Soy de Woody Allen al modo en que algunos son del Betis y otros son católicos o activistas de Greenpeace. Probablemente el mundo sería otro mundo el día en que este hombre deje de hacer cine por causas voluntarias o por otras más dramáticas. Ir al cine a ver una de Woody Allen es un rito formidable con independencia del placer que produzca la asistencia a la sala. No soy capaz de enfadarme con nada que haga este hombre porque es como uno más de la familia y uno, estando yo al cabo de cómo funcionan los afectos y las devociones, al que los años compartidos y los placeres regalados le relevan del fracaso y lo aúpan a un olimpo de mitos absolutos. Soy de Allen torrencialmente. Importa muy escasamente que la pifie (Vicky Cristina Barcelona) o que no aporte nada nuevo (hay montones de películas menores, rendiciones anuales innecesarias) porque lo que los degustadores de estos artefactos no siempre humorísticos disfrutamos es el hecho mismo de participar en una especie de liturgia en la que, al final, sabido el mensaje, interiorizados de antemano los códigos, solo apreciamos la liturgia misma.
Midnight in Paris es una delicada vuelta de tuerca sobre los temas que obsesionan al maestro, una fantasía fuera de alcance de una mente racionalista (quién desea cordura y sentido común sentado en una butaca de cine) que indaga sobre la perplejidad intelectual o estética de un novelista inseguro (un soberbio Owen Wilson que hace las veces de un clásico Woody Allen en tics, tartamudeos, fobias y filias) que visita París, se enamora de París y encuentra en sus calles, en su idealizada cartografía de mitos de la cultura universal, un punto de acceso al París de los años 20. De lo que se ríe Woody Allen y a lo que nos obliga a contemplar cara a cara es la estulticia de cierto tipo de turista norteamericano, embebecido de Europa, convencido de que el origen de la belleza y de la inteligencia está en las calles del viejo continente. Expone con un desparpajo dulce, sin el vértigo fonético de otras ocasiones, la francofilia de su corazón de Manhattan, pero no se limita a regalarnos un viaje maravilloso por la ciudad de la luz sino que opta (entre postales idílicas y frases ocurrentes sobre los clichés de siempre) por desmontar ese punto de vista turístico, hueco en el fondo, hecho a medida del visitante accidental, intoxicado de esas estampas bohemias con las que la literatura y el cine nos han vendido a la capital de Francia.
Lo único que les preocupa a los personajes sacrificables de la historia (los amigos del novelista o más bien de su adinerada novia) es si una nota ahumada en el vino achispa más que una afrutada, pero al personaje principal le importan cosas de más trascendencia, aunque la forma de acceder a ellas sea, en manos del hacedor de esta inverosímil trama, de trazas cómicas. En lo cómico, en la rica oferta de escritores, pintores y toreros que Woody Allen saca a escena, está el genio de esta cinta menor, sí, pero delirante, dulce y tierna, que pasa como un suspiro y hace que uno, insisto, ame a Woody Allen casi por encima de todas las cosas y desee que no ceje en su empeño de regalarnos una historia al año, aunque sea mala de solemnidad o al salir del cine no nos explote el entusiasmo en el pecho sino una traca meliflua de petardillos de feria de pueblo. Es Allen, amigos, el único director que es capaz de hacer hablar a Salvador Dalí (maravillosos sus rinocerontes), a Ernst Hemingway (obstinado en la veracidad, en la virilidad de las historias, en la supremacia del escritor puro), a Luis Buñuel, al que le regalan de cuajo la idea de El ángel exterminador o al mismísimo Scott Fitzgerald, achispado como de costumbre, al gusto de la época, buscando inspiración en los tugurios de esa época grandiosa de la cultura y del buen vivir que sólo podemos conocer, ay, si el genio de Manhattan nos empuja al túnel del tiempo y nos deja allí, a ver qué pasa. Él deja claro que le interesa el presente. Una cosa es que su novelista en apuros recorra los felices años 20 y se convierta en un espectador privilegiado de esos bulliciosos días de amor al arte y a la cultura y otra bien distinta, y que Woody Allen no acepta, es que se reniegue del presente, un presente ramplón y gris, vacío en gran parte de su ornamentado y tecnificado chasis, pero propiedad de quien lo vive.
Midnight in Paris es una delicada vuelta de tuerca sobre los temas que obsesionan al maestro, una fantasía fuera de alcance de una mente racionalista (quién desea cordura y sentido común sentado en una butaca de cine) que indaga sobre la perplejidad intelectual o estética de un novelista inseguro (un soberbio Owen Wilson que hace las veces de un clásico Woody Allen en tics, tartamudeos, fobias y filias) que visita París, se enamora de París y encuentra en sus calles, en su idealizada cartografía de mitos de la cultura universal, un punto de acceso al París de los años 20. De lo que se ríe Woody Allen y a lo que nos obliga a contemplar cara a cara es la estulticia de cierto tipo de turista norteamericano, embebecido de Europa, convencido de que el origen de la belleza y de la inteligencia está en las calles del viejo continente. Expone con un desparpajo dulce, sin el vértigo fonético de otras ocasiones, la francofilia de su corazón de Manhattan, pero no se limita a regalarnos un viaje maravilloso por la ciudad de la luz sino que opta (entre postales idílicas y frases ocurrentes sobre los clichés de siempre) por desmontar ese punto de vista turístico, hueco en el fondo, hecho a medida del visitante accidental, intoxicado de esas estampas bohemias con las que la literatura y el cine nos han vendido a la capital de Francia.
