7.6.11

Sin Dios, sin memoria, sin pudor



Paul y Jeanne viven en el centro del mundo, en el principio de los tiempos y no hay nadie alrededor. No existe el metro ni los relojes. No hay palabras distintas a las palabras con las que se explican el vacío, la distancia, el peso insorpotable de vivir cuando afuera se ha fracturado el corazón de las cosas y lo único que se tiene a mano es un cuerpo al que joder, una especie de búnker lúbrico, un templo de carne al que ofrendar todas las plegarias y todos los salmos, todo el verbo de Dios y toda la maquinaria infame del Diablo. Porque en el apartamento en el que Paul y Jeanne fornican y hablan no hay Dios ni necesidad de que Dios acuda y escriture esa relación enfermiza que los dos, ahí adentro, han levantado para protegerse del caos y jadear en régimen de alquiler.  

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5 comentarios:

Calderón Contreras dijo...

Al principio del mundo siempre está Dios y el Diablo, lo bueno y lo reprobable, la luz y la tiniebla.
El último tango en París es una fábula sobre el pecado.

Saludos.

Anónimo dijo...

El amor en una habitación sin nadie, el tiempo detenido, la obsesión convertida en religión, el sexo enfatizado, el amor convertido en mercancía, la religión convertida en un nudo de intereses...
Rafa

Joselu dijo...

Creo que el que no ha experimentado el sexo como necesidad absoluta, como dolor existencial, como encuentro entre dos seres incompatibles que jamás alcanzarán la felicidad juntos, como compañeros de las más extraordinarias tardes de cuerpos enlazados fumando sin parar en habitaciones sudorosas, y bebiendo Voll Damms compradas en el bar de la esquina... creo que el que no ha conocido eso, el dolor del amor, tendrá una asignatura pendiente tal vez. Me has hecho recordar mis locos veinte años en que me extraviaba en situaciones no iguales pero sí bastante similares de las de Paul y Jeanne. No volvería a ello de ninguna manera, pero qué inmensa nostalgia me produce, nostalgia de la potencia emocional extraviada de los caminos de la cordura, y de la potencia sexual que significaba en ese estar deseando ese cuerpo ardientemente y no cesar de pensar en él como receptáculo incesante de juegos infinitos. Pero ¡qué dolor! Esos encuentros equivocados entre personas que se buscan pero que no se encuentran hagan lo que hagan son una fuente literaria y cinematográfica impresionante. Hace tiempo que no he visto El último tango, y, tras tu hermoso escrito, he sentido necesidad de revisitarlo. Vi hace poco El imperio de los sentidos, como escribí en el blog, y tras veinticinco años aún seguía emocionándome. Espero que la película de Bertolucci siga haciéndolo como lo hacía aquel pubis de Jeanne que una vez encontré en la vida real.

Emilio Calvo de Mora dijo...

No sé si sobre el pecado. No creo que los dos anduviesen preocupados con el pecado, que es muy cristiano, totalmente cristiano. No hay Dios ni hay templos en los que adorar a ninguna deidad, Calderón. Están ellos. Con sus miedos, con sus culpas, con sus esperanzas.

Así es, Rafa.
El último tango en París es una película un poco quemada ya, se ve con tropiezos estilísticos, se deja querer menos, ha pasado por ella el tiempo más que por otras, pero tiene todo eso que dices.

Bravo, Joselu. Bravo.
Hay que quemar etapas. Quemarlas. Vivirlas. Pasarlas a fuego. Pero tenerlas en la memoria. Se tiene que vivir todo eso para poder luego no desearlo. Vivida la vida, no pasada, mantenida, sustentada por la obligación de la sangre.
Está bien haberte recordado tu Jeanne hirsuta en este humilde escrito.

Alex dijo...

Leí hace años que follar es la venganza de los humanos contra Dios. Su alcance supera lo quimérico para adentrarse en lo cuántico. Dios, al fin y al cabo, debe ser una suma de unos y ceros.

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