No sabemos si el caos está ya entre nosotros o su advenimiento necesita de otras señales de más fuste que las actuales. Tampoco si el caos es una residencia duradera o un apeadero al que bajamos por las circunstancias. Éstas de ahora, las circunstancias digo, son trabajosas y requieren de quienes las padecen un extra de paciencia que a veces no se tiene. Surgen continuamente llamadas a la disidencia. Escaparates que entorpecen el normal riego sanguíneo en el cerebro e inyectan altas dosis de tentaciones. El descenso a los infiernos está servido: uno se entrampa nuevamente, adquiere bienes que no usa, se inmola sin percatarse de la dimensión de su sacrificio. El cerebro se colapsa en ese vértigo de inputs y outputs. Se entenebrece y malogra. El enfermo, el consumista, vive en un bienestar impostado, se cree en el mejor de los mundos posibles, pero únicamente ejecuta un plan ajeno, muy elaborado, consistente en que jamás le falta combustible a la dinamo del mundo. En que la rueda gire a beneficio del molinero.
No siendo nunca buenos tiempos, éstos son muy malos para empezar a ser austero. La máquina exige sus peajes. El ciudadano, que ha ido mutando en consumidor, no ofrece resistencia a la bandada de peligros que le acechan. Aturdido, comido por la fiebre del gasto puro y duro, va dejándose enfermar, hasta que la realidad, que es una bestia de lo más perverso cuando se obstina en serlo, lo baja a su terreno y le arrumba al país de los pobres, a ese territorio en el que ahora conviven los de alta alcurnia y los de baja cama, los de sangre de colores y los que no caen en la cuenta del pigmento. La economía ha tomado el relevo a la muerte a la hora de igualar a las castas, pero tampoco esa revelación es un producto de estos tiempos. La diferencia remarcable entre el hundimiento actual y el de antaño es de índole moral. El carpe diem de la antigüedad no es transferible al carpe diem del ahora. El primero estaba untado de cultura, se ejecutaba con desparpajo y daba prestigio al que lo adoptaba su dictado. El segundo, éste de hoy, carece casi por completo de autonomía intelectual o estética. Es una extensión rudimentaria del propio mercado, que se empecina en sobrevivir a pesar de los gobiernos o incluso merced a su leal e interesado concurso.
Ah el feliz pasado, ah la dulce sensación de acumular riqueza emocional y no la vulgar compra de objetos materiales. No piense el amable lector que quien escribe este volunto de mañana de nochebuena está a salvo del caos. Respira caos a diario, lo lleva escrito en la frente, se acuesta con él y hasta congenia a veces con la fiebre y con el vértigo que produce. Son muchos los años compartidos con el mercado como para verlo ahora con temor, con alarma, con la angustia que nos venden algunos apocalípticos. Yo soy uno de los integrados, de los que en el fondo sospechan que todo volverá a su cauce. No sabemos exactamente ahora qué cauce es ése del que hablo. Supongo que no nos creará remordimiento comprar el pequeño artículo de lujo que las fiestas navideñas casi exigen para contribuír al florecimiento del mercado. Ah el mercado. Qué cabrón es el mercado. Ya lo dice el tío Sam: compra, gilipollas, haz feliz a tu familia. O es Santa Claus. Da lo mismo. Es el veneno con cara de hombre. Feliz Navidad.
5 comentarios:
Está cristalino de bien explicado, Emilio. Cada vez admiro más tu soltura escribiendo, tu manera tan tuya (reconocible) de contar las cosas amenamente. Un lujo leer El espejo de los sueños. Te deseo feliz Navidad, que pases unos días felices acompañado de tu familia. Un saludo.
Olvidé escribir quizá lo más importante, que yo también he caído en las redes del mercado. No sabes como.
El tío Sam no tiene ni idea de lo que ocurre por estos lares,al menos,los que a mí me rodea.Él no sabe que con una botella de anís vacía y un tenedor lo que se puede hacer.Ay,ya me viene un aroma de rosquillas hechas por mi abuela,tiene casi cien años y todavía no deja entrar a nadie en "su" cocina.
Te deseo unas felices fiestas mi queridísimo amigo.
Mas razón que un santo. Pero al final todos caemos en mayor o menor medida. Un abrazo.
El mercado es el amante más imperfecto del mundo pero nos pone un montón ver su maniquí tras el cristal de un escaparate o verlo disfrazado de regalo con lazo sobre cualquier estantería. A la mínima nos seduce y nos echamos un polvo con él mientras tenemos la botella de cava en la cubeta de hielo y la cuchara de caviar (generalmente de imitación) llena. Es nuestro becerro de oro y sus polvos brillantes nos arrastran como zombis. En el fondo nos quejamos de él no tanto por su atractivo como por nuestra estupidez.
Feliz Año, amigo mío, con todo cariño.
Publicar un comentario