Encontré un par de buenas razones para no volver a escribir nunca más.
Como al irlas diciendo por la calle, conforme las pensaba, me resultaron
más literarias que otra cosa, cogí el bloc de notas del móvil y
las registré en su memoria. Agitado, cuidando de no tropezar y evitando
en lo posible llevarme por delante algún transeúnte descuidado, entré en
un bar y me pedí un café. Encendí un cigarrillo. No fumo, pero me
encanta el alambique del humo en el aire, sobre los adjetivos, creciendo
como un ectoplasma lírico. De pronto comprendí que el par de buenas
razones para dejar de escribir que me asaltaron minutos antes merecían
un texto más extenso. Hay que ser considerado con los lectores. Los
lectores son como transeúntes descuidados, pero tengo alguno que me
pregunta si sigo escribiendo o si tengo esa novela aplazada ya en la
mesa y con todos los hilos juntos y esmeradamente expuestos. Lo de no
volver a escribir nunca más no es un capricho. Siempre pensé que esto de
escribir tenía un plazo. Que nada ganaba en la travesía. Se cree uno
mejor lector que escritor. Incluso mejor comprador de libros que lector
propiamente. Se van llenando las estanterías y no se tiene tiempo para
leer. Y cuando alguno se encuentra se activa el resorte de la escritura y
dejamos el libro en el sofá o en la mesita y manuscribimos las dos
paridas recién alumbradas. Palabras que no cuentan casi nada. Las
palabras que cuentan cosas las dicen otros. Uno debe aceptar que la
literatura es un oficio muy arriesgado del que no se sale sin daño. Yo
mismo he comprobado con los años cómo lo poco o lo mucho que he escrito
me ha afectado en mi vida diaria. Días enteros dedicados a contar
historias. A juntar versos. El colmo de la creencia de que uno está
verdaderamente haciendo algo perdurable es escribir en un blog y ver a
diario las visitas. Que el mío se acerque orgullosamente a las 400.000. Que hay gente ahí afuera que hurga en las
palabras y les busca los pliegues y los agujeros y hace como mi amigo P., que antes de meterse en faena en el trabajo, abre el ordenador y mira si Emilio ha escrito algo nuevo. Todo es muy
provisional. Hace seis años no tenía blog y mañana es probable que deje
de tenerlo. Ni siquiera guardo un backup de lo que escribo. Un backup,
fíjense. Vas andando por la calle y de repente razonas que las 2.017
entradas del blog están en un nudo digital o
en un servidor 2.0. No tengo ni idea de dónde están mis palabras.
Tampoco sé dónde andan justo antes de que me las apropie. Todo es muy
complicado y hay que ir cerrando el ordenador, ponerse los zapatos y salir a la calle. Estoy como George Kaplan. En el campo de maíz. A la vista de todo el mundo, pero tan solo. Que pasen un buen martes.
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7 comentarios:
Es que siempre se escribe desde la más absoluta derrota,amigo y leer nos proporciona satisfacciones que nada puede sustituir pero también limitaciones no menos duraderas.Un verdadero lector es un lisiado feliz.Estoy convencido que leyendo mucho se aprende incluso a contar bien ciertos experimentos que a uno le salieron muy mal.
Un abrazo desde la encrucijada.
Hola he llegado a tu blog a través de otro, y me resulta de lo más interesante tu entrada, además viendo la gran experiencia en el camino de los blogs.
Me ha gustado mucho la reflexión entre el lector/escritor que son a veces la misma persona.
Saludos.
Gracias, escritor.
Espero que la próxima avioneta también te coja escribiendo. Abrazos
En la blogosfera producimos una especie de literatura evanescente. Un subgénero sin sustento solido.
Puede que un día despiertes y todo haya desaparecido. Tengo la impresión, Emilio, de que trabajamos en un taller pirotécnico. A veces alguien se acerca a ver los fuegos artificiales.
Sólido, claro. La única fe que me queda: la de erratas.
Dejar de escribir no supone dejar de vivir. De hecho la vida se potencia al abandonar el teclado... pero el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
Tus palabras envuelven, arropan y en ocasiones iluminan algún rincón de este gastado cerebro. Vivir peligrosamente, sin backups, hace peligrar tu recuerdo e incluso tu memoria. Hace también que todo ésto sea realmente prodigioso. Muchos recuerdan a Kerouac y pocos a Neil Cassady. Sin embargo somos menos aún los que dudamos de que es el segundo el que realmente merecía un retrato. La leyenda nace del olvido...
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