las fotografías. Los está matando. Cada clic es un agujero en el pecho de ella o en la cabeza de él. Los que están alrededor no se involucran, no tienen nada que hacer. Les ameniza la copa esa súbita escena. Cuando le empujan y cae una segunda vez, tarda algo más en levantarse. Tengo mis años, tengo mis años. Pero se incorpora con la misma idea fija en la mente. No se le debe escapar nada. Es el momento más importante de su vida. Si mi mujer me viera. Si estuviese aquí. De pronto la echa de menos. Se ha dado cuenta de que la ama muchísimo. A cada golpe que recibe, imagina su cara. Ya no está desencajada, ahora no le increpa, no le dice que es un obseso, no le conmina a que elija entre la cámara y ella. Antes de perder el conocimiento, poco antes de que la sirena de la policía los alejara a los dos, el hombre sonríe. Está feliz. Siente que está pleno. Le parece una idea descabellada eso de que la sangre que echa por la nariz, la sensación de que tiene la boca partida y el dolor casi insoportable en el costado le produzcan un estado de júbilo semejante. Y la cara de su mujer, a la que no ve desde hace una eternidad, cruza delante suya y sonríe también. La sirena de la ambulancia se mezcla con el ruido de los demás coches. Hay un bullicio enorme de gente en la calle. En el bar, la música vuelve a sonar. Sale otra pareja que baila. Es de noche, es verano y el amor flota en el aire. El calor disloca los cuerpos. Parece que no hubiesen hecho otra cosa salvo bailar. Bailan hasta el final del amor.
7 comentarios:
Una preciosidad de cuento junto con una muy emocionante foto.
Me ha encantado esta serie.
Adueñarse de instantes de la vida de otros puede provocar problemas de salud. Se veía venir. Qué agobio!!!
Gracias amigo, por esa irterpretación de esta interesantísima imagen de nuestro común amigo Joaquín? Hacéis buen tándem.
pedrodel.
Escribir sobre las fotos de Joaquín me parece un juego muy divertido. Dan eso, mucho juego, Julia. Gracias.
Y tanto, Pedrodel, y tanto. Yo no sé si veía venir. No quería yo que acabase la cosa como el famoso rosariolaurora, pero ahí está el final, como una losa. Todavía me duele el cuerpo de la paliza. Una cosa: el tándem no es tal sin lector que tenga a bien leerlo.Gracias por eso.
Yo hubiera querido que siguiese solo, sin mujer. Al final es un cuento romántico. Quién lo iba a decir, Emilio? Con lo bien que iba, jeje.
Es un buen cuento, en serio. Un crack, tú.
Todos los cuentos son románticos, en el fondo. El amor los traspasa a todos. Gracias por el halago.
Este relato tiene todos esos ingredientes para hacerlo maravilloso, lo es.Y qué título, el maestro L.Cohen lo leería embelesado.
Capturante y con gran dinámica transporta en un baile de intriga y pasiones y presta un fiel retrato a los interiores del espíritu.
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