Lo único que les preocupa a los personajes sacrificables de la historia (los amigos del novelista o más bien de su adinerada novia) es si una nota ahumada en el vino achispa más que una afrutada, pero al personaje principal le importan cosas de más trascendencia, aunque la forma de acceder a ellas sea, en manos del hacedor de esta inverosímil trama, de trazas cómicas. En lo cómico, en la rica oferta de escritores, pintores y toreros que Woody Allen saca a escena, está el genio de esta cinta menor, sí, pero delirante, dulce y tierna, que pasa como un suspiro y hace que uno, insisto, ame a Woody Allen casi por encima de todas las cosas y desee que no ceje en su empeño de regalarnos una historia al año, aunque sea mala de solemnidad o al salir del cine no nos explote el entusiasmo en el pecho sino una traca meliflua de petardillos de feria de pueblo. Es Allen, amigos, el único director que es capaz de hacer hablar a Salvador Dalí (maravillosos sus rinocerontes), a Ernst Hemingway (obstinado en la veracidad, en la virilidad de las historias, en la supremacia del escritor puro), a Luis Buñuel, al que le regalan de cuajo la idea de El ángel exterminador o al mismísimo Scott Fitzgerald, achispado como de costumbre, al gusto de la época, buscando inspiración en los tugurios de esa época grandiosa de la cultura y del buen vivir que sólo podemos conocer, ay, si el genio de Manhattan nos empuja al túnel del tiempo y nos deja allí, a ver qué pasa. Él deja claro que le interesa el presente. Una cosa es que su novelista en apuros recorra los felices años 20 y se convierta en un espectador privilegiado de esos bulliciosos días de amor al arte y a la cultura y otra bien distinta, y que Woody Allen no acepta, es que se reniegue del presente, un presente ramplón y gris, vacío en gran parte de su ornamentado y tecnificado chasis, pero propiedad de quien lo vive.
7 comentarios:
Amo a lo mejor un poco que tú al maestro Woody Allen pero reconozco que me ha encantado siempre su personaje de gafas de pasta, voz titubeante, unpoco tartamuda, sí, que aquí siempre fue doblada con mucho cariño. Desconozco al Woody Allen original y hay muchas pelis suyas que no he visto, pero Midnight me encantó y también Manhatta o La rosa púrpura del Cairo que son las mias favoritas puestos a echar memoria. No sé de cine nada más que lo que alcanza mi memoria chiquitita, pero me encanta leer de la gente que estruja lo que una, pobre, no puede o no sabe simpelemente. Un placer leerle.
Si ser tan de Woody Allen imprime carácter, no hay duda de que tu escritura está impreganda de él, se vierte y se divierte para descubrirnos su cine como filosofía y como espectáculo y que no se completa sin el espectador woodyalleniano que eres tú cerrando el círculo del proceso de comunicación perfecto en el que el receptor lanza este boomerang de conocimiento lúcido y da sentido y sensibilidad al conjunto de una obra. Si se escribe tan bien sobre cine, sin duda será de buen cine.
A mí -y más si estamos en París- se me acaban los "chapeau!" cuando te leo. Mon ami.
Se me escapó al final en cine, a pesar de que me hice proposición firme de verla, y llevo meses esperando que salga en DVD (prefiero degustar la versiñon original). Una película con Scott Fitzgerald dentro es mi película. Creo que he visto todas las de Allen, en cierta ocasión con sesión maratoniana para ponerme al día. Puestos a premiar a Cohen como Príncipe de Asturias de las Letras, tampoco hubiera estado mal que el de Allen hubiera sido también en esta categoría. ¿Por qué no se estudian aún en la asignatura de Literatura a los guionistas y a los cantautores, como se estudian a los dramaturgos y a los poetas? Un abrazo.
No se le puede reprochar al maestro Allen que todo en esta película parezca impostado y naif. Mientras soñamos, todo está en su sitio, ocupando su lugar idóneo. Sin embargo, para el observador externo, el soñador se desvela como torpe e ingenuo, autista y plegado por completo a su locura.
Solo al despertar, volvemos a incorporarnos al club de los sensatos, al poblado reino de la fría lucidez y la triste medición de consecuencias.
Juan, aunque no estén en los programas de la asignatura, ya nos ocupamos los profesores de invitarlos a nuestras aulas. Y con notable éxito, ya lo creo.
Abrazos
Allen es una forma de acercarse a la duda sin hacer demasiadas preguntas. Saludos
Allen es joven y, sin embargo, sigue si haber sido vencido. "Midnight in Paris" supone un ejercicio adrenalítico similar al de correr bajo la lluvia. Es un microscópico poema de amor enrollado en la punta de un tenedor, dispuesto a ser engullido sin haber sido masticado. Porque Allen va directo al estómago... o al corazón. Todavía quedan desvíos ocultos que explorar, del mismo modo que sigue quedando algo en el sótano del maestro...
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