En
ocasiones, según ronda el ánimo, creo en la infinita bondad del
genio humano. Otras, en cambio, declino esa voluntad de concilio,
ofrezco una resistencia mínima y me declaro insolvente en la
resolución de la belleza. No tengo en esos momentos nada relevante
que decir ni admito que nadie me revele nada relevante tampoco.
Sencillamente hago como el Bartleby de Melville y prefiero no
involucrarme. No ahondo, no expongo toda la capacidad de la que puedo
disponer, no me entrego como podría. Con la historia de Charles
Foster Kane hice justo lo contrario a lo que ahora escribo. Me la
tomo absolutamente en serio. Concedí a la película de Orson Welles
un rango metafísico, antológico, proverbial, sensible a la
posiblidad de ser continuamente alimentado con nuevas
interpretaciones. Creí en Rosebud como otros creen en la palabra de
Escriva de Balaguer o en los gestos de Justin Bieber.
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