I
Videla, uno de los monstruos que no aparecen en los libros de cuentos, dijo en 1.976, en la época en que ejercía su oficio con más brío y entereza moral que un terrorista no es sólo alguien con un arma de fuego o una bomba, sino una persona que disemina ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana, alguien que lee. A los dictadores, a unos más que a otros, pero a todos invariablemente, les duele la palabra. Si está la palabra impresa y embutida en un panfleto o en un poema, en un librito modesto o en una pancarta, les duele más todavía. Los libros, a decir del estupendo Manuel Rivas, arden mal, pero hay a quienes les excita verlos en llamas en plan Bradbury distópico. Creen que el fuego purifica el mal al modo en que los antiguos jerifaltes de la iglesia (en otro orden, en otro contexto) creían cuando amarraban al palo principal de la pira al hereje de turno, fuese hombre de ciencia, bruja o blasfemo de taberna. Lo terrible es que hubo videlas a tutiplén. Gente con la suficiente autoridad civil como para quemar a quien se le fuese la mano con los libros y exhibiese en público su gusto por ciertas obras manifiestamente inconvenientes.
II
Las órdenes de registro echaban abajo la puerta y arramblaban con los cajones. Hurgaban en la ropa interior aquellos tristes hombres de gris (el gris siempre es el color más cómplice de estas escaramuzas del terror) en busca de indicios de inteligencia. La que sus superiores no tenían. No hay nada más ancestral que el miedo a que el otro sepa más que uno. Tienen la inteligencia y el conocimiento una relevancia que jamás ha sido puesta en duda por ningún gobernante. El que las detenta es un peligro, parecen pensar. Sostienen, en su infamia con galones, que el poeta, miren qué cosa más sutil, qué oficio más modesto y sencillo, es un terrorista. Uno capaz de borrar la grisura del pueblo (su anuencia ante la censura, su convicción de que nada puede hacerse o incluso su creencia de que no está sucediendo realmente nada relevante) y azuzar al ciudadano contra sus carceleros.
III
José Agustín Goytisolo lo dejó escrito en un poema casi hablado, un soliloquio, un lamento que el recitador involuntario ofrece a su mujer cuando su casa sufre una orden de registro. Luego al pobre José Agustín, al humanista, al poeta de la Generación del 50, hermano mayor de Juan y de Luis, hijo y padre, al autor de Palabras para Julia , un poema antológico, al hombre que vio como las bombas de la Guerra incivil mataban a su madre, Julia, como luego su hija, le pasó factura la vida, la que iba en serio como escribía su amigo Jaime Gil de Biedma, y se hizo el santo bebedor, el traductor de suicidas (Pavese) y él mismo, obra de los excesos y de lo sensible de lo más acendradamente humano, terminó tirándose por el balcón de su casa en 1.990. Antes de todo eso, burló como sólo saben los poetas la estricta estricnina moral del censor de turno del Videla de aquí (el Franco temeroso de que el pueblo fuese un pueblo leído y le birlase la vara de mando) y escribió un poema asombroso, tierno en su crueldad interior, que cuenta una orden de registro. Los registradores, cegados por la letra impresa, conjurados a borrar la tinta blasfema, buscaban libros. No sabemos si los encontraron al final.
III
José Agustín Goytisolo lo dejó escrito en un poema casi hablado, un soliloquio, un lamento que el recitador involuntario ofrece a su mujer cuando su casa sufre una orden de registro. Luego al pobre José Agustín, al humanista, al poeta de la Generación del 50, hermano mayor de Juan y de Luis, hijo y padre, al autor de Palabras para Julia , un poema antológico, al hombre que vio como las bombas de la Guerra incivil mataban a su madre, Julia, como luego su hija, le pasó factura la vida, la que iba en serio como escribía su amigo Jaime Gil de Biedma, y se hizo el santo bebedor, el traductor de suicidas (Pavese) y él mismo, obra de los excesos y de lo sensible de lo más acendradamente humano, terminó tirándose por el balcón de su casa en 1.990. Antes de todo eso, burló como sólo saben los poetas la estricta estricnina moral del censor de turno del Videla de aquí (el Franco temeroso de que el pueblo fuese un pueblo leído y le birlase la vara de mando) y escribió un poema asombroso, tierno en su crueldad interior, que cuenta una orden de registro. Los registradores, cegados por la letra impresa, conjurados a borrar la tinta blasfema, buscaban libros. No sabemos si los encontraron al final.
