En casi nada somos tan curiosos como en la observación de lo ajeno. No se tiene la idea del delito, aunque sea un delito moral, que se está cometiendo en esa visión de lo privado porque el instinto es un veneno del que difícilmente escapa uno y al que con frecuencia se acude a voluntad y se administra con alegre esmero, a conciencia. El que profesa este vicio no alcanza a entender lo dañino que es y se vale de coartadas de rango cultural para justificarlo. Admite su falta, pero la rebaja haciendo que concurre el cine, que es un voyeurismo consensuado, o el prodigio de la literatura, que es un palco en primera línea de la trama de los otros. Yo mismo me he sorprendido en ocasiones observando a hurtadillas, malsanamente hocicado en la obscena (por secreta) contemplación de la vida de los demás, cuando ese transcurrir de cosas ajenas exigía una distancia o, más prudentemente, un noble retiro. Esa vida contada al oído sucede cada vez que uno va al cine, se apagan las luces y uno se siente destinatorio absoluto de lo que la luz proyecta. Sucede esplendorosa y orgiásticamente cuando se abre un libro y se confía en la bondad de la historia, en la dulce creencia de que lo mío, lo que ya sé, no me produce más placer que lo que todavía no me han contado, y necesito más dosis de aventuras y de dramas, nuevas luces incluso a través de las mismas viejas ventanas. Y entonces, en ese instante en que se está solo frente al libro o frente a la pantalla, descubrimos que somos por naturaleza curiosos, que es la curiosidad (el saber más, el saber lo mismo pero contado de otra manera) la que mueve el sol y también las estrellas, contradiciendo al glorioso Dante cuando hablaba de su venerada Beatriz. La lascivia narrativa en la que caemos roza a veces lo delictivo (el sultán le pide a su Seherezade que no deje de tener cuentos que contarle) o en lo adictivo. Pecamos a gusto y pecamos a base de bien. Bendita enfermedad libresca. Dulcísimo veneno, el arte. Cuénteme, por favor. Diga qué está pasando justo ahora.
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4 comentarios:
Existe un adagio, cuyo origen no alcanzo a recordar, que reza: "echa marcha atrás para coger impulso". Ortega lo llamaba distanciamiento, ver las cosas desde fuera, como si por un tiempo no nos compitiera sus afanes. La distancia opera de sabia medicina para quien anda sordo, ciego y mudo a su propia sombra, incapaz de verse mientras camina. A veces (cuando la voluntad anda bien asida) yo mismo hago ese ejercicio de transmigración temporal, para curarme de las heridas que deja dejarse taladrar por las contingencias diarias. Os lo recomiendo, amigos. Eso sí, regresad, no os quedéis mucho tiempo allí. Ulises debe regrssar a Ítaca.
Nunca me había planteado la lectura en estos términos (sí el cine: ya nos demostró Hitchcock en “La ventana indiscreta” que la diferencia entre un voyeur de vecindario y un espectador en su butaca no va mucho más allá de una taquilla y una pantalla iluminada); pero, ¿qué otra cosa hace uno leyendo Madame Bovary sino atisbar por el ojo de la cerradura? Bendita enfermedad, en cualquier caso. El que esté libre de pecado que pase la primera página.
Es como vivir en la ardiente oscuridad, con sed en los ojos, por temor a quedar ciegos o a ser ciegos ante el deslumbramiento. Bebamos de esa luz en página o pantalla.
Magnífico el aggiornamiento bloguero, mon ami.
Libros, libros, libros, libros, libros, libros.
Ahí vivo feliz porque los leo, los vendo y los amo. No sé siempre el orden correcto.
Miguel Utrera.
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