Al final lo único que hacemos es mirar al abismo. Contrariamente a lo que la razón dicta, no nos apartamos cuando se nos presenta. Ni siquiera lo bordeamos. Lo que nos cuadra más en ese instante es encararlo, abrazar la confusión que nos turba. La literatura entera se ocupa de registrar ese abrazo. Todo lo que nos conmociona procede de ese hueco oscuro, del vértigo estético o intelectual o espiritual que produce el abismo. Lo sagrado, que es anterior a lo religioso, elude la innecesaria narrativa del abismo. De eso se encarga la religión, que es una actividad de más hondo pulso pedestre, más contaminada de lo humano. Acabo de ver Río Bravo, la espléndida cinta de Hawks. Mi suegro ha enchufado el Canal+ Toros. Justamente ahora están apiolando a la bestia negra de una tal Dolores Aguirre. En los dos dramas, el western y la corrida, aprecio el mismo instinto vibrando desde abajo, apoderándose de todo, invadiéndolo sin sutileza alguna. Es el mal el que pugna por salir. El torero, a su manera, es el pistolero en la polvorienta calle del pueblo del Oeste, mirando el abismo, observado por el abismo. Siempre hay una pérdida al final de la representación. En la vida no hay día en el que no se pierda algo hermoso, en donde alguien no hocique la testuz hacia lo oscuro y se embriague del hermoso dolor que se iza, viril, desde lo profundo.
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Amy
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1 comentario:
Los griegos -los clásicos, quizá también los de ahora, pero en un sentido literal- entendieron bien que el tema recurrente y central de toda trama es el pasado. No un pasado que se fue, sino aquel que nos insta a terminar el libro existencial. Somos sueño, anhelo, intersticio.
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