La novela
En
cierto modo sigo buscando qué contar. Se me ocurre a veces la
insostenible idea de que todas las historias están ya contadas. Como si
tuviese el tono, la caligrafía de la trama, pero no apresase la trama
misma, el desempeño del fondo. Porque lo que de verdad me impide
escribir la novela, la aplazada de siempre, es la flaqueza de todas las
historias, su poco asiento en el tiempo. Solo acuden pequeños
fragmentos, incapaces de sostener una pieza ensamblada, que se alargue
en el tiempo. En cuanto cojo uno de esos fragmentos y los observo de
cerca y aprecio lo que esconden, pierdo el instinto, no me siento cómodo
yendo a ciegas, dejando aquí y allá escenas que me agradan sobre las
que no existe urdimbre alguna que las fije. Luego está la paciencia,
toda la santa paciencia que concursa en la construcción de la una
novela. Imagino que hasta que no la posea, no habrá novela alguna. De
nada vale la lectura, las cientos de novelas degustadas. No hay ningún
aprendizaje: solo la constatación de un fracaso. Quiizá esta confesión
me anime a terminar las dos historias largas empezadas recientemente. De
una me deshice este verano. Primero las páginas alojadas en un pequeño
archivo del ordenador. Luego de los folios imprimidos, guardados en una
carpeta azul, ahora azul todavía, pero vacía. Le pregunté a K.
sobre esta imposibilidad mía de satisfacerme. No le inquietó. Adujo que
no hace falta escribir novelas. Incluso que no hace falta escribir. Que,
haciéndolo, me puedo dar por contento. Y sin embargo...
Café con Bloom
El
canon, en Literatura, busca la polémica, el debate entre contrarios, la
hostilidad en lo libresco. El día en que a alguien se le ocurra borrar a Kafka
de una posible nómina de genios absolutos de la Literatura será un día
remarcable en el calendario, el que algunos (más sensible, tocados por
lo romántico) recordarán cuando no tengan nada de que hablar en la barra
de un bar o cuando, releyendo a Kafka, por supuesto, expongan las
consideraciones que crean oportunas para imponerlo a la lista. A mi
amigo K. le sigue pareciendo una blasfemia (él tan descreído usando esa palabra) que Borges
no recibiese el Nobel de Literatura. Echa espumarajos por la boca.
Desde ese día suele no dar importancia alguna a ningún premio que se
otorgue a un escritor. Ni siquiera cae en la cuenta de que habrá autores
de la relevancia del argentino que tampoco recibieron el agasajo de esa
distinción. A Bloom lo lincharon cuando cogió un puñado de
genios y no cogió el otro puñado. Igual existen varios, qué sé yo. Le
doy a K. toda la razón. Está considerablemente autorizado para echar
espumarajos por la boca cuando le dan a Fulatino de Copas el
paraíso en forma de premio. Borges no lo tuvo. Yo en ocasiones, en mitad
de la noche, me despierto y balbuceo unas palabras de sonrojo. No son
espumarajos en realidad, pero a mí me lo parecen. Yo, formado
humanísticamente en los clásicos, no puedo pensar en que no colocasen en
esa lista antológica a Góngora. Voy a mirar si está. Como falte,
ay si falta. Me veo esta noche, ya entrada la madrugada, despertando a
mi mujer por los gritos. Me entenderá a medias. Tengo que leer luego
unos sonetos. Por si esta noche me pongo barroco. Por si mi corazón se pone levantisco y bombea mala leche. Hay cosas con las que no se juega. O yo soy muy delicado.
1 comentario:
De fragmentos de tu verbo bloguero podrías edificar algo parecido a lo que se llama una novela. Tono biográfico, pero sin líneas temporales. Atada al tempo emocional, ligada a las filias y fobias que inundan tu pluma digital. Ya hay una novela (dícese historia) tejida sin hilo entre las ruinas de estos posts. Saca al sabueso. Zurce. O no. Que el placer sufrido mande.
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