No miren por ahí
todo son libros;
no es entre mis papeles
ni en la cama
donde van a hallar
algo escondido.
¿Cuánto cobran ustedes
mensualmente?
No, nada, pensaba
lo que vale este registro.
En fin ya son las tres
¿que esperan encontrar?
es tristísimo.
Sí de acuerdo retiren
lo que quieran;
vamos abajo pues;
perdonen olvidaba
el abrigo.
Adiós mujer
no pongas esa cara;
te digo
que están equivocados
son sólo unos poemas
versitos, tontería.
Yo regreso ahora mismo.Orden de registro, Jose Agustín Goytisolo, 1.963
Los registros acabaron doce años después, aunque tal vez no fuera enteramente así. Videla comentó que solo cumplió sus obligaciones castrenses. No sé si fue una disculpa. Franco no la buscó siquiera. Ese gesto final, ungido por los juicios y por las evidencias del mal que asoló Argentina, no inspira el perdón ni en un amago de ternura cristiana. Un soldado declarado. Y ya se sabe: los soldados (algunos, no crean; otros poseen inquietudes) no tienen que leer, no aprecian los libros, los temen, prefieren que les marquen el camino y obedezcan la rutina íntima de la orden.
9 comentarios:
Estoy sobrecogida, aterrorizada, emocionada. Saludos, mi respeto, Emilio.
Un monstruo de las enciclopedias es este Videla al que hace tiempo que no veía su cara agria, pero hay muchos Videlas como dices. Tuvismos aquí uno. Yo tengo mi edad (voy pa los 50 que corto, Emilio) y algo sé de lo que pasó en los últimos años del franquismo, sobre todo por hermanos. Ellos, mayores, se ponían a hablar de libros, y se guardaban, de eso me acuerdo, de que no se oyese demasiado las lecturas que tenían y los libros que se pasaban entre los amigos. En fin, que ahora, aunque con otros problemas, estamos en un mundo mejor, más justo, pero no nos confiemos, sobre todo no nos confiemos. De momento empiezan otra vez, me pongo catastrofista, las ordenes de registro. Qué miedo, madre mía. Buen escrito, Emilio. Hace tiempo, mucho, demasiado, que no venía yo por El espejo de los sueños" y la verdad es que no tardaré. Un saludo. Qué gran poema el que has colgado. Y qué bien el post, qué lujo.
Sé de los estragos del analfabetismo y de su alcance social y moral. De cómo el analfabeto franquista se enroca sobre sí mismo justificando su legado a causa de la escasa funcionalidad que ofrecen las letras y cualquier conocimiento "superfluo". Analfabetos funcionales y orgullosos de serlo, que ridiculizan todo conocimiento no aplicable a su cotidianeidad. Hijos y nietos de un régimen que trajo la miseria material y moral a varias generaciones. Es curioso el que las dictaduras de derechas, muy al contrario que las de izquierdas, siempre vanagloriándose de sus éxitos en materia educativa, persiguiesen el conocimientos reservándolo únicamente para las élites. Ambas coincidian, sin embargo, a la hora de perseguir cualquier tipo de disidencia.
Quemar purifica, siempre que sea otro el que arda.
