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Uno alcanza un grado de escepticismo que luego cuesta eliminar, por mucho discurso episcopal que nos vendan, pero a fuerza de descreer es posible que uno acabe creyendo en casi todo. La inteligencia emocional, tan de moda y tan glamurosa en conferencias y en libritos de autoayuda, es un mecanismo primario, en el fondo. Se puede estar una vida entera en la creencia de que Dios no exista o de que importa escasamente que exista y luego toparse de bruces con un coro arcangélico al pie de la cama que nos nombre apóstoles de sus cánticos y evangelizar al descarriado y al que se obceca en negar los dones de la gracia.
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Tengo yo un amigo al que, hace ya, le
incomodó ese ingreso fortuito en la fe. Años de una militancia activa en
el agnosticismo no evitaron que la palabra de Dios le entrase por el
pecho y se quedase ahí varada, vibrando, en júbilo. Yo, al menos,
entendí la mutación. Parecía más dichoso que cuando salían pestes por su
blasfema boca y hasta encontré en su carácter novedades que
certificaban la bondad del tránsito. Cuando se ponía tierno o el bourbon
le envalentonaba solía azorarse por su pasado y pedía, como a veces
suele la Iglesia Católica, perdón, perdón, perdón. Sostenía
(hace tiempo que no le veo) que la conversión fue dulce y que no
entendía cómo había podido vivir en la oscuridad durante años. Hace más
de lo que recuerdo que no le veo. Igual ahora es pastor luterano o
activista de una oenegé de izquierda brutal. Actitud y capacidad de
entrega no le faltaban entonces y le seran fieles aun hoy. Eran otros
los tiempos y quizá otros el empeño, la pose, el ademán y la causa.
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El
amable lector tendrá también a mano una ristra de conversos, los
escépticos de turno súbitamente crédulos. O, bien al contrario,
parroquianos que de improviso han visto las grietas de la fe y han
renegado de ella con el mismo entusiasmo con el que antes la
practicaban. La credulidad es un asunto de la mayor seriedad y a la que
se suele poner el solfa. El crédulo, opinión extraída de experiencias
vividas en primera persona por amigos muy cercanos, vive más feliz:
posee una suerte de blindaje que lo atrinchera contra la barbarie y el
relativismo de forma que el mundo gira más armónicamente y los pájaros y
el cielo azul saludan secretamente a los avisados. El incrédulo, por
desconfiar en exceso, acaba confiando del todo. Lo he visto. No creer en
nada es una forma elegante de creer en todo. Nunca me pareció tan
certero eso de que los extremos se tocan.
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A riesgo de parecer frívolo, yo siempre he creído mucho en Muddy Waters, y
no me estoy escapando del hilo del texto. Pocas veces me falla. Está
siempre que lo necesito. Hace que cien sonetos de amor y de armonía
cósmica me exploten a diario en el pecho si lo escucho. Alto feligrés
del blues, me empacho de guitarras lacónicas, de historias tristes, de
voces que desgarran el alma y la extravían en un misticismo doméstico,
tal vez irrelevante, pero utilísimo para sentir la felicidad como un
obús clavándose en la nuca. Como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz,
salvando las distancias místicas y el aliento poético de esas cumbres
cimeras de las letras, pero en un cruce de caminos y analfabeto en
visiones. No trato de caer en un solucionismo teológico fácil y anteponer al perdido Waters (la suya fue una vida ciertamente poco ejemplar) sobre los nombres sobre los que se edifica la poesía religiosa (tan grande, créanme, tan grande) o los evangelios de las pastorales dominicales. Es que a mí Muddy Waters me parece una luz que ilumina mi paso por este mundo. Igual otros desafían el sentido común citando a Woody Allen o a Keith Richards, yo qué sé. Todo es materia sensible, ah lectores de esta cada vez más curiosa página de mis vicios. Todo es alimento del hambriento (ay) espíritu.
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A K. le parece ofensivo que la religión se haya fragmentado y que de sus trozos nazcan devociones como la mía. Se puede creer en Dios y embriagarse de Muddy Waters,
me ha dicho con el rubor de quien no confía en convencer a nadie. Eso
de que para vestir a un santo no se precisa desnudar a otro, que decía
mi abuela. Hoy mismo, en un rato breve en el que me ha confiado sus últimas cuitas, ha salido con la novedad de que el papa Francisco no le incomoda en demasía. Que ve algo. Que dentro de esa cara de buena persona (eso dice) hay una buena persona. Es que venimos de Ratzinger, le razono. Venir de Ratzinger es mirar bien la cara de cualquiera que le suceda en la silla de Pedro. En fin, yo creo que me entienden...Y si no, me entiendo yo, que ando en esas, en entenderme. Les aseguro que no siempre lo hago. Yo veo en el nuevo Pontífice algo que en otros no he visto, aunque solo sea calzar sin pomposidad, hablar con limpia cercanía a su parroquia o bajarse del búnker-móvil y besar (no como los políticos, imagino) al enfervorecido pueblo. No me contará a mí entre los que lo busquen, pero son tantos los que lo hacen que merecen que se les trate con el respeto y el afecto que antes (creo) no se dispensaba.
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