Hay, al parecer, un autor confeso
del robo del Códice Calixtino. La Catedral de Santiago ejerce una acusación
particular en el proceso, esgrimiendo los argumentos de robo continuado con
fuerza más otros seis delitos contra la intimidad y otro más de blanqueo. La
pena que reclama la Iglesia es de 31 años al sustractor, José Manuel Fernández
Castiñeiras. Les duele que haya habido un abuso de confianza. Que el tal
Fernández se haya hecho del libro valiéndose precisamente de esa confianza,
vulnerada al final, usada como herramienta en el mismo robo. No sé yo el
criterio a la hora de medir los delitos dentro del gremio eclesiástico y
tampoco, aunque me queda más a mano, el que se maneja en los tribunales. Uno
oye tantas cosas y saca tantas conclusiones que, a veces, no se esfuerza ni
siquiera en comprender y solo recopila datos, narraciones breves de cómo va el
mundo. Y asuntos como éste demuestran que va más que mal. Mis cortas entendederas
no razonan que la ausencia de un libro, por más relevante que sea, remueva las
tripas de la Iglesia con mayor ardor que toda la infame caterva de sacerdotes
pederastas que alfombran los teletipos. Pero insisto en que uno no alcanza a
vislumbrar, ni tan solo fugazmente, los alcances de este delito y cree que un
libro sigue siendo un libro, pero que un niño violentado (humillado,
incapacitado para ejercer con equilibrio la vida adulta) importa más que la
Biblioteca de más fuste. Como nos movemos en el territorio de los símbolos (un
libro, un niño) salimos perdiendo. Todo queda en el peso que tienen las
metáforas, en la medida del poder, que es un negocio bastardo. Solo hay que
dejar a un lado este embrollo compostelano y mirar a otras instancias de la
Justicia, y de cómo se ejerce y de a quién afecta en su aplicación estricta. Va
a ser al final cierto eso de que en modo alguno somos todos iguales. A diario
nos abren los ojos con objeto de hacernos comprender que no somos iguales en
absoluto. Nos hacen creer que sustraer un libro, en el fallo del tribunal,
importa menos que limpiar los fondos de un banco y dejar a miles de familia en
la puñetera calle. O que el hecho de ser famoso o de pertenecer a familias
distinguidas (ninguna duda en esto que digo) obra a favor de la rebaja de la
pena o, en el más bondadoso de los casos, en su conmutación. Y nada de esto
quiere ofrecer la idea de que el tal Fernández, el autor confeso del expolio
bibliográfico, no merezca un castigo, incluso uno ejemplar. Lo que no me cuadra
es que la ejemplaridad sea caprichosa y no se expanda y afecte a otros asuntos
que la merecen de igual manera. Que los altos cargos de la Iglesia se enciendan
como lo han hecho y no contemplen, ay, la posibilidad de un perdón, término
que, a poco que lo piensa uno, no deja de ser intrínsecamente cristiano.
Está
España en llamas, como cantaban en sus buenos tiempos Auserón y sus amigos,
pero le arriman combustible para que el espectáculo flamígero, tan vistoso, de
tan probado poder hipnótico, distraiga y la amable concurrencia (el vulgo, la
grey, la desalentada ciudadanía) no se levante en armas, no tome la calle más
de lo que lo está haciendo, no incurra en la secreta voluntad de poner esto en
orden. De momento no se advierten movimientos esperanzadores. La desafección es
ya enfermiza. Estamos, a lo visto, confortablemente insensibles. Eso lo cantaba
Pink Floyd. Al desencanto, cuando nos oprime más de lo que esperábamos, le ponemos letra y música y lo hacemos canción. Es la forma en que nos libramos del peso en el pecho: ese es el modo en que exorcizamos al bicho cabrón, el que nos devasta ahí adentro, impidiendo que la respiración fluya con normalidad, haciendo inviable que el corazón lata con armonía. Somos un país de corazones destrozados. Como si con el país en el que vivimos tuviéramos una aventura sentimental y de pronto (o no tan de pronto) los paseos de la mano y la cosa venerea se hubiese trocado en un riña de gatos en la que cada uno a su manera, encogiendo el hocico y sacando uñas, pugnase por hacer valer su terreno. El mío, entre códices, burlas a la opinión públicas, tibiezas de la Justicia y efectos perversos del sistema de recortes, está atrincherado, a la espera de aires nuevos, que no sé dónde están, por otra parte. No sé si estoy bien informado o todo lo que me encuentro es pura distracción. Si me estoy convirtiendo, a fuerza de contemplar escándalos y tragar palabras de corruptos, en uno de esos insensibles que ahora gustan tanto en el cine. Ah eso es, los zombis. Zombi puro, zombi todavía con un puntito de interés por ver luz y que la luz, como en la poesía de Cernuda, lo abrase todo y a todos ilumine. Que venga la luz. Que abrase todo. Que nos ilumine. A oscuras estamos. A tientas nos movemos. Solo nos queda la triste cuenta de twitter para airear nuestras dolencias. 140 carácteres por jodienda. Pero ya digo, las llamas, observadas en detalle, bien cerca, a salvo de que quemen, lo que hacen es atontar, emvuelven a quien se deja arrastrar por su hechizo en una nube límbica, en una perfecta cápsula de salvación espiritual. Hipnotizado, se vive mejor. Da igual. Es mentira. No se tiene siempre el día bueno. La tos, la infame también, me está reventando el pecho. De eso, de anchuras pectorales, ando bien servido. Quizá por eso, en mi inocencia, me sale el corazón grande y un poco tonto. Nada de lo que preocuparse. Nadie me está mirando. Yo soy el que, perplejo, mira. Esto que barrunto será uno de los fuegos de artificio de las alergias (las reales, tangibles) que padezco.
2 comentarios:
Leyendo lo que escribes se vive bien. Te leo los domingos últimamente. Mal el tiempo y mal yo, pero así pillo unos pocos escritos. Prolífico andas, como siempre. Me compro mi País, sin Maruja Torres, qué cabrones, y me siento en mi ordenador a ver tres blogs amigos y cosas del trabajo. Gracias por las palabras.
Eduardo Marina
Hola, di con tu blog, y me parecio muy interesante, mirando de aqui de alla, pues he comenzado uno también, te invito a visitarlo, http://cineapasionante.blogspot.com/ y podamos seguir en comunicación, Abril
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