Poseo una elemental consideración de los placeres. Mi espíritu se eleva a poco que lo jalean. Por eso, por la precaria forma en que me conduzco en los asuntos del alma, veo el fútbol como una noble distracción por encima de los venenos que lo asedian, de la mercenaria manera en que se administra o de la podrida mercadería con la que lo sirven. Me gusta el lienzo del fútbol, me enciende la recreación de una épica que, sin el concurso del deporte, estaría más empobrecida, de menor calado popular y de mayor consumo elitista. Prescindo de la necesidad de que la consecución de la victoria en un campo de fútbol cosa las costuras del traje maltrecho en el que últimamente nos hacen movernos. El prodigio de la pelota rodando apela a lo lúdico, al niño perdido y al hombre convertido en un peón agresivo, en un instrumento involuntario del mercado.
En lo heroico bulle también lo sagrado. En la partida del ajedrez viril y metafísico del fútbol se alinean valores, se establecen protocolos, códigos de conducta. Hay incluso un romanticismo del que carecen otras actividades quizá más noblemente humanas. Me fascina el hecho de que en el fútbol, en su discurso pedestre, el pueblo llano encuentra un ateneo en el que conversar, donde expresarse entre iguales. Es hermoso encontrar iguales. Gente a la que no conoces de nada y con la que no tienes tal vez nada en común y con la que puedes estar hablando horas alrededor de la bendita coreografía de un ariete dentro del área. De cómo Mourinho y Guardiola representan dos maneras distintas y complementarias de entender la vida. Uno puede vivir colgado de Coltrane o de Messi. Lo que importa, al cabo, es la certeza de que algo ajeno a uno mismo, externo y libre, modifica la manera en que gobernamos lo propio, lo privado, lo que hace que seamos más felices o nos sintamos más jovialmente realizados. Vuelvo a la idea de juego. Si nos falta el juego, no somos nada. A falta de que nos pongamos pantalones cortos y le demos patadas a un balón, nos entregamos a los que lo hacen por nosotros y ejecutan el juego que ya no jugamos. Luego uno debate sobre el fútbol. No conozco otro tema más universal salvo, tal vez, el sexo o la política. Por eso esta noche sea una noche grande. Porque se plasma en un escenario la representación de la vida y de la ilusión de lo que la vida debería ser.
Cuando el árbitro pita el final del partido y gana tu equipo se liberan las toxinas que no liberamos con asuntos de más hondura. No llego a salir a la calle cuando mi equipo (el que sea, España, en todo caso hoy) triunfa. Omito esa exhibición a veces innecesaria. Lo celebro observando la celebración de los otros. Me da reparo y me abruma algunas de esas manifestaciones festivas. Me avergüenza la barbarie con que algunos despachan lo que, en principio, solo debería ser contento del espíritu y sano festejo de lo que consideramos más privadamente nuestro. Me duele la parte violenta, toda la enferma visión del fútbol como un negocio. Es imposible que no exista. No habría espectáculo sin el concurso de las figuras millonarias que saltan al campo y hacen su oficio con el magisterio y la honradez que les exigimos. En cualquier caso, a escasas horas de que empiece el show, que se mueva el balón, solo pido que haya suficiente cerveza fría en la nevera y que las almendras y las patatas fritas no falten en la mesa. Una buena amiga me regaló anoche una sencilla observación: ¿moveríamos las banderas, nos agitaríamos como lo hacemos si no dispusiésemos de esos ingredientes inefables? Me niego a intelectualizar las pasiones. Esta noche me excedo si la ocasión lo permite. A lo mejor me sirvo un mojito, Ana.
6 comentarios:
Suscribo lo qu escribía un amigo en Facebook (con una buena carga de ironía):
"España es una unidad de destino en el golear".
Pues,pese a ello, algunos patriotas soportan muy mal la identificación del Equipo Nacional con La Roja.
Aquí la semántica enciende pasiones, ya ves.
¡A disfrutar, mon ami!
Acabas de explicarme de una forma certera esto que llevo dentro desde niño y que nunca supe entender. Pero es muy cierta tu última reflexión. Esta noche no aspiro a entenderme. Podría perder ka razón. Un abrazo
Pasolini amaba el espectáculo del fútbol porque lo consideraba el heredero directo de la tragedia clásica. Posee todos los elementos que convierten al drama en comedia con el simple discurrir de los minutos y las muecas. Un circo en el que todos participamos: futbolistas pedestres en sus modos y forma de pensar junto a otros que ocultan en los libros que leen para no ser etiquetados como intrusos; aficionados cavernicolas confundidos con tímidos que extravían sus miedos en la masa; escépticos abrumados; invitados inesperados a los que el deporte les resbala pero no las ocasiones puntuales. Acólitos todos de una pantalla por un par de horas que les ayuden a relegar problemas y ocultar miserias. Droga dura catódica.
Caerán un par de cervezas, Emilio. Una será a tu salud, no a la de la roja ni a la azzurra.
Salud, hermano...
Me sucede lo que a ti, my friend. Mi devoción por el fútbol es similar a la que profeso a la religión. Bodas, comuniones y bautizos.
La emoción terapéutica la desfogo durante el partido y en los minutos posteriores al toque de final me siento aliviado de haber soltado fuelle a un instinto extinto el resto del año.
Termina el partido y me comporto como si no hubiese asistido a su misa de goles. Nadie narra a sus amigos el epílogo de sus digestiones.
No soy futbolera, pero leí y vi. Me hizo gracia que precisamente viera el mejor partido del mundo, te lo crees? Así que doblemente agradecido por espolearme a sentarme delante del pantallón, con el Daitsu a toda leche y la Coca Cola y las patatas a mano como decías. Un saludo. Viva España, aunque sea ayer y hoy...
Y al final, escribo días después, ganó España o el fútbol, dicen los que entienden. La tragedia clásica está de enhorabuena. Los héroes han vuelto. Viva Pepe Reina. Y en ese plan. Después del atracón, viene el bicabornato. Toneladas. El mojito de Ana es lo único que vale.
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