2.6.11

La revolución distópica / La historia tóxica


I
Me mantengo a distancia de las academias. No porque esté por encima de ellas o porque nada tengan que yo pueda aprender sino por el hecho de que descreo del saber compartimentado, de ese enciclopedismo casi entomológico que hace que una serie de estudiosos (con su parte femenina a la vera, no me distraigo de lo correcto) administren el acervo cultural de un pueblo. Caso de haya que ocuparse de un asunto tan metódico, la cosa no debería pasar de la custodia. Esa distancia que invento no es premeditada. Existe porque mi vida no se arrima al mundo de las academias. Lo que no borra la sensación primera: que me dan grima, que me aturden. No creo (insisto en el descreimiento) que el pueblo debe confiarles la gestión de un material tan sensible. La de la Historia está ahora en entredicho por razones absolutamente objetivas: contrataron a quienes no estaban dispuestos a escribir el texto que se esperaba del cargo que ocupan.
II
No se entiende que hayan rebajado al dictador Franco y sólo se le acuse de cierto autoritarismo. Se falsea la Historia en la barra de los bares, en la intimidad de las casas, en tribunas domésticas, pero no cabe que el calumniador, el sabio irritado que de pronto ha visto la oportunidad de vindicar lo invindicable, escriba bajo nómina del Estado. Que sean nuestros impuestos (no pocos) los que alimentan el barbarismo intelectual. No sé quién es el tal Luis Suárez: una pequeña entrevista en una cadena televisiva de poca audiencia no rinde argumentos con los que forjarse uno una idea más honda.

 III
Rigor, perspectiva: eso se echa en falta en este Diccionario Biográfico Español. No defiendo el pensamiento único: aliento la idea de que se controle qué se ofrece al lector ignorante, al que acude virginalmente a lo que considera una manifestación fiable del sentir de una sociedad moderna, que ha superado con creces las tinieblas que padeció y que se rehace, a poco que la dejen, a trompicones, pero sin malograr el futuro por añorar en demasía ese brumoso pasado. El articulista Suarez tiene (no lo dudo, no deseo lo contrario) feligreses de su causa. Hay foros que le abrirán los brazos y le extenderán jugosos cheques para que airee la ficción de que Franco fue sólo un señor autoritario, pero no es de recibo (sea eso del recibo lo que quiera que sea) que una Academia de la Historia (todo así muy en mayúscula, dándole pompa y circunstancia) le reclame para que firme una de sus partes. Quizá una de las más controvertibles. Lo dicho: academias, ¿para qué servís?

IV
Por otro lado, dejando ya de lado la hagiografía franquista, no sé bien a qué esto de sacar una tanda de libros, veinticinco ahora, otros tanto (creo) más tarde, a precio imponente, sobre personajes que fueron algo en la Historia. Ya que murieron las enciclopedias, no se acaba de comprender con qué razones se ofrece otra enciclopedia más. Muertas las enciclopedias que se liimitaban a acumular datos, podríamos patentar la Enciclopedia Distópica, la que hace las funciones de manual de literatura fantástica, la que ocupa el lugar que deberían haberse ganado los libros de autoayuda. A lo mejor alguien, al leer las bondades del Generalísimo y de sus abnegadas huestes, se siente reverdecido, instalado otra vez en la calle, reclamando derechos. No me extraña que pronto se instalen en Sol y se busquen a algún descerebrado sin información histórica que les tenga al día de cómo funciona el tweeter, el facebook y los sms. Está al caer esa revolución. Pero claro, soy de alcances sencillos y no viví la dictadura en carnes propias. O quizá sí: Franco y yo respiramos el mismo aire durante nueve años. No tuve ningún problema. Tampoco lo advertí en quienes me cuidaban. Lo dicho: qué caso se le va a hacer a quien no ha sentido el destrozo. Ah, oídos sí tengo y he escuchado y leído lo suficiente como para asustarme de que ninguna brizna de ese aire compartido me perjudicase en algo. Ay, qué frágil es la memoria y qué valiente es el olvido.


4 comentarios:

Isabel Huete dijo...

Pues ya ves que yo también soy una descreída de las Academias (de las con mayúscula y de las sin mayúscula, que también las hay a puñaos) y quizá por ello nunca me sorprendo demasiado de estos comportamientos tan ¿ridículos? de algunos que, conocidos en su pueblo y poco más, son llamados a formar parte del elenco de supuestos sabios que nos van a descubrir no la vida real sino la que albergan en sus insanas mentes. Cobrar del erario público por decir disparates siempre fue una costumbre muy española, del españoleo cutre, claro.
Como siempre, me rindo a tu comentario. Un besote.

Ana Estrella dijo...

Son chupópteros, aunque me hace retrotraerme a un locutor deportivo del que prefiero no acordarme.
Son gente muy lista, pero muy rastrera.
Como Isabel, que se ve que te quiere mucho, pienso en que les estamos pagando nosotros, y eso me indigna, me indigna mucho.
No flaqueemos y delatemos al mentiroso.
Están cambiando la Historia.

Miguel Cobo dijo...

Este ejercicio de lucidez, este juicio clarividente y preciso, dice todo lo que hay que decir al respecto. Emilio conceptista, tan bueno como Emilio culterano.

Muy bien, amigo: lo suscribo. Y los comentarios de Isabel y Ana, también.

Saludos.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Creer nos hace crédulos, valga la torpe redundancia, Isabel. Teologías, iglesias, política aparte, las academias se merecen este descreimiento, este no aceptar que tengan alguna utilidad. Una especie de agnosticismo académico, mejor. Beso para ti. Grande.

Sé de quien hablas, claro. No me gustaba su tono grandilocuente, imperial casi.
Pagamos, en efecto. Quizá sea eso
lo más doloroso.
Pagar por ser molestados. No sé si insultados. Para muchos que vivieron las lacras de la tiranía, sí, insultados.

Yo te subscribo a ti, del tirón, Miguel.
Ea.

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