Yo sostengo que el libro no es destruido como objeto físico sino como vínculo de memoria. Ese vínculo poderoso entre libro y memoria hace que un texto deba ser visto como pieza del patrimonio cultural de una sociedad, y, por supuesto, de la humanidad entera. Hacia el año 213 a. C., el emperador Shi Huandi hizo destruir todo libro que pudiera recordar el pasado. En su novela 1984, George Orwell presentó un Estado totalitario donde su departamento oficial se dedica a descubrir y borrar todo pasado. Pero no siempre fue así. Es un error frecuente atribuir las destrucciones de libros a hombres ignorantes. Por ejemplo, Platón quemó obras y hay suficientes razones para pensar que llegó hasta el extremo de negar todo discurso que no fuese valorado por la verdad (la verdad de su sistema). Eróstratos comenzó su incendio (El Templo de Ártemir) en el interior del templo, en el área de los registros escritos, donde estaba el libro de Heráclito. Uno de los fragmentos de Heráclito anunció: "Todas las cosas juzgará el fuego al llegar y condenará a todos." Es irónico que su manuscrito haya sido destruído por una irreverente devoción hacia esta máxima apocalíptica. Séneca, quién atribuyó a las tropas de Julio César la quema de cuarenta mil libros, restó importancia a las destrucciones, porque le disgustaba los "demasiados libros". "Sufrimos de exceso de literatura, como el exceso de todas las cosas." La caída del Imperio Romano empeoró la paciente labor de conservación. Alarico tomó Roma con sus hordas bárbaras el 410 d. C. Desde el 24 de agosto, día del suceso, hasta una semana después, la ciudad fue saqueada sin piedad. Los papiros sirvieron como lumbre en las orgías.
Evidentemente este comentario lo he extraído de un post que escribí hace mucho tiempo.Amigo,sigo diciendo que entre ambos existen vasos comunicantes a través del espacio y el tiempo.
Una suerte el habernos conocido.
Un fuerte abrazo.
"Occidental y cristiana".
Cansa que se relacione lo cristiano con lo tumultuoso, con lo inconveniente, con lo malo por naturaleza. Sea Videla o sea otro. El cristianismo, en su buen quehacer, no se contempla, no se cuenta, no se tiene en cuenta. Me parece injusto.
Por otro lado, muy buen blog, primero, y muy buen escrito el de hoy.
Me sorprenden los comentarios que suscitas sobre los que me guardaré la opinión. Cada uno que escribimos nos retratamos y queremos dejar nuestra huella. Por cierto cuando he querido entrar en tu página he tenido que sortear una restricción del Ayuntamiento de Barcelona (estoy en una zona wifi de espacios deportivos) que calificaba tu página o tu lugar de contrario a la ética. Se me ha abierto una posibilidad de argumentar en contra para que la aceptaran. Tenía que rellenar un extenso formulario con multitud de datos para explicar que Cine Poesía y Jazz no infringe normas éticas. Supongo que debe ser un error y no un rescoldo de esos que odiaban los libros, la inteligencia o las ideas.
Creo, no obstante, que te equivocas. No hace falta ya nadie que queme libros, ni persiga la inteligencia, ni ataque a las ideas. El ciudadano medio ya de por sí los desprecia suficientemente, ahíto como está de las suyas propias. Este año he dejado de dar clases de literatura por primera vez en treinta años a alumnos de bachillerato. Te aseguro que no hay tarea más ominosa que hablar de literatura a españolitos normales imbuidos de sus seguridades y sus petulancias de los diecisiete años. La literatura no es necesaria, es el refugio de cierto romanticismo animoso que todavía la mantenéis en pie, pero la sociedad no necesita literatura, ni ideas... y si ansía lugares comunes, estereotipos, comodidad... Nada más indeseable que estar a la intemperie en noches de frío. La vieja censura gris del franquismo o de Videla en el fondo todavía temían a la cultura y la miraban con cierta admiración malsana...
10/06/2011
Quemar una montaña de libros siempre fue para el tirano como tapiar las ventanas a través de las cuales los sometidos podían ceder a la tentación de asomarse al exterior de la opresión y al interior de sí mismos, conocer y conocerse más allá del bando o la homilía. Y en todo registro domiciliario había una voluntad (y la habrá siempre) de hurgar en los cajones de la conciencia, de buscar en el doble fondo de las aspiraciones y bajo las baldosas de los sueños.
El poema de José Agustín, que no conocía, pertenece al sublime género de “nudo en la garganta”. Un abrazo.
La alergia del tirano hacia la celulosa es comprensible. Buscan que sea su voz solitaria la que inunde el coto de su reino inespugnable. La palabra de otros le hace competencia.
Me gusta imaginar a los tiranos llorar como niños en soledad, leyendo novelas infantiles o cuentos de calleja.
Buenas referencias, Emilio; mejor tema. Como siempre, bien condimentado